Días de cinismo. Días de desasosiego. Días de desconsuelo. Días de sentir, como lo escribiera Shakespeare en Enrique VI, que sopla un mal viento que a nadie beneficia. Así se siente vivir en México a principios del 2011. Así se siente contemplar la violencia y a los violentos, los asesinatos y a los asesinados, el resurgimiento del PRI y al encopetado que lo encabeza. La atmósfera prevaleciente es escéptica, dura, socarrona o incluso resignada. Y usted, lector o lectora, se preguntará si tiene algún sentido hablar desde ese músculo terco que es el corazón y mantener la esperanza cuando muchos han intercambiado el optimismo por la amargura, el ánimo por la desesperación, la fe por el pesado fardo de la desesperanza. Parecería que una densa neblina de miedo e incertidumbre se ha posado sobre el país y hace difícil distinguir el blanco del negro, el bien del mal, lo correcto de aquello que no lo es.
Y de allí la importancia, advertida por Boris Pasternak, de retomar nuestros deberes ante el infortunio: creer y actuar. De reflexionar aunque solo sea un momento en las siguientes preguntas: ¿Cuáles son las palabras que capturan sus creencias más fundamentales? ¿Puede nombrar un principio que guía su vida? ¿Cuál es la verdad descubierta que lo sigue alentando? Si se preguntara "¿en qué creo?", ¿cuál sería su respuesta? Planteo estas interrogantes con la idea -como lo hizo National Public Radio en Estados Unidos- de reunir ideas para escribir una especie de himno nacional, una celebración de la multiplicidad, una cartografía de nuestras convicciones colectivas, una carta de amor al país que llevamos debajo de la piel. Una forma de trascender lo que nos divide para recolectar aquello que nos une a pesar de las preferencias políticas, los prejuicios, el género, la edad, el camino andado.
Se trata de decir yo creo en México. Creo en la poesía de Efraín Huerta. En los hombres del alba y las mil voces descompuestas por el frío y el hambre. Creo en el país bello como camelia y triste como lágrima. En la ronca miseria y la gris melancolía. Amplio, rojizo, cariñoso, país mío. Lugar de ríos y lagos y campos enfermos de amapolas y montañas erizadas de espinas. Yo pienso en el futuro nuestro, en la espiga, en el grano de trigo, en el ancho corazón mexicano de piedra y aire.
Mi gran país, un criadero de claras fortalezas. La valentía de Carmen Aristegui. El compromiso de Lydia Cacho. La memoria de Germán Dehesa. La buena huella de Carlos Monsiváis. La inteligencia de Lorenzo Meyer. El tesón de Sergio Aguayo. La generosidad de Consuelo Sáizar. La amistad de Rossana Fuentes Berain. La visión de Manuel Arango. El compromiso de Marta Lamas. País duradero entre penas y esperanzas carcomidas, gracias a esos mexicanos de alto cielo con vida que nos dan luz y sustento. Mexicanos que son acero y alma y alimento diario.
Yo creo en el patriotismo, en la justicia social, en la creatividad, en la participación, en el servicio, en los derechos individuales, en lo que mira más allá de las fronteras de los hombres varados, cínicos, fríos, con ojos de tezontle y granito. Yo creo en el amplio país donde caben los homosexuales y los católicos y las madres solteras y los rezos privados y la laicidad pública y los que creen en Dios y los que dudan de su existencia. A ratos, triste país donde la cobardía y el crimen son pan diario y a pesar de eso lo quiero. México negro, colérico, cruel y a las vez tibio, dulce, valiente porque en sus calles viven hombres y mujeres de buena voluntad.
Yo creo en México. En el país de rosas o geranio, claveles o palomas, manos o pies, panistas o perredistas, derechas o izquierdas, saludos de victoria o puños retadores. Porque el Corán enseña que Dios nos creó de una pareja única y nos moldeó en naciones y tribus para que pudiéramos conocernos, no para que pudiéramos odiarnos. Porque debajo de los ojos de fuego y los chorros de insultos y la brutal tarea de pisar mariposas y sombras y cadáveres, hay lo que nos pertenece. Lo que vierte alegría y hace florecer júbilos. Las limpias decisiones de tantos mexicanos que saltan, paralizando el ruido mediocre de las calles, dando voces de alerta. De esperanza. De progreso. Voces para pelear contra el miedo, contra la corrupción, contra la impunidad, contra el abuso, contra el ejercicio arbitrario del poder, contra el río de fatigas.
