La desaparición de las disciplinas filosóficas (historia de las doctrinas filosóficas, lógica, ética y estética) de los planes de estudio del bachillerato que ha estado instrumentando la Secretaría de Educación Pública no es algo que sólo preocupe a los integrantes de la comunidad filosófica de México, si es que existe algo parecido. Muchos de los que estamos involucrados en la formación de cuadros de investigación en historia y ciencias sociales hemos dado muchas peleas por la formación filosófica de nuestros alumnos y hemos expuesto nuestras razones. Yo voy a dar ahora las mías en mi ya larga experiencia como formador de investigadores.
Como parte de mis estudios en filosofía del derecho, en mis años de Italia (1961-1964), mis maestros me hicieron estudiar la obra de los principales filósofos modernos. Mis autores fueron Hobbes, Descartes, Locke, Bacon, Vico, Leibniz, Hume, Kant, Hegel y Marx y tuve que estudiarlos en sus propias lenguas, porque, como me decía mi maestro Umberto Cerroni, “la nuestra es, ante todo, una investigación filológica”. Mientras me enfrascaba en el estudio de aquellos autores, también a mí me vino a la cabeza la pregunta “¿para qué todo esto?” y mi maestro Widar Cesarini Sforza, titular de la cátedra de filosofía del derecho, me dijo: “Hoy no lo podrás ver. Lo verás cuando ya seas un profesional de la ciencia”.
Cuando pude entrar a dar clase en 1967 a la UNAM, en la entonces Escuela de Ciencias Políticas y Sociales (en la Facultad de Derecho sólo pude dar clases hasta 1989), había una auténtica fiebre por el estudio de una gringada llamada “métodos y técnicas de investigación social”. Tengo unos 50 libros que me compré sobre esa materia. Leí todos los que pude y, un día, le pregunté a Enrique González Pedrero, mi director, para qué hacían que nuestros estudiantes llevaran hasta cuatro y a veces incluso cinco cursos sobre esas idioteces. Él me preguntó: “¿Qué les darías a estudiar?” “¡Filosofía!”, le contesté de inmediato. A la pregunta de qué les daría a leer a los estudiantes le dije “¡La Crítica de la razón pura de Kant!” Enrique me sonrió casi con conmiseración y no dijo más.
Durante los 70, mientras todos mis colegas daban cursos sobre los autores de moda, los marxistas embelesados con Althusser, que yo critiqué acerbamente; los antes funcional-estructuralistas, ahora con las propuestas “sistémicas” de Easton, que luego pasaron de moda hasta que Luhmann les dio nueva y efímera vida, y así por el estilo, yo persistí en dar mis cursos sobre los autores clásicos del pensamiento filosófico y político. Tuve un plan que seguí con varias generaciones de alumnos: Maquiavelo, Bodino, Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau, Kant, Humboldt, Constant, Hegel, Tocqueville, Marx, Weber. Nunca lo terminé en un semestre. Así que mis alumnos fueron casi siempre de dos o tres semestres. Muchos de ellos recuerdan esos cursos.
Mi demanda de que se eliminaran en la Facultad de Ciencias Políticas los cursos de metodología en ciencias sociales y se sustituyeran por cursos de filosofía jamás prosperó ni fue entendida. Para mi regocijo cada año cambiaban los programas de esos cursos y nunca daban resultados. Desde hace ya más de 15 años, por otro lado, he innovado mi trabajo de formación filosófica de mis alumnos. Cada semestre escojo la obra de un gran autor: la Ciencia nueva, de Vico, por ejemplo, o la Crítica de la razón pura de Kant, o las Lecciones sobre la filosofía de la historia y la Filosofía del derecho de Hegel, o las obras filosóficas de Marx, o La ética protestante y el espíritu del capitalismo y Economía y sociedad de Weber y los leo con mis estudiantes y luego las discutimos pormenorizadamente en seminarios. Debo decir que los resultados han sido muy buenos.
