Han pasado 40 años. Se escribe rápido. En aquel entonces un grupo de compañeros que estudiábamos en el tercer semestre de la carrera de sociología en la UNAM decidimos ir a la marcha. Deliberamos, porque había diferentes posiciones entre quienes eran los dirigentes estudiantiles: quienes decían que la marcha ya no tenía sentido puesto que se había solucionado el conflicto en la Universidad Autónoma de Nuevo León, y quienes insistían en que salir a las calles resultaba necesario porque el arreglo les parecía insuficiente y la agenda era más amplia.
En Nuevo León el conflicto se inició cuando el Congreso del estado aprobó una Ley Orgánica para la UANL cuya máxima autoridad sería una Asamblea Popular de Gobierno integrada por representantes de organizaciones obreras, campesinas, del Patronato Universitario, de la prensa, la radio y la televisión, alumnos, maestros, representantes de la industria, del comercio, del Congreso local y de los "profesionales organizados". Suena y sonaba como el experimento de un aprendiz de brujo o peor aún de un pirómano. Por si fuera poco a dicha Asamblea no se le ocurrió nada mejor que designar como nuevo rector a un médico militar, por lo que en la Universidad se expandió una huelga en demanda del respeto a la autonomía y la facultad de los universitarios para nombrar a sus propias autoridades. Las semanas pasaban, se produjeron algunos enfrentamientos, varias escuelas y facultades fueron "rescatadas" por la policía. Y finalmente, el secretario de Educación, fungiendo como "conciliador", logró que el Congreso del estado expidiera una nueva Ley Orgánica, tras lo cual renunció no sólo el rector sino también el gobernador del estado.
Discutimos entre nosotros y, a pesar de que en Nuevo León la huelga había llegado a su fin, decidimos que no podíamos faltar a la marcha. Y hacia allá nos dirigimos. Llegamos al Casco de Santo Tomás, Iris Santacruz (secretaria general de la UAM), María Novaro (cineasta), Gonzalo Infante (documentalista), Mario Huacuja (funcionario de la Fepade), Luis Giménez-Cacho (en el IFE), y yo (si alguien se me olvidó, disculpas). (Los oficios entre paréntesis, por si algún despistado lee esto, no son los de entonces sino los de ahora). Nos formamos en el segundo destacamento, con nuestros compañeros de la Facultad de Ciencias Políticas, sólo atrás de la Escuela de Economía que abría la marcha y nos dispusimos a emprender el recorrido que debía llegar al Monumento a la Revolución. Las consignas lo abarcaban todo, desde el apoyo a los estudiantes neoloneses hasta la democratización de la enseñanza, desde gritos contra los porros hasta mantas por la libertad de los presos políticos. La marcha era pacífica.
Luego de un breve intercambio de palabras entre quienes encabezaban la marcha y los jefes de la policía, que observamos desde lejos, salimos por avenida de los Maestros a paso lento. Entre gritos, lemas, mantas desplegadas, los estudiantes estábamos de nuevo en las calles, pero al intentar dar vuelta en la calzada México-Tacuba un grupo de jóvenes, armados con cañas de bambú, atacaron a la avanzada de la manifestación. Se abrieron paso entre los granaderos (o mejor dicho los granaderos los dejaron pasar). Rápidamente, en fracciones de segundos (así parecieron), nos topamos con la arremetida de esos jóvenes vociferantes que pegaban a quienes tenían enfrente. Se empezaron a escuchar disparos y los integrantes de la marcha salimos corriendo en todas direcciones. Muchos nos refugiamos en la Normal Superior. Se oían balazos, alaridos, órdenes a las que nadie hacía caso y el nerviosismo se expandía como una ola creciente. El miedo y la rabia se confundían.
Después nos enteramos de que los agresores eran un grupo paramilitar denominado Los Halcones y que la intención de los autores intelectuales del ataque era hacer pasar el enfrentamiento como un zafarrancho entre estudiantes. Fueron los reporteros de la prensa los que con sus testimonios desarmaron la patraña que se quería urdir y los que abrieron la puerta para que la auténtica versión de los hechos caminara con una cierta celeridad: los estudiantes habíamos sido víctimas de una embestida orquestada con toda alevosía, premeditación y ventaja. Poco a poco se fue dando a conocer quiénes eran los responsables de Los Halcones, en dónde se entrenaban, cómo habían sido constituidos como un grupo paramilitar.
Diferentes cifras de muertos y heridos se han dado. Pero cada uno de los estudiantes asesinados simple y llanamente no debió morir. Fueron el autoritarismo y la paranoia los resortes que desataron esa matanza estúpida y traidora. Estúpida por gratuita, por innecesaria. Traidora, porque en el origen, quienes la orquestaron pensaron que se saldrían con la suya confundiendo a la opinión pública.