Te declaro mi amor, magnífico país. Ojalá otros, muchos, lo hagan también. Lancen al aire o plasmen en una hoja de papel o envíen a denise.dresser@mexicanista.com aquello que aprecian de México. Esta patria, vidrio molido, patria navaja, patria rabiosa, patria melancólica, patria abandonada. Pero patria al fin. A ti te mando un corazón derretido, un torpe arrebato de ternura, una lámpara tenue frente a mis ojos, unas ganas inefables de seguir luchando afanosamente para que el alba sea alba y México pueda ser lo que me imagino. Porque como dice mi amiga la chef Martha Ortiz Chapa, y lo repito todos los días al usar las palabras como espada desenvainada: siempre me gustó ser mexicana; siempre me gustó ser mexicana.
Y de allí la importancia, advertida por Boris Pasternak, de retomar nuestros deberes ante el infortunio: creer y actuar. De reflexionar aunque solo sea un momento en las siguientes preguntas: ¿Cuáles son las palabras que capturan sus creencias más fundamentales? ¿Puede nombrar un principio que guía su vida? ¿Cuál es la verdad descubierta que lo sigue alentando? Si se preguntara "¿en qué creo?", ¿cuál sería su respuesta? Planteo estas interrogantes con la idea -como lo hizo National Public Radio en Estados Unidos- de reunir ideas para escribir una especie de himno nacional, una celebración de la multiplicidad, una cartografía de nuestras convicciones colectivas, una carta de amor al país que llevamos debajo de la piel. Una forma de trascender lo que nos divide para recolectar aquello que nos une a pesar de las preferencias políticas, los prejuicios, el género, la edad, el camino andado.
Se trata de decir yo creo en México. Creo en la poesía de Efraín Huerta. En los hombres del alba y las mil voces descompuestas por el frío y el hambre. Creo en el país bello como camelia y triste como lágrima. En la ronca miseria y la gris melancolía. Amplio, rojizo, cariñoso, país mío. Lugar de ríos y lagos y campos enfermos de amapolas y montañas erizadas de espinas. Yo pienso en el futuro nuestro, en la espiga, en el grano de trigo, en el ancho corazón mexicano de piedra y aire.
Mi gran país, un criadero de claras fortalezas. La valentía de Carmen Aristegui. El compromiso de Lydia Cacho. La memoria de Germán Dehesa. La buena huella de Carlos Monsiváis. La inteligencia de Lorenzo Meyer. El tesón de Sergio Aguayo. La generosidad de Consuelo Sáizar. La amistad de Rossana Fuentes Berain. La visión de Manuel Arango. El compromiso de Marta Lamas. País duradero entre penas y esperanzas carcomidas, gracias a esos mexicanos de alto cielo con vida que nos dan luz y sustento. Mexicanos que son acero y alma y alimento diario.
Yo creo en el patriotismo, en la justicia social, en la creatividad, en la participación, en el servicio, en los derechos individuales, en lo que mira más allá de las fronteras de los hombres varados, cínicos, fríos, con ojos de tezontle y granito. Yo creo en el amplio país donde caben los homosexuales y los católicos y las madres solteras y los rezos privados y la laicidad pública y los que creen en Dios y los que dudan de su existencia. A ratos, triste país donde la cobardía y el crimen son pan diario y a pesar de eso lo quiero. México negro, colérico, cruel y a las vez tibio, dulce, valiente porque en sus calles viven hombres y mujeres de buena voluntad.
Yo creo en México. En el país de rosas o geranio, claveles o palomas, manos o pies, panistas o perredistas, derechas o izquierdas, saludos de victoria o puños retadores. Porque el Corán enseña que Dios nos creó de una pareja única y nos moldeó en naciones y tribus para que pudiéramos conocernos, no para que pudiéramos odiarnos. Porque debajo de los ojos de fuego y los chorros de insultos y la brutal tarea de pisar mariposas y sombras y cadáveres, hay lo que nos pertenece. Lo que vierte alegría y hace florecer júbilos. Las limpias decisiones de tantos mexicanos que saltan, paralizando el ruido mediocre de las calles, dando voces de alerta. De esperanza. De progreso. Voces para pelear contra el miedo, contra la corrupción, contra la impunidad, contra el abuso, contra el ejercicio arbitrario del poder, contra el río de fatigas.
Te declaro mi amor, magnífico país. Ojalá otros, muchos, lo hagan también. Lancen al aire o plasmen en una hoja de papel o envíen a denise.dresser@mexicanista.com aquello que aprecian de México. Esta patria, vidrio molido, patria navaja, patria rabiosa, patria melancólica, patria abandonada. Pero patria al fin. A ti te mando un corazón derretido, un torpe arrebato de ternura, una lámpara tenue frente a mis ojos, unas ganas inefables de seguir luchando afanosamente para que el alba sea alba y México pueda ser lo que me imagino. Porque como dice mi amiga la chef Martha Ortiz Chapa, y lo repito todos los días al usar las palabras como espada desenvainada: siempre me gustó ser mexicana; siempre me gustó ser mexicana.
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