Parto de una obviedad: el papel que el Instituto Federal Electoral juega en el diseño institucional es el de ser el árbitro de la contienda política de cara a los comicios federales. En ese sentido, además de resolver los eventuales diferendos que se presentan entre los partidos políticos y sus candidatos durante los procesos electorales, es el encargado de construir las condiciones, a través de los procedimientos establecidos en la ley, para que las elecciones sean libres, auténticas, periódicas y que las mismas se desarrollen en condiciones de equidad, como mandata la Constitución.
Lo anterior, sin embargo, requiere una premisa básica para que el juego democrático pueda llevarse a cabo: que el árbitro sea reconocido por todas las partes y que sea respetado en sus decisiones. Ello supone que, a pesar de las diferencias que puedan existir en torno a sus resoluciones, no sea descreditado y desautorizado por quienes ven afectados sus intereses.
Ello requiere una doble condición. Por un lado, que el IFE actúe de manera imparcial y apegada a la ley para evitar, en lo posible, cualquier acusación de actuar favoreciendo o perjudicando a algún competidor, y para eso la crítica pública y razonada constituye un contexto de exigencia indispensable. Por otro lado, que los contendientes actúen responsablemente y sin lesionar al órgano que, en su momento, le levantará la mano al ganador.
Se trata de dos condiciones, esenciales para que el modelo democrático funciones sin sobresaltos, que implican un compromiso compartido, tanto de quienes tienen en sus manos la toma de las decisiones institucionales, como de aquellos sujetos sobre los que recaen esas decisiones.
En ese sentido, hay que reconocer que algunas de las atribuciones encomendadas al IFE llevan implícita una gran carga conflictiva que tiende a alimentar naturalmente las diferencias y la controversia.
A diferencia de lo que ocurre con la tarea de organización de los comicios propiamente dicha, en torno a la cual existe un interés común en que los ciudadanos se empadronen, se seleccione y capacite a quienes integran las mesas directivas de casilla, se instalen las casillas y se cuenten debidamente los votos, en otros casos las cosas no son tan tersas. Así, las funciones de fiscalización, la resolución de las quejas, la vigilancia de que partidos, candidatos, concesionarios y particulares cumplan con las obligaciones y prohibiciones del nuevo modelo de comunicación política (introducido con la reforma de 2007), entre otras, implican confrontación, roces, malestar de algunos y frecuentemente inconformidades.
Desgraciadamente, conforme avanza el proceso electoral de este año, vemos que la actitud de varios partidos políticos ha sido, en ocasiones, abiertamente descalificadora de la labor del IFE cuando alguna decisión no conviene a sus intereses.
Recuerdo dos ejemplos recientes que son emblemáticos por el tono de las acusaciones. El primero son las declaraciones —afortunadamente aisladas, por ahora— del representante del PAN ante el instituto, que lo acusó de ajustarse a los intereses del PRI cuando decidió sancionar a su partido por la llamada “sopa de letras”. El segundo son las manifestaciones y desplegados con los que el PRI en estos días acusa al IFE de tener alguna intencionalidad política en el error que supuso la no transmisión de varios miles de spots en el proceso electoral de Sonora.
Uno puede entender que en el contexto electoral haya discrepancias con las decisiones del IFE; es natural y hasta sano que ello ocurra; pero cuando esas discrepancias se traducen, irresponsable y recurrentemente, en acusaciones de actuar con fines políticos, se está construyendo un peligroso escenario en el que la autoridad electoral difícilmente saldrá bien librada, y eso a nadie le conviene. Recordar lo que pasó en 2006 es aleccionador en muchos sentidos, pero me hago cargo de que la memoria política suele ser muy breve.
Lo anterior, sin embargo, requiere una premisa básica para que el juego democrático pueda llevarse a cabo: que el árbitro sea reconocido por todas las partes y que sea respetado en sus decisiones. Ello supone que, a pesar de las diferencias que puedan existir en torno a sus resoluciones, no sea descreditado y desautorizado por quienes ven afectados sus intereses.
Ello requiere una doble condición. Por un lado, que el IFE actúe de manera imparcial y apegada a la ley para evitar, en lo posible, cualquier acusación de actuar favoreciendo o perjudicando a algún competidor, y para eso la crítica pública y razonada constituye un contexto de exigencia indispensable. Por otro lado, que los contendientes actúen responsablemente y sin lesionar al órgano que, en su momento, le levantará la mano al ganador.
Se trata de dos condiciones, esenciales para que el modelo democrático funciones sin sobresaltos, que implican un compromiso compartido, tanto de quienes tienen en sus manos la toma de las decisiones institucionales, como de aquellos sujetos sobre los que recaen esas decisiones.
En ese sentido, hay que reconocer que algunas de las atribuciones encomendadas al IFE llevan implícita una gran carga conflictiva que tiende a alimentar naturalmente las diferencias y la controversia.
A diferencia de lo que ocurre con la tarea de organización de los comicios propiamente dicha, en torno a la cual existe un interés común en que los ciudadanos se empadronen, se seleccione y capacite a quienes integran las mesas directivas de casilla, se instalen las casillas y se cuenten debidamente los votos, en otros casos las cosas no son tan tersas. Así, las funciones de fiscalización, la resolución de las quejas, la vigilancia de que partidos, candidatos, concesionarios y particulares cumplan con las obligaciones y prohibiciones del nuevo modelo de comunicación política (introducido con la reforma de 2007), entre otras, implican confrontación, roces, malestar de algunos y frecuentemente inconformidades.
Desgraciadamente, conforme avanza el proceso electoral de este año, vemos que la actitud de varios partidos políticos ha sido, en ocasiones, abiertamente descalificadora de la labor del IFE cuando alguna decisión no conviene a sus intereses.
Recuerdo dos ejemplos recientes que son emblemáticos por el tono de las acusaciones. El primero son las declaraciones —afortunadamente aisladas, por ahora— del representante del PAN ante el instituto, que lo acusó de ajustarse a los intereses del PRI cuando decidió sancionar a su partido por la llamada “sopa de letras”. El segundo son las manifestaciones y desplegados con los que el PRI en estos días acusa al IFE de tener alguna intencionalidad política en el error que supuso la no transmisión de varios miles de spots en el proceso electoral de Sonora.
Uno puede entender que en el contexto electoral haya discrepancias con las decisiones del IFE; es natural y hasta sano que ello ocurra; pero cuando esas discrepancias se traducen, irresponsable y recurrentemente, en acusaciones de actuar con fines políticos, se está construyendo un peligroso escenario en el que la autoridad electoral difícilmente saldrá bien librada, y eso a nadie le conviene. Recordar lo que pasó en 2006 es aleccionador en muchos sentidos, pero me hago cargo de que la memoria política suele ser muy breve.
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