Cuando en 1996 la coordinación del Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM eliminó las disciplinas filosóficas y sólo dejó dos cursillos en los que se pretendió meter todo, mientras en las preparatorias se sostenían los cursos tradicionales, yo le hice saber al rector que se estaba consumando una estupidez. El bachillerato universitario, obviamente, necesita de una reforma a fondo, pero no es así como lo vamos a mejorar. Desde hace ya muchos años he concentrado mi labor académica en el posgrado del Colegio de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras y me ha sorprendido que también allí he tenido que seguir batallando por la filosofía. Contra viento y marea estoy dirigiendo una tesis doctoral sobre la filosofía de la historia de Kant, que algunos investigadores del Instituto de Investigaciones Filosóficas piensan que es una mafufada.
¿Por qué la filosofía? Para empezar, todo tiene que ver, precisamente, con el método. Uno de los autores con los que se deleitaban los profesores de Ciencias Políticas en los 60, Russel L. Ackoff, escribió: “Las ciencias sociales han ya avanzado muy bien técnicamente, pero no tan bien metodológicamente. Este desarrollo desigual se debe (en parte) al fracaso en distinguir entre técnicas y métodos de investigación social” (The Design of Social Research, University of Chicago Press, 1967, p. vii). La filosofía moderna ha cambiado la idea que los antiguos y los medievales tenían del método: ya no es un saber hacer, como para los gringos hoy; ahora se trata de concebir conceptos. Para concebir conceptos hay que saber pensar y sólo la filosofía sabe enseñarlo.
Desde Kant (en realidad, ya desde Descartes) la filosofía ha dejado de ser mera especulación para convertirse en teoría del conocimiento, vale decir, en teoría del conocimiento científico. Como escribió Ortega y Gasset: “La filosofía moderna adquiere en Kant su franca fisonomía al convertirse en mera ciencia del conocimiento. Para poder conocer algo, es preciso antes estar seguro de si se puede y cómo se puede conocer” (“Kant”, en Tríptico, Espasa-Calpe, 1947, p. 70). Concebir quiere decir pensar. No se puede elaborar un concepto sin pensarlo. Pongamos por caso el Estado o la sociedad o el ciudadano o la mujer o el hombre en sus relaciones. Hay que pensarlos, además de observarlos. Para eso sirve la filosofía. También hay que pensar el mundo como tal, debo pensarme como sujeto que conoce y definirme y debo saber definir mi objeto de estudio. Son problemas de concepción.
Por eso es una idiotez suprimir las disciplinas filosóficas cuando más las necesitan nuestros alumnos en una etapa tan crucial de su formación como lo es el bachillerato.
Como parte de mis estudios en filosofía del derecho, en mis años de Italia (1961-1964), mis maestros me hicieron estudiar la obra de los principales filósofos modernos. Mis autores fueron Hobbes, Descartes, Locke, Bacon, Vico, Leibniz, Hume, Kant, Hegel y Marx y tuve que estudiarlos en sus propias lenguas, porque, como me decía mi maestro Umberto Cerroni, “la nuestra es, ante todo, una investigación filológica”. Mientras me enfrascaba en el estudio de aquellos autores, también a mí me vino a la cabeza la pregunta “¿para qué todo esto?” y mi maestro Widar Cesarini Sforza, titular de la cátedra de filosofía del derecho, me dijo: “Hoy no lo podrás ver. Lo verás cuando ya seas un profesional de la ciencia”.
Cuando pude entrar a dar clase en 1967 a la UNAM, en la entonces Escuela de Ciencias Políticas y Sociales (en la Facultad de Derecho sólo pude dar clases hasta 1989), había una auténtica fiebre por el estudio de una gringada llamada “métodos y técnicas de investigación social”. Tengo unos 50 libros que me compré sobre esa materia. Leí todos los que pude y, un día, le pregunté a Enrique González Pedrero, mi director, para qué hacían que nuestros estudiantes llevaran hasta cuatro y a veces incluso cinco cursos sobre esas idioteces. Él me preguntó: “¿Qué les darías a estudiar?” “¡Filosofía!”, le contesté de inmediato. A la pregunta de qué les daría a leer a los estudiantes le dije “¡La Crítica de la razón pura de Kant!” Enrique me sonrió casi con conmiseración y no dijo más.
