Existen por lo menos dos fórmulas tradicionales para evaluar un cambio: a) contra lo que antes existía o b) contra nuestras expectativas.
Pongo un ejemplo -que no es más que eso- del paleolítico inferior. En 1975 algunos miles de profesores universitarios, agrupados en el SPAUNAM, iniciamos una huelga en busca de la firma de un contrato colectivo de trabajo que regulara las relaciones y condiciones laborales de los académicos. Luego de una semana, logramos el acuerdo con las autoridades para la creación de un Título de las Condiciones Gremiales del Personal Académico que sería negociado bilateralmente entre representantes de la Rectoría y las asociaciones laborales de los profesores, pero sin que ninguna tuviera la titularidad. De cara a la situación anterior era un paso adelante, juzgado contra las expectativas resultaba frustrante. Y hubo por supuesto esas dos apreciaciones, filtradas por dos cristales distintos. Los que celebramos el paso adelante y los que se enojaron porque no habíamos alcanzado cabalmente nuestro objetivo.
Desde entonces a esos lentes los he visto reaparecer una y otra vez, conflicto tras conflicto, reforma tras reforma, e imagino que resulta ingenuo pensar que en algún momento desaparecerán, podrán ser conjugados o uno arrasará al otro. No es que una visión "objetiva" no los pueda armonizar (por supuesto que ello es posible e incluso deseable), sino que para fines políticos -prácticos- los énfasis en uno y otro acaban por modelar el estado de ánimo de aquellos que quieren ofrecer sentido a las "cosas" sucedidas.
Otro ejemplo, ahora no tan remoto. Las elecciones de 1988 significaron un enorme avance en el desarrollo e implantación de la izquierda mexicana en el mundo institucional (comparado con el 10 por ciento de la votación inercial que el conjunto de los partidos de izquierda había obtenido en las elecciones de 1979, 1982 y 1985); pero, por supuesto, comparado contra la expectativa de ganar la Presidencia de la República (además empañada por la forma inescrupulosa y falaz en la que se procesaron los resultados electorales), la jornada electoral y su secuela tenían que verse como una fuerte decepción.
No sigo con ejemplos para no aburrir al respetable. Para los que creen en los avances parciales, en los pasos sucesivos, en el gradualismo de los cambios, el referente suele ser la situación anterior; mientras que para los que desean y ensueñan un cambio a la altura de sus expectativas, toda reforma carece de sabor y todo pequeño cambio no es sino más de lo mismo.
Al paso de los años creo además reconocer que entre los primeros suele estar presente una fuerte pulsión pesimista que supone que las "cosas" siempre pueden ir a peor, por lo que valorar y acompañar así sea cambios mínimos en un rumbo -que a uno le parece- virtuoso, tiene sentido. Mientras tanto, los optimistas, que creen o peor aún, que presumen saber que el futuro tiene que ser luminoso, que estamos destinados (antes se decía por el progreso) a una realidad mejor, toda pequeña modificación aún en la buena dirección, siempre será poco, insignificante, hasta despreciable.
De esa manera y en forma paradójica, los pesimistas de vez en vez recibimos alguna buena noticia, porque acarreamos la intuición de que lo existente puede descomponerse, estropearse, degradarse, mucho más de lo que ya está; mientras que los optimistas -más si son radicales- nunca hallan satisfacción por nada, todo queda por debajo de sus esperanzas. No encuentran una noticia a la altura de sus ilusiones.
Lucien Jerphagnon escribe que desde niño "lo vacunaron -y acunaron- contra el optimismo", y que por ello "estaba menos expuesto que otros a las decepciones y a sus secuelas, siempre penosas y a veces incluso incapacitantes". En la narrativa familiar las cosas siempre estaban destinadas a ir de mal en peor, por lo cual no había que hacerse falsas ilusiones. De ahí que ese pesimismo se convirtiera en la fuente de un "realismo sin ilusiones" pero también en el manantial de algunas gratas noticias (Elogio del pesimismo, Barril & Barral, Barcelona, 2010).
Es el sentimiento de que lo peor siempre puede suceder, la convicción de que la metáfora de que las cosas están tocando fondo no es más que el consuelo del optimista sempiterno (como decía el filósofo Carlos Pereyra), la intuición de que si el hoy no nos gusta el futuro puede ser incluso más inclemente, lo que tiende a hacer del pesimista un reformista, alguien capaz de aquilatar incluso cambios mínimos siempre y cuando no causen daño; lo que le hace ver con un poco de pena y otro poco de envidia la enjundia transformadora del resplandeciente optimista.
A fin de cuentas y luego de la historia transcurrida y sus promesas de redención y hermandad universales convertidas en una pesadilla en la tierra, de las desgracias recurrentes, de los infiernos empedrados de buenas intenciones, quizá lo único que queda es pensar que "el mejor de los mundos es sólo el menos malo" (V. Jankelevitch).
