martes, 5 de mayo de 2009

SALUD Y ECONOMÍA: GASTAMOS POCO Y MAL

CIRO MURAYAMA

El brote de influenza ha puesto a México en una emergencia sanitaria. Gobierno, especialistas, medios de comunicación y sociedad en general suman esfuerzos para evitar que la salud de la población sufra daños mayores. Pero antes de esta grave epidemia, que pudo originarse y difundirse en cualquier otro país como venían previendo los expertos, el estado de la salud en México se encontraba en una situación de precariedad que se agrava ante una situación inédita como la actual.
Como en su momento indicó la Comisión Mexicana sobre Macroeconomía y Salud (Invertir en salud para el desarrollo económico, FCE, 2006), si bien nuestro país es considerado por el Banco Mundial una nación de ingreso medio alto, y por las Naciones Unidas una de desarrollo humano medio alto, lo cierto es que la salud en México es más débil de lo que cabía esperar para su nivel de ingresos. Un ejemplo es la tasa de mortalidad en menores de un año, que es 22% mayor que la que se esperaría para nuestro nivel de desarrollo. Otro ejemplo es la mortalidad materna, que en 2003 registró 83 muertes por cada 100 mil nacidos vivos, cuando la meta de los objetivos de desarrollo del milenio es de 27.5 muertes.
Estos ejemplos revelan un rezago en asuntos básicos de la salud. A ello hay que sumar los desafíos que supone la transición epidemiológica que vive México, la cual sobrepone los problemas de salud que suelen ser característicos del subdesarrollo —enfermedades infecto-contagiosas— con los de las naciones industrializadas —expansión de los padecimientos crónico-degenerativos, en especial la diabetes mellitus, que se ha convertido en la primera causa de muerte—. Este cuadro se presenta sobre una sociedad polarizada económicamente y con altos índices de pobreza y que, además, envejece, lo cual hará crecer de forma drástica la necesidad de atención médica especializada en las próximas décadas.
Un ángulo de mirada que contribuye a comprender el estado de la salud en México es el gasto. Mientras los países de la OCDE destinan a la salud en promedio 8.7% de su PIB, México canaliza sólo 6%, Canadá 10%, Estados Unidos 16% y en América Latina, Costa Rica 7.3%, Brasil 7.6% y Uruguay 9.8%.
Pero nuestro problema no es sólo que destinemos pocos recursos a la salud, sino que es un gasto que reproduce la desigualdad.
En México, de acuerdo con el estudio citado, en 2003 los recursos públicos representaron 46.4% (presupuestos gubernamentales más contribuciones del gobierno a la seguridad social), el prepago (seguros) 3.1%, mientras que el llamado “gasto de bolsillo” 50.5% del total. Lo anterior refleja que la mitad del gasto en salud lo hacen las familias en función de sus necesidades, no de sus capacidades económicas, lo que lleva a que con frecuencia se incurra en gastos catastróficos o empobrecedores en salud (que en 2004 alcanzaron a 15.9% de los hogares mexicanos). De ahí que la OMS sitúe a México en el lugar 144, en una lista de 189 países, en equidad en la contribución financiera a la salud.
México, más allá de la emergencia, tiene que hacer un esfuerzo mayúsculo para universalizar el acceso a la salud. La extensión en la cobertura tiene que traducirse no sólo en ampliación de las listas de asegurados, sino de las capacidades reales de atención, incluyendo infraestructura, medicamentos y personal. De acuerdo con el segundo informe del presidente Calderón, el gasto federal en salud fue de 2.5% del PIB en 2008. Con ese esfuerzo financiero, la universalización de la atención a la salud será una quimera. De nuevo, llegamos al tema fiscal: si no se amplía la recaudación como porcentaje del PIB, las restricciones presupuestales se impondrán sobre las necesidades vitales.
Ahora que se toman medidas de emergencia para enfrentar la alerta sanitaria, sería oportuno pensar en las acciones urgentes para atender la fragilidad fiscal que limita todas las capacidades para asegurar el bienestar de la población.

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