¿Y está remembranza a qué viene?, se preguntará alguien y con razón. Bueno, porque "la marmórea losa del olvido no tardará en caer para sepultar todos los recuerdos" (Roberto Ampuero, La otra mujer, Norma, 2010).
En Nuevo León el conflicto se inició cuando el Congreso del estado aprobó una Ley Orgánica para la UANL cuya máxima autoridad sería una Asamblea Popular de Gobierno integrada por representantes de organizaciones obreras, campesinas, del Patronato Universitario, de la prensa, la radio y la televisión, alumnos, maestros, representantes de la industria, del comercio, del Congreso local y de los "profesionales organizados". Suena y sonaba como el experimento de un aprendiz de brujo o peor aún de un pirómano. Por si fuera poco a dicha Asamblea no se le ocurrió nada mejor que designar como nuevo rector a un médico militar, por lo que en la Universidad se expandió una huelga en demanda del respeto a la autonomía y la facultad de los universitarios para nombrar a sus propias autoridades. Las semanas pasaban, se produjeron algunos enfrentamientos, varias escuelas y facultades fueron "rescatadas" por la policía. Y finalmente, el secretario de Educación, fungiendo como "conciliador", logró que el Congreso del estado expidiera una nueva Ley Orgánica, tras lo cual renunció no sólo el rector sino también el gobernador del estado.
Discutimos entre nosotros y, a pesar de que en Nuevo León la huelga había llegado a su fin, decidimos que no podíamos faltar a la marcha. Y hacia allá nos dirigimos. Llegamos al Casco de Santo Tomás, Iris Santacruz (secretaria general de la UAM), María Novaro (cineasta), Gonzalo Infante (documentalista), Mario Huacuja (funcionario de la Fepade), Luis Giménez-Cacho (en el IFE), y yo (si alguien se me olvidó, disculpas). (Los oficios entre paréntesis, por si algún despistado lee esto, no son los de entonces sino los de ahora). Nos formamos en el segundo destacamento, con nuestros compañeros de la Facultad de Ciencias Políticas, sólo atrás de la Escuela de Economía que abría la marcha y nos dispusimos a emprender el recorrido que debía llegar al Monumento a la Revolución. Las consignas lo abarcaban todo, desde el apoyo a los estudiantes neoloneses hasta la democratización de la enseñanza, desde gritos contra los porros hasta mantas por la libertad de los presos políticos. La marcha era pacífica.
Luego de un breve intercambio de palabras entre quienes encabezaban la marcha y los jefes de la policía, que observamos desde lejos, salimos por avenida de los Maestros a paso lento. Entre gritos, lemas, mantas desplegadas, los estudiantes estábamos de nuevo en las calles, pero al intentar dar vuelta en la calzada México-Tacuba un grupo de jóvenes, armados con cañas de bambú, atacaron a la avanzada de la manifestación. Se abrieron paso entre los granaderos (o mejor dicho los granaderos los dejaron pasar). Rápidamente, en fracciones de segundos (así parecieron), nos topamos con la arremetida de esos jóvenes vociferantes que pegaban a quienes tenían enfrente. Se empezaron a escuchar disparos y los integrantes de la marcha salimos corriendo en todas direcciones. Muchos nos refugiamos en la Normal Superior. Se oían balazos, alaridos, órdenes a las que nadie hacía caso y el nerviosismo se expandía como una ola creciente. El miedo y la rabia se confundían.
Después nos enteramos de que los agresores eran un grupo paramilitar denominado Los Halcones y que la intención de los autores intelectuales del ataque era hacer pasar el enfrentamiento como un zafarrancho entre estudiantes. Fueron los reporteros de la prensa los que con sus testimonios desarmaron la patraña que se quería urdir y los que abrieron la puerta para que la auténtica versión de los hechos caminara con una cierta celeridad: los estudiantes habíamos sido víctimas de una embestida orquestada con toda alevosía, premeditación y ventaja. Poco a poco se fue dando a conocer quiénes eran los responsables de Los Halcones, en dónde se entrenaban, cómo habían sido constituidos como un grupo paramilitar.
Diferentes cifras de muertos y heridos se han dado. Pero cada uno de los estudiantes asesinados simple y llanamente no debió morir. Fueron el autoritarismo y la paranoia los resortes que desataron esa matanza estúpida y traidora. Estúpida por gratuita, por innecesaria. Traidora, porque en el origen, quienes la orquestaron pensaron que se saldrían con la suya confundiendo a la opinión pública.
¿Y está remembranza a qué viene?, se preguntará alguien y con razón. Bueno, porque "la marmórea losa del olvido no tardará en caer para sepultar todos los recuerdos" (Roberto Ampuero, La otra mujer, Norma, 2010).
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