ROLANDO CORDERA CAMPOS
Los desplantes del gobierno parecen no tener fin. Puede fallar flagrantemente (término de moda) en la persecución de un personaje del que nadie quiere hacerse cargo, para luego lanzar al mundo, en una ceremonia de graduación en California, teorías políticas descabelladas sobre la autocracia en la Tierra y el valor de David frente a Goliat. La genealogía de todo este desvarío está por hacerse, pero es seguro que poco o nada tiene que ver con los pastelazos de Stanford.
El contexto de la sucesión presidencial se complica con los días y lo deseable sería, a los ojos del poder presidencial encabezado por Felipe Calderón, que el proceso pudiera detenerse en algún punto del tiempo para dar lugar a un espacio de concertación a la vieja usanza: poblado de intereses corporativos carentes de legitimidad y sustento, y con una clara disposición a vender caro el amor al Estado por los votos necesarios para asegurar la continuidad de un pacto de dominación que no le asegura nada a los más y poco, en el tiempo, a los muy pocos. De aquí los desatinos publicitarios de los aspirantes a suceder a Calderón en su partido, y los despropósitos del Presidente en un escenario que lo poco que le reclama es prudencia y sensatez, y menos abusos de memorias maquilladas.
Se insiste en que esta búsqueda no es del agrado del Presidente. Que la admisión de estas connivencias con lo peor del corporativismo, encarnado en el SNTE, es de alto costo para él y sus cohortes, que no pueden mantener la cara en alto cuando alguien les reclama su complicidad con la “tragedia silenciosa” (Guevara dixit), que se ha vuelto escándalo y bochorno público para cualquier ciudadano del común, convencido de que la educación cuenta para algo más que para llenar urnas o espacios para familias obligadas a trabajar donde y cuando se pueda. Pero el presupuesto manda y lo que la rosca magisterial se levanta es no sólo bochornoso sino inadmisible en cualquier contexto republicano. Todos, sin excepción, llevamos hoy a cuestas la vergüenza de una educación pública básica sometida a la peor compraventa de protección, que no pasa ni tiene por qué pasar por el tamiz de la calidad o la responsabilidad educativa. El “dejar hacer, dejar pasar”, en educación sólo tiene explicación en un Estado nacional pretendidamente republicano si se atiende al hecho de que las elites de tal Estado decidieron, desde hace mucho, que la educación pública era prescindible para ellas y, al final de cuentas, para la nación toda, cuya perspectiva no podía ser otra que la de formar parte del gran taller mundial de la maquila.
En la educación podemos encontrar sin falta muestras abrumadoras del desvarío nacional en que desembocó la otrora promisoria transición a la economía global y a la democracia representativa. Sin coordenadas seguras o atendibles por parte de una población agotada por la incertidumbre y la debacle económica, la sociedad nacional junto con los mandatarios de su Estado miró al exterior e imaginó que la apertura y la globalización, condensadas en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, podría darles un horizonte creíble y transitable. No ocurrió así y lo que hoy se tiene son regiones encendidas y sofocadas por la violencia, y grupos gobernantes que no saben qué hacer, mucho menos qué proponer a sus comunidades inundadas por el miedo. Comprometer a las fuerzas armadas nacionales en este galimatías jurídico y político no puede sino redundar en su corrosión y deterioro, que no puede ser sino el del Estado mismo.
El país, nos dice el filósofo Guillermo Hurtado en reciente entrega, ha perdido el sentido de la existencia colectiva: “A los mexicanos nos falta cohesión, dirección y confianza. Cuando una colectividad carece de sentido, ha perdido su razón de ser, ha olvidado qué respetar, ha perdido el rumbo”.
Y agrega: “La búsqueda de un nuevo sentido de nuestra existencia va de la mano de la transformación de nuestra democracia. Sin una mejor democracia no tendremos un nuevo sentido colectivo, y sin un nuevo sentido no podremos impulsar la democracia… Tenemos que emprender una nueva transición que lleve las prácticas y los valores de la democracia a todos los rincones de nuestro espacio público. Una condición necesaria para esta transición es que llevemos a cabo una profunda reforma moral de la sociedad” (México sin sentido, UNAM-Siglo XXI, México, 2011)
Asumir diagnósticos como el esbozado no es moneda corriente en el actual espíritu público mexicano. Lo que prima es su menosprecio y la apuesta contra cualquier ruta de renovación que obligue a asumir la dimensión moral e intelectual de la crisis de México. Sin ello, seguiremos sin rumbo
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