Los peruanos están exhaustos. Exhaustos y también visiblemente perturbados por la posibilidad de que gane el de enfrente, el otro, el candidato que a los ojos de cada uno, representa todo lo que sería fatal, desgraciado, inadmisible. Al menos en Lima, los ciudadanos parecen tener fija y bien puesta su propia fobia. Ollanta Humala representa el miedo al despeñadero económico, el chavismo embozado, el retroceso populista. Keiko Fujimori, la corrupción, el retorno de la oligarquía incontinente que no conoce límite, siquiera, en los derechos humanos. La empresa Ipsos midió el estado de ánimo de los peruanos: 40% nunca votaría por el coronel radical y de escasas credenciales democráticas; 39% de ellos jamás lo haría por la hija del ex presidente preso por crímenes de lesa humanidad. Ante tan dura polarización, resulta curioso que los limeños, al ser increpados, casi siempre coincidan en algo: sin demasiado entusiasmo elegirán a quien —surgido del azar y de las leyes de la doble vuelta— será capaz de detener a la amenaza peor. Como afirman varios comentaristas muy influyentes: aquí no se vota, “se anti-vota”, es decir, se vota para cerrar el paso, evitar e impedir. El carnaval electoral peruano está a punto de cumplir un año y su trayectoria informa muy bien de las patologías típicas de la segunda vuelta en estas condiciones imposibles: al arrancar, todas las candidaturas se entregaron a un concurso desenfadado de irresponsabilidad y vanidad personal. Once partidos escuálidos —más que partidos, “movimientos-redes”, aventuras electorales de sus líderes— se entregaron a un alegre juego en el que las opciones conocidas y experimentadas (ex alcaldes, ex ministros, ex presidentes) se atomizaron, rivalizando entre sí, pulverizando de ese modo al voto moderado y centrista. En la expresiva y veleidosa primera vuelta, los centristas se dedicaron a figurar, a singularizar su propia y especial candidatura, lo que acabó abriendo las compuertas a las opciones provenientes del extremo. Cualquier alianza de los políticos centristas garantizaba el pase a segunda vuelta por sobre la candidata de Fuerza 2011, pero ninguno estuvo dispuesto renunciar a su aspiración y de ese modo, el fujimorismo resucitó con fuerza. Lo que siguió fue un periodo de dos meses intensos que hoy mismo libra su batalla decisiva. La segunda vuelta se volvió un territorio de crueles paradojas: mientras ambos candidatos buscan acomodarse en el impreciso “centro político”, moderando sus programas y proclamas, la propaganda negativa, el recurso de sembrar el miedo y el odio hacia el otro, vivió su momento estelar: Ollanta, el sicópata aliado de los narcos; Fujimori, la hija que consintió las torturas a su madre enferma. Lo más cruel, sin embargo, ocurre en el alma y cerebro de los votantes peruanos: optar por Fujimori es apelar al recuerdo de la férrea administración que pudo domar la hiperinflación, que pudo someter al indecible terrorismo de Sendero Luminoso y que produjo una nueva Constitución; y significa votarle con plena conciencia y memoria —de eso se ha encargado la coalición contraria_ del estilo autoritario, de los millones de dólares robados de las arcas públicas, la corrupción y la demolición sistemática de los derechos humanos. Por su parte, Ollanta es una seria hipótesis de riesgo, un boleto hacia el cambio incierto conducido por una izquierda amateur y sin experiencia de gobierno; representa la posibilidad de la injerencia de Caracas en los asuntos internos; es arriesgar un modelo económico que, al menos, produce mucho crecimiento (y bienestar a cuentagotas), estabilidad y una creación de expectativas que hace décadas no sentían los peruanos, sobre todo en Lima metropolitano (que concentra nada más que 34% de la población total). En medio de esas tribulaciones políticas y morales, el Perú vota hoy. En este momento, nadie puede anticipar ni remotamente al ganador de la jornada. Todas las encuestas arrojan resultados que caen inevitablemente en el margen del error estadístico. Y por si fuera poco, la configuración real del resultado se antoja cardiaca y difícil de explicar, puesto que la polarización política ha adquirido una expresión dramáticamente territorial. Basten estos datos provenientes de la primera vuelta: en la provincia de Puno, Ollanta obtuvo 63% de los votos, pero en el exclusivo municipio de San Isidro recogió con penas, 5% del total. Setecientos cuarenta mil peruanos empadronados, residentes en el extranjero, han mostrado su clara propensión por la señora Fujimori, pero la población rural, los habitantes de las regiones más remotas, optan al unísono por Humala (en el distrito de Amazonas, por ejemplo, el coronel obtuvo 99% de la votación). Una sola cosa es segura: la, el próximo Presidente no tendrá luna de miel con el país; la segunda vuelta ha provocado demasiado encono y demasiadas heridas como para esperar reconciliación y algo de cooperación. Si es Ollanta, contará con una bancada en el Congreso —integrada ya en la primera vuelta— equivalente a 36% de los diputados. Y si es Keiko Fujimori, tendrá sólo 28% del Congreso. Tras el colapso de sus partidos, la política peruana ha quedado en manos de “personalidades” y movimientos que mueren y resucitan según el humor de los poderes fácticos y el capricho de sus patrocinadores. Sea quien fuere el próximo mandatario, tendrá enfrente y en contra no sólo a los magníficos Andes, sino a la otra mitad del país.
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