Desde hace años, tal vez desde que el
error de diciembrenos sumiera en la primera gran crisis de la globalización que viviera el mundo, México sufre una corrosiva lucha distributiva que no es portadora de ningún mensaje de esperanza, sino de ominosas señales de la autodestrucción que se vive ya con intensidad en el mundo de los jóvenes. A diferencia de lo que sugerían los clásicos del desarrollo y de la propia experiencia histórica internacional, esta confrontación por el excedente social no induce a los capitalistas a buscar nuevas formas de productividad ni da a los trabajadores expectativas de mejoramiento en el ingreso, las prestaciones o la seguridad social y laboral. Más bien, ha propiciado todo lo contrario. Por un lado, los empresarios de la minoría que controla la mayor parte de los excedentes que, a pesar de todo, genera la economía, han optado por redistribuir sus ganancias en contra de la inversión dentro del país y en favor de invertirlas en el exterior, tanto en destinos productivos como financieros. La factura de seguridad personal es abultada y no hace otra cosa que distorsionar todavía más el mercado de trabajo mexicano. El resto se dedica a sobrellevar el lento paso del mercado interno y, desde luego, a defenderse del abuso burocrático o fiscal, o de la agresión criminal que no hace ya distingos. Por su parte, la falta de crecimiento sostenido y alto ha gestado un mercado laboral del todo hostil al empleo digno, bien remunerado y más o menos seguro, y ha arrojado a masas crecientes de trabajadores al empleo informal, la emigración o el trabajo ilegal. Saqueado el viejo esquema sindical por las bandas corporativas y la persistente ofensiva patronal, la libertad de trabajo se trocó en libertinaje y la simulación fuente adicional de ganancias para los comerciantes del trabajo indefenso. De una dupla como ésta no puede emanar ninguna señal productiva sino, sobre todo, una ruta estrecha de evolución económica y social mediocre que aplasta las expectativas, agudiza el temor de la mayoría laboral y contrae toda ilusión de avance social que pueda sostenerse en la expansión económica. Para los jóvenes, el mensaje es cruel pero claro: aquí hay poco que hacer y lo mejor es labrarse una huída por los senderos del norte o los subterráneos del crimen organizado. Para la mayoría, incluidas aquí las clases medias profesionales o de medianos y pequeños empresarios y negociantes, el horizonte se diluye en la angustia cotidiana, el horror de la extorsión y la noticia de crueldad inaudita, que se ha vuelto costumbre nefasta para saborear el café, y la poco buena nueva de saberse vivos. La lucha de clases, fuente de progreso social según nuestros clásicos, motor añejo de las tempranas incorporaciones sociales e inclusiones políticas del pasado, se vuelve sobre sí misma hasta la implosión y traza una arena hasta hace poco inimaginada o considerada como lamentable excepción: la arena del crimen como negocio en gran escala, que arrebata los excedentes grandes y pequeños al que se atraviesa por sus ignotos radares y lo lleva a meditar sin pausa sobre la urgencia de largarse. No nos hubiera caído mal un lapso de organización de masas proletarias que por lo menos acompañara y diera aliento popular a una democracia tan tenue y nice que a la fecha no produce lo mínimo que de ella se esperaba: gobierno sólido del Estado, cauces para el conflicto y algo, tal vez ni siquiera mucho, de esperanza redistributiva. En lugar de todo esto se nos apareció el chamuco del despojo y se convirtió en reliquia depredadora una burocracia corporativa volcada a la compra y venta de protección para políticos y aspirantes. La lucha entre las clases se tornó remolino que más que levantar nos hunde.
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