Una estancia en Naciones Unidas y los desencuentros de México con el exterior con motivo de la influenza H1N1 me conducen a una reflexión sobre el mundo que no vemos, la ausencia de una política de comunicación y los caminos peligrosos adonde conduce el hecho de que el Ejecutivo personalice dicha política. En los corredores de la ONU hay muy buena impresión del desempeño de México como presidente del Consejo de Seguridad durante abril. No fueron momentos fáciles para esa presidencia: El envío de un misil por parte de Corea del Norte, contraviniendo decisiones previas del Consejo, creó tensiones en el noreste de Asia al mismo tiempo que hizo presentes las diferencias de opinión entre los miembros permanentes –China y Rusia por una parte; Estados Unidos, Francia y Reino Unido, por la otra– acerca de cómo enfrentar el problema. Tocó a la presidencia del Consejo ejercer su habilidad diplomática para lograr una acción consensuada, aun si no satisfacía plenamente los intereses de todos. Se optó por una declaración del presidente que permitió reanudar el mecanismo de negociaciones diplomáticas formado por seis países y reactivar el Comité de Sanciones contra Corea del Norte. El caso de Sri Lanka exigió también habilidad diplomática para decidir las medidas a tomar. Allí, la guerra entre las tropas gubernamentales y un movimiento rebelde de larga data ha colocado en posición de indefensión a cientos de miles de civiles, atrapados entre el fuego de ambas partes. Para algunos miembros del Consejo, Rusia por ejemplo, se trata de una guerra civil interna que no exige acción de la ONU; para otros, es urgente, en nombre del derecho humanitario, emprnder acciones que detengan las masacres. El papel de México fue significativo en lograr la aceptación de acciones por parte del secretario general de la ONU, justificadas por el valor universal de la acción humanitaria. Una de las prerrogativas cuando se tiene la presidencia del Consejo es colocar en la agenda temas a discutir en sesiones públicas. De los llevados por México, causó gran impacto el relativo a los niños en conflictos armados, un problema cuya expresión más cruel son los niños secuestrados, o comprados, para integrar las filas de ejércitos irregulares. Hay millones de ellos en África, en Asia y en América Latina, enseñados a matar y a sobrevivir en condiciones de hambre y de maltratos infinitos; es muy difícil su reinserción en la vida cotidiana cuando se logra su liberación.A la sesión pública del Consejo acudió una joven que fue niña-soldado de Uganda, quien relató la manera en que junto con otras 139 niñas fue secuestrada en su escuela por un ejército irregular. Les proporcionaron rifles AK-47, las obligaron a luchar, las violaron repetidamente; el hambre condujo a la muerte a la mayoría de sus compañeras. Esta historia de horror fue narrada con enorme lucidez por Grace Akallo, quien ahora tiene 18 años y se dedica a luchar para que esos crímenes no queden impunes. El relato quedó en los anales del Consejo de Seguridad como uno de sus momentos más dramáticos. En México no se supo nada de eso. Ni de los esfuerzos para enfrentar situaciones de riesgo en el noreste asiático, ni de los niños en conflictos armados, ni del papel de México en promover acciones para atenuar el sufrimiento de los civiles en Sri Lanka, ni de la urgencia de mediar para resolver conflictos. Lo que ocurre en el mundo nos es ajeno. Cuando se decidió el ingreso al Consejo de Seguridad, por segunda vez en los gobiernos del PAN, se creyó que sería parte de un proyecto de política exterior que, como rezaban los eslóganes, serviría para traer “más mundo a México”. No ha sido el caso. Al no estar acompañada de una política de comunicación, la pertenencia al Consejo y muchas otras acciones de política exterior carecen de significado para la opinión pública del país. Los mexicanos no se interesan en el mundo porque no se hace nada para socializar los problemas que en el exterior ocurren, discutirlos, hacerlos nuestros, sentir que formamos parte de ellos porque aquí, en cualquier momento, también podrían surgir. Ese desconocimiento no permite poner nuestra propia realidad en perspectiva; nos vemos como algo único y, por lo tanto, carecemos de referencia para poner en su correcta dimensión nuestros retos y posibilidades. Ese ensimismamiento y la ausencia de una política de comunicación en materia de relaciones exteriores se acentuó notablemente en la reciente crisis provocada por la emergencia sanitaria. Como ya se ha convertido en costumbre, el presidente decidió tomar en sus manos las tareas de comunicación que, idealmente, deberían corresponder a un jefe de prensa. De manera a veces coloquial y otras colérica, Calderón la emprendió contra los países que, en nombre de dicha emergencia, adoptaron medidas que afectan los intereses de los mexicanos. Su enojo puede ser justificado; sus acciones como jefe de Estado no. A los costos inherentes al brote epidémico hay que añadir ahora recomponer relaciones con países tan importantes para nuestra economía como China, o redefinir la prioridad que se había otorgado a Cuba en América Latina. A lo mejor sus declaraciones han sido útiles para subirle puntos a su imagen o apoyar la campaña electoral de su partido. El nacionalismo exaltado siempre paga en política interna; sin embargo, para la política exterior ha sido negativo. El problema de un gobierno sin política de comunicación va más allá de no estar enterados sobre lo que se discute en el Consejo de Seguridad. Es síntoma de falta de claridad, objetivos, estrategias y transparencia del proyecto de gobierno. Aún más, cuando una política de comunicación se sustituye por la acción directa del Ejecutivo nos hallamos ante un síntoma de autoritarismo.
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