Pongo un ejemplo -que no es más que eso- del paleolítico inferior. En 1975 algunos miles de profesores universitarios, agrupados en el SPAUNAM, iniciamos una huelga en busca de la firma de un contrato colectivo de trabajo que regulara las relaciones y condiciones laborales de los académicos. Luego de una semana, logramos el acuerdo con las autoridades para la creación de un Título de las Condiciones Gremiales del Personal Académico que sería negociado bilateralmente entre representantes de la Rectoría y las asociaciones laborales de los profesores, pero sin que ninguna tuviera la titularidad. De cara a la situación anterior era un paso adelante, juzgado contra las expectativas resultaba frustrante. Y hubo por supuesto esas dos apreciaciones, filtradas por dos cristales distintos. Los que celebramos el paso adelante y los que se enojaron porque no habíamos alcanzado cabalmente nuestro objetivo.
Desde entonces a esos lentes los he visto reaparecer una y otra vez, conflicto tras conflicto, reforma tras reforma, e imagino que resulta ingenuo pensar que en algún momento desaparecerán, podrán ser conjugados o uno arrasará al otro. No es que una visión "objetiva" no los pueda armonizar (por supuesto que ello es posible e incluso deseable), sino que para fines políticos -prácticos- los énfasis en uno y otro acaban por modelar el estado de ánimo de aquellos que quieren ofrecer sentido a las "cosas" sucedidas.
Otro ejemplo, ahora no tan remoto. Las elecciones de 1988 significaron un enorme avance en el desarrollo e implantación de la izquierda mexicana en el mundo institucional (comparado con el 10 por ciento de la votación inercial que el conjunto de los partidos de izquierda había obtenido en las elecciones de 1979, 1982 y 1985); pero, por supuesto, comparado contra la expectativa de ganar la Presidencia de la República (además empañada por la forma inescrupulosa y falaz en la que se procesaron los resultados electorales), la jornada electoral y su secuela tenían que verse como una fuerte decepción.
No sigo con ejemplos para no aburrir al respetable. Para los que creen en los avances parciales, en los pasos sucesivos, en el gradualismo de los cambios, el referente suele ser la situación anterior; mientras que para los que desean y ensueñan un cambio a la altura de sus expectativas, toda reforma carece de sabor y todo pequeño cambio no es sino más de lo mismo.
Al paso de los años creo además reconocer que entre los primeros suele estar presente una fuerte pulsión pesimista que supone que las "cosas" siempre pueden ir a peor, por lo que valorar y acompañar así sea cambios mínimos en un rumbo -que a uno le parece- virtuoso, tiene sentido. Mientras tanto, los optimistas, que creen o peor aún, que presumen saber que el futuro tiene que ser luminoso, que estamos destinados (antes se decía por el progreso) a una realidad mejor, toda pequeña modificación aún en la buena dirección, siempre será poco, insignificante, hasta despreciable.
De esa manera y en forma paradójica, los pesimistas de vez en vez recibimos alguna buena noticia, porque acarreamos la intuición de que lo existente puede descomponerse, estropearse, degradarse, mucho más de lo que ya está; mientras que los optimistas -más si son radicales- nunca hallan satisfacción por nada, todo queda por debajo de sus esperanzas. No encuentran una noticia a la altura de sus ilusiones.
Lucien Jerphagnon escribe que desde niño "lo vacunaron -y acunaron- contra el optimismo", y que por ello "estaba menos expuesto que otros a las decepciones y a sus secuelas, siempre penosas y a veces incluso incapacitantes". En la narrativa familiar las cosas siempre estaban destinadas a ir de mal en peor, por lo cual no había que hacerse falsas ilusiones. De ahí que ese pesimismo se convirtiera en la fuente de un "realismo sin ilusiones" pero también en el manantial de algunas gratas noticias (Elogio del pesimismo, Barril & Barral, Barcelona, 2010).
Es el sentimiento de que lo peor siempre puede suceder, la convicción de que la metáfora de que las cosas están tocando fondo no es más que el consuelo del optimista sempiterno (como decía el filósofo Carlos Pereyra), la intuición de que si el hoy no nos gusta el futuro puede ser incluso más inclemente, lo que tiende a hacer del pesimista un reformista, alguien capaz de aquilatar incluso cambios mínimos siempre y cuando no causen daño; lo que le hace ver con un poco de pena y otro poco de envidia la enjundia transformadora del resplandeciente optimista.
A fin de cuentas y luego de la historia transcurrida y sus promesas de redención y hermandad universales convertidas en una pesadilla en la tierra, de las desgracias recurrentes, de los infiernos empedrados de buenas intenciones, quizá lo único que queda es pensar que "el mejor de los mundos es sólo el menos malo" (V. Jankelevitch).
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