Durante los 70, mientras todos mis colegas daban cursos sobre los autores de moda, los marxistas embelesados con Althusser, que yo critiqué acerbamente; los antes funcional-estructuralistas, ahora con las propuestas “sistémicas” de Easton, que luego pasaron de moda hasta que Luhmann les dio nueva y efímera vida, y así por el estilo, yo persistí en dar mis cursos sobre los autores clásicos del pensamiento filosófico y político. Tuve un plan que seguí con varias generaciones de alumnos: Maquiavelo, Bodino, Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau, Kant, Humboldt, Constant, Hegel, Tocqueville, Marx, Weber. Nunca lo terminé en un semestre. Así que mis alumnos fueron casi siempre de dos o tres semestres. Muchos de ellos recuerdan esos cursos.
Mi demanda de que se eliminaran en la Facultad de Ciencias Políticas los cursos de metodología en ciencias sociales y se sustituyeran por cursos de filosofía jamás prosperó ni fue entendida. Para mi regocijo cada año cambiaban los programas de esos cursos y nunca daban resultados. Desde hace ya más de 15 años, por otro lado, he innovado mi trabajo de formación filosófica de mis alumnos. Cada semestre escojo la obra de un gran autor: la Ciencia nueva, de Vico, por ejemplo, o la Crítica de la razón pura de Kant, o las Lecciones sobre la filosofía de la historia y la Filosofía del derecho de Hegel, o las obras filosóficas de Marx, o La ética protestante y el espíritu del capitalismo y Economía y sociedad de Weber y los leo con mis estudiantes y luego las discutimos pormenorizadamente en seminarios. Debo decir que los resultados han sido muy buenos.
Cuando en 1996 la coordinación del Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM eliminó las disciplinas filosóficas y sólo dejó dos cursillos en los que se pretendió meter todo, mientras en las preparatorias se sostenían los cursos tradicionales, yo le hice saber al rector que se estaba consumando una estupidez. El bachillerato universitario, obviamente, necesita de una reforma a fondo, pero no es así como lo vamos a mejorar. Desde hace ya muchos años he concentrado mi labor académica en el posgrado del Colegio de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras y me ha sorprendido que también allí he tenido que seguir batallando por la filosofía. Contra viento y marea estoy dirigiendo una tesis doctoral sobre la filosofía de la historia de Kant, que algunos investigadores del Instituto de Investigaciones Filosóficas piensan que es una mafufada.
¿Por qué la filosofía? Para empezar, todo tiene que ver, precisamente, con el método. Uno de los autores con los que se deleitaban los profesores de Ciencias Políticas en los 60, Russel L. Ackoff, escribió: “Las ciencias sociales han ya avanzado muy bien técnicamente, pero no tan bien metodológicamente. Este desarrollo desigual se debe (en parte) al fracaso en distinguir entre técnicas y métodos de investigación social” (The Design of Social Research, University of Chicago Press, 1967, p. vii). La filosofía moderna ha cambiado la idea que los antiguos y los medievales tenían del método: ya no es un saber hacer, como para los gringos hoy; ahora se trata de concebir conceptos. Para concebir conceptos hay que saber pensar y sólo la filosofía sabe enseñarlo.
Desde Kant (en realidad, ya desde Descartes) la filosofía ha dejado de ser mera especulación para convertirse en teoría del conocimiento, vale decir, en teoría del conocimiento científico. Como escribió Ortega y Gasset: “La filosofía moderna adquiere en Kant su franca fisonomía al convertirse en mera ciencia del conocimiento. Para poder conocer algo, es preciso antes estar seguro de si se puede y cómo se puede conocer” (“Kant”, en Tríptico, Espasa-Calpe, 1947, p. 70). Concebir quiere decir pensar. No se puede elaborar un concepto sin pensarlo. Pongamos por caso el Estado o la sociedad o el ciudadano o la mujer o el hombre en sus relaciones. Hay que pensarlos, además de observarlos. Para eso sirve la filosofía. También hay que pensar el mundo como tal, debo pensarme como sujeto que conoce y definirme y debo saber definir mi objeto de estudio. Son problemas de concepción.
Por eso es una idiotez suprimir las disciplinas filosóficas cuando más las necesitan nuestros alumnos en una etapa tan crucial de su formación como lo es el bachillerato.
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