DENISE DRESSER
Alonso Lujambio, el secretario de Educación Pública, tiene muchas cualidades. Es inteligente. Es bien educado. Es guapo. Ha escrito una pila de libros. Fue un magnífico consejero en el Instituto Federal Electoral y un buen presidente del Instituto Federal de Acceso a la Información. Porque está consciente de eso, ha decidido que el lema de su campaña presidencial sea “El tamaño sí importa”, en una clara alusión a su estatura intelectual y física. Lujambio piensa que si se le contrasta con el puntero Enrique Peña Nieto, el panista sale ganando. Y quizás en función de las mediciones de Lujambio, tenga razón: posee mejores grados académicos, mejores habilidades retóricas, mejores peinados que sus contrincantes. Pero esos no son ni deberían ser los criterios más importantes para elegir al próximo presidente de México.
El siguiente inquilino de Los Pinos debe contar con un diagnóstico honesto de la situación del país y soluciones para transformarlo. Debe entender la gravedad de la coyuntura actual y cómo afrontarla. Debe comprender el imperativo de encarar problemas que México viene arrastrando desde hace mucho tiempo, y que el PAN con frecuencia ha pateado para adelante. Debe tener fuego en la panza. Y eso es precisamente lo que a Alonso Lujambio le falta. Indignación, audacia, coraje, visión. Porque piensa que las cosas en el país no están tan mal, que la administración de Felipe Calderón ha sido “excelente”, que “vivimos en un estado de derecho”, que el PAN “siempre le ha demostrado a México un futuro promisorio”, que “nunca como ahora se han multiplicado y ampliado las oportunidades educativas”. André Gide escribió que lo que define a un hombre es su incapacidad para comprender, y Lujambio nunca ha comprendido la urgencia del cambio en su propio país. ¿Cómo va a confrontar los grandes problemas nacionales alguien que ni siquiera reconoce su existencia?
En alguna ocasión Lujambio me preguntó cómo estaba mi esposo y le respondí que bien, pero desesperado, porque después de vivir aquí durante 10 años –como canadiense con alma de mexicano– México permanecía paralizado, lejos de alcanzar su verdadero potencial. Lujambio me respondió: “Pues se sentiría peor si viviera en El Salvador”. La frase lo dice todo. Revela la postura existencial de alguien que se conforma y se congratula porque “por lo menos estamos mejor que El Salvador”. Evidencia la posición temperamental de alguien que coloca la vara de medición al ras del suelo y compara a México con los de abajo, no con los de arriba. Ilustra la actitud vital de alguien a quien la administración de la inactividad no le preocupa. El extraordinario rezago educativo del país no lo mantiene despierto por las noches. La evidente subyugación de la SEP al SNTE no lo enardece. Y por ello su paso por la Secretaría de Educación Pública ha sido una esperanza fallida. El gran intelecto de Lujambio no ha podido –o no ha querido– enfrentar las grandes inercias de la institución que ha usado como trampolín.
Decía Disraeli que un hombre sólo es verdaderamente grande cuando actúa desde sus pasiones y las pasiones de Lujambio no transitan por la transformación de la educación o la lucha contra el corporativismo o la contención de los poderes fácticos. No van a la raíz de los problemas. No empujan las fronteras de lo posible. A él lo que le apasiona son las ideas, los libros, los ensayos, la historia, el pasado del PAN, el papel del IFAI y las modificaciones institucionales al sistema de partidos. En esas trincheras su desempeño ha sido notable, aplaudible, loable. Pero en su encarnación actual demuestra que ya agotó sus capacidades. La visión que tiene de la democracia es demasiado estrecha, demasiado procesal, demasiado pequeña.
Lujambio ha dicho que tiene una legítima ambición de ser presidente. ¿Habría que preguntarle para qué? ¿Para seguir reiterando su reconocimiento a Elba Esther Gordillo? ¿Para continuar insistiendo en que, cuando 70 % de los maestros reprueba el Examen Nacional de Conocimientos, eso no es reflejo de una emergencia educativa, sino de “los altos estándares de la prueba”? ¿Para seguir argumentando que el fracaso del sistema educativo es culpa de los padres de familia y no de los maestros? ¿Para continuar haciendo concesiones a los intereses corporativos sin obtener gran cosa a cambio? ¿Para pedir la asesoría de la OCDE en el ámbito educativo y después archivar sus 15 recomendaciones? ¿Para seguir instrumentando cambios imperceptibles, y de esa manera evitar la confrontación? ¿Para continuar enfatizando la imagen en vez de la sustancia? ¿Para seguir pagando millones de pesos a la televisión y así aparecer en programas como Ventaneando, Venga mi alegría, Vida al límite?
En aras de construir su candidatura presidencial, Lujambio ha desatado una andanada de críticas al PRI, muchas de ellas certeras: “Jorge Hank Rhon se ha hecho rico y ha violentado el orden jurídico”. Los priistas “pactan con el narco, siguiendo la filosofía de Sócrates, pero de Sócrates Rizzo”. Enrique Peña Nieto no puede “debatir sin chicharito y sin teleprompter”. “Nosotros sacamos al PRI de la caverna antidemocrática”. Y aunque se aprecia el pugilismo verbal del precandidato panista, sólo ahonda la brecha entre lo que critica y lo que ha hecho; entre lo que dice y cómo ha actuado; entre la disposición a subirse al escenario y la renuencia a combatir el legado del priismo desde la Secretaría de Educación.
Muchos quisiéramos ver a un Alonso Lujambio distinto, pero en los últimos años se ha conformado con la ambición de aparecer, en vez de hacer. Se ha contentado con usar las palabras para atacar al PRI, pero no para decir qué haría de manera diferente al partido que denuesta. Ha exaltado su tamaño vis a vis Enrique Peña Nieto, sin ponerlo al servicio de las mejores causas que alguna vez apoyó. Pero quizás quienes pensamos que Lujambio da para más nos equivocamos. Quizás su disposición para preservar es más importante que su habilidad para proponer o mejorar. Jean Monnet escribió que el mundo está dividido entre los que quieren ser alguien y los que quieren lograr algo. Y parecería que Alonso Lujambio es de los segundos. Tiene el tamaño pero no el fuego en la panza
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