Extraviados en una transición que sólo los optimistas pueden calificar de inconclusa, los actores del drama político se regodean en el escándalo cotidiano y de la mano con los mandarines de la conducción económica prefieren imaginar que lo peor ya pasó. Para el resto de la sociedad esta andanada de optimismo ramplón no suena sino a escarnio, mientras la burla que acompaña al escándalo del día se ensaña contra la sensibilidad de los más débiles carentes de voz, pero renuentes a admitir que se siga hablando por ellos impunemente.
La fase final del viejo régimen, que amenazaba con eternizarse y volverse zombi voraz y depredador de hombres e instituciones por igual, se asoma con la peor de sus caras: el cinismo que se engrandece con la impunidad que justifica todo lo demás y apela a la razón de un Estado que carece de ella. Las confesiones de un ex presidente sirven para inhabilitarlo y el mensajero acaba reo de ¡corrupción de mayores!
La chusquería ambiente, sin embargo, no sirve ya ni como placebo, porque todos sospechamos que lo peor no ha pasado porque ni siquiera ha llegado, ni en la economía que sólo produce pobres y desempleo, ni en la política donde ya no se produce asombro o indignación, sino tedio mayúsculo cuando no la resignación, que anuncia la opción por la renuncia a toda forma de vida pública o comunitaria: la antesala de la corrosión final de un orden que no pudo recomponerse porque sus arquitectos se tomaron demasiado en serio la fórmula de Lampedusa de que hay que cambiar todo para que nada cambie. Jugar al Gatopardo con fichas de Turista fue, tal vez, el pecado capital de quienes vieron en la transición a la democracia la oportunidad de conservar el poder con sólo un retoque de votos supuestamente bien contados.
Que los votos cuenten y se cuenten: esa era la consigna elemental de los transinautas del momento. Pero no se tomó en cuenta que una cosa, contar los votos, no llevaba necesariamente a la otra: que los votos contaran, y ahí empezó el desvarío que se estrelló en 2006 cuando se llegó a la infeliz conclusión de que ni una ni otra de estas operaciones fundadoras tenía el menor sentido.
De ahí en adelante, el país entró en el terreno minado de la ilegitimidad de Estado, instituciones y dirigentes, hasta que empezaron a estallar todo tipo de bombas: la criminalidad cebada en la corrupción judicial; la corrupción política blindada por una impunidad sistémica; la corrosión social exacerbada por una crisis económica global que no hace sino ilustrar cotidianamente nuestras profundas debilidades productivas e institucionales.
En estas estamos y no hay punto de fuga a la mano. Un escándalo no saca a otro escándalo, ni nos lleva a olvidar el anterior. Todo se acumula en la memoria y el imaginario a medio hacer de una sociedad transformada en su demografía y transfigurada en su cultura básica, gracias a las mudanzas político-económicas de los últimas décadas, pero sin cauce claro ni expectativas asentadas en logros mínimos de bienestar colectivo en la salud o la seguridad.
El miedo al Estado y sus crisis recurrentes, que recorrió los setentas y ochentas del siglo pasado, se volvió repudio militante gracias al vacuo discurso de los transitócratas, y de ahí pasamos sin mayor trámite a un ilusorio reino de las autonomías de todo tipo que ahora hacen agua por todas partes: un federalismo harapiento que se comió lo que quedaba de la gallina petrolera; un sistema electoral poblado por muertos en vida: partidos, consejeros, magistrados, medios de comunicación de masas que sólo disputan las migajas millonarias de las prerrogativas y los infames emolumentos; un sistema financiero alejado del crédito a la producción y aferrado a las prebendas vestidas de comisiones y a la deuda pública; una economía acostumbrada a no crecer y ahora sumida en un paro técnico que amenaza volverse general y progresivo. El laberinto de la soledad por fin, sin ningún coronel al que escribirle.
Pasó lo peor: agenda máxima, utopía destructiva de un desolador fin de régimen.
La fase final del viejo régimen, que amenazaba con eternizarse y volverse zombi voraz y depredador de hombres e instituciones por igual, se asoma con la peor de sus caras: el cinismo que se engrandece con la impunidad que justifica todo lo demás y apela a la razón de un Estado que carece de ella. Las confesiones de un ex presidente sirven para inhabilitarlo y el mensajero acaba reo de ¡corrupción de mayores!
La chusquería ambiente, sin embargo, no sirve ya ni como placebo, porque todos sospechamos que lo peor no ha pasado porque ni siquiera ha llegado, ni en la economía que sólo produce pobres y desempleo, ni en la política donde ya no se produce asombro o indignación, sino tedio mayúsculo cuando no la resignación, que anuncia la opción por la renuncia a toda forma de vida pública o comunitaria: la antesala de la corrosión final de un orden que no pudo recomponerse porque sus arquitectos se tomaron demasiado en serio la fórmula de Lampedusa de que hay que cambiar todo para que nada cambie. Jugar al Gatopardo con fichas de Turista fue, tal vez, el pecado capital de quienes vieron en la transición a la democracia la oportunidad de conservar el poder con sólo un retoque de votos supuestamente bien contados.
Que los votos cuenten y se cuenten: esa era la consigna elemental de los transinautas del momento. Pero no se tomó en cuenta que una cosa, contar los votos, no llevaba necesariamente a la otra: que los votos contaran, y ahí empezó el desvarío que se estrelló en 2006 cuando se llegó a la infeliz conclusión de que ni una ni otra de estas operaciones fundadoras tenía el menor sentido.
De ahí en adelante, el país entró en el terreno minado de la ilegitimidad de Estado, instituciones y dirigentes, hasta que empezaron a estallar todo tipo de bombas: la criminalidad cebada en la corrupción judicial; la corrupción política blindada por una impunidad sistémica; la corrosión social exacerbada por una crisis económica global que no hace sino ilustrar cotidianamente nuestras profundas debilidades productivas e institucionales.
En estas estamos y no hay punto de fuga a la mano. Un escándalo no saca a otro escándalo, ni nos lleva a olvidar el anterior. Todo se acumula en la memoria y el imaginario a medio hacer de una sociedad transformada en su demografía y transfigurada en su cultura básica, gracias a las mudanzas político-económicas de los últimas décadas, pero sin cauce claro ni expectativas asentadas en logros mínimos de bienestar colectivo en la salud o la seguridad.
El miedo al Estado y sus crisis recurrentes, que recorrió los setentas y ochentas del siglo pasado, se volvió repudio militante gracias al vacuo discurso de los transitócratas, y de ahí pasamos sin mayor trámite a un ilusorio reino de las autonomías de todo tipo que ahora hacen agua por todas partes: un federalismo harapiento que se comió lo que quedaba de la gallina petrolera; un sistema electoral poblado por muertos en vida: partidos, consejeros, magistrados, medios de comunicación de masas que sólo disputan las migajas millonarias de las prerrogativas y los infames emolumentos; un sistema financiero alejado del crédito a la producción y aferrado a las prebendas vestidas de comisiones y a la deuda pública; una economía acostumbrada a no crecer y ahora sumida en un paro técnico que amenaza volverse general y progresivo. El laberinto de la soledad por fin, sin ningún coronel al que escribirle.
Pasó lo peor: agenda máxima, utopía destructiva de un desolador fin de régimen.
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