Parece difícil que un régimen pueda sostenerse cuando carece de los medios para asegurar el ejercicio de la autoridad sobre el territorio, frenar una acelerada depresión económica y mantener el respeto de la comunidad internacional. Menos aún cuando estalla una crisis de representación política.
El conjunto de factores que socavan el endeble aparato del Estado tiene hoy mayor gravedad que los que se acumulaban en 1809 o en 1909. Se trataba entonces de una suma de agravios históricos y de miserias crónicas, precipitados por la efervescencia ideológica en un giro de la coyuntura mundial. El fenómeno que ahora enfrentamos es una combinación de desventuras objetivas con el descrédito absoluto del poder público. Aparece como la etapa terminal de una transición abortada que generó la coagulación de una oligarquía cínica, depredadora y dramáticamente incompetente.
Una frase del general Díaz —en el contexto de una entrevista sobre la situación del país— desencadenó procesos que condujeron al estallido de la rebelión. Anunció que México estaba preparado para la democracia, con lo que daba por terminado un sistema de legitimidad y ponía en movimiento aspiraciones sociales soterradas.
No fue producto de la senilidad ni los “científicos” lo forzaron a retractarse, sino una declaración premeditada con objetivos precisos. Tampoco Miguel de la Madrid actuó de modo imprudente ni se dejó llevar por el rencor del engaño. Lo hizo para desmarcar su gestión de gobierno de las atrocidades cometidas por su sucesor.
Podría haberle bastado —como en ocasiones anteriores— reiterar que no se equivocó al designarlo —y al investirlo mediante fraude— “dadas las circunstancias de entonces”, pero que los errores de Salinas “fueron problemas de él”. Las insólitas acusaciones que hoy formula tienen algo de confesional —una suerte de descarga moral— y también de denuncia frente al MP.
Con independencia de sus motivaciones, los dichos contienen enormidades que la autoridad está obligada a investigar. De la Madrid rechaza esa hipótesis por el escándalo que provocaría y añade: “Un gobierno que enjuicie a Salinas se va a desprestigiar”. Concluye: “Es muy poderoso”, aunque esté “indiciado —o al menos contagiado— de corrupción y hasta de criminal”.
La clave de la acusación no es el hurto de la partida secreta sino las relaciones de la familia con el narcotráfico y los delitos que de ello pudieran derivarse —desde el asesinato de Buendía hasta el de Colosio—. En el fondo, la creación de un poder paralelo en México por encima de las instituciones, fundado en hechos y complicidades aberrantes y al que los gobiernos sólo pueden aliarse y someterse.
Un contubernio nacido del acuerdo entre Salinas y el PAN en 1988 y refrendado mediante el apoyo que el PRI brinda a Calderón para falsear las elecciones y encaramarlo en la Presidencia. Por ello, la palabra central del texto es impunidad, como “condición para que la maquinaria siga funcionando”, y la frase lapidaria: “La justicia estorba para gobernar”.
En pocos meses han surgido testimonios concatenados para interpretar el pasado reciente. Libros reveladores como los de Martha Anaya y Carlos Ahumada, declaraciones y relatos polémicos de actores políticos y pruebas irrefutables de una conducción gubernamental ineficaz, degradante y atentatoria contra el futuro de la sociedad mexicana.
A los pecados se suman las penitencias que otros pagan, hasta que el país aguante. La interrogante es cómo salir de tan profundo abismo y si México tiene todavía solución. El proyecto de cambio democrático que planteamos hace 20 años fue traicionado por quienes se repartieron cínicamente los despojos del antiguo sistema. Y ahora: ¿qué viene?
La cuestión es la viabilidad de una renovación tajante de la vida pública al margen de la insurgencia revolucionaria. La vía electoral se ha estrechado y no parece haber condiciones para que emerja una nueva mayoría desvinculada de las amarras de la corrupción.
Necesitamos un sacudimiento que no complique la violencia existente con violencia agregada ni acelere la picada económica en derrumbe. Requerimos una salida que no conduzca a la instauración de un protectorado extranjero sino que transfiera poder a la sociedad y permita reconstruir al Estado desde sus cimientos.
La nación aguarda con urgencia un llamado distinto a la rutina sexenal de 2012, por la simple razón de que el destino ya nos alcanzó. Está urgida de un plan racional y creíble para celebrar el bicentenario con dignidad y esperanza.
El conjunto de factores que socavan el endeble aparato del Estado tiene hoy mayor gravedad que los que se acumulaban en 1809 o en 1909. Se trataba entonces de una suma de agravios históricos y de miserias crónicas, precipitados por la efervescencia ideológica en un giro de la coyuntura mundial. El fenómeno que ahora enfrentamos es una combinación de desventuras objetivas con el descrédito absoluto del poder público. Aparece como la etapa terminal de una transición abortada que generó la coagulación de una oligarquía cínica, depredadora y dramáticamente incompetente.
Una frase del general Díaz —en el contexto de una entrevista sobre la situación del país— desencadenó procesos que condujeron al estallido de la rebelión. Anunció que México estaba preparado para la democracia, con lo que daba por terminado un sistema de legitimidad y ponía en movimiento aspiraciones sociales soterradas.
No fue producto de la senilidad ni los “científicos” lo forzaron a retractarse, sino una declaración premeditada con objetivos precisos. Tampoco Miguel de la Madrid actuó de modo imprudente ni se dejó llevar por el rencor del engaño. Lo hizo para desmarcar su gestión de gobierno de las atrocidades cometidas por su sucesor.
Podría haberle bastado —como en ocasiones anteriores— reiterar que no se equivocó al designarlo —y al investirlo mediante fraude— “dadas las circunstancias de entonces”, pero que los errores de Salinas “fueron problemas de él”. Las insólitas acusaciones que hoy formula tienen algo de confesional —una suerte de descarga moral— y también de denuncia frente al MP.
Con independencia de sus motivaciones, los dichos contienen enormidades que la autoridad está obligada a investigar. De la Madrid rechaza esa hipótesis por el escándalo que provocaría y añade: “Un gobierno que enjuicie a Salinas se va a desprestigiar”. Concluye: “Es muy poderoso”, aunque esté “indiciado —o al menos contagiado— de corrupción y hasta de criminal”.
La clave de la acusación no es el hurto de la partida secreta sino las relaciones de la familia con el narcotráfico y los delitos que de ello pudieran derivarse —desde el asesinato de Buendía hasta el de Colosio—. En el fondo, la creación de un poder paralelo en México por encima de las instituciones, fundado en hechos y complicidades aberrantes y al que los gobiernos sólo pueden aliarse y someterse.
Un contubernio nacido del acuerdo entre Salinas y el PAN en 1988 y refrendado mediante el apoyo que el PRI brinda a Calderón para falsear las elecciones y encaramarlo en la Presidencia. Por ello, la palabra central del texto es impunidad, como “condición para que la maquinaria siga funcionando”, y la frase lapidaria: “La justicia estorba para gobernar”.
En pocos meses han surgido testimonios concatenados para interpretar el pasado reciente. Libros reveladores como los de Martha Anaya y Carlos Ahumada, declaraciones y relatos polémicos de actores políticos y pruebas irrefutables de una conducción gubernamental ineficaz, degradante y atentatoria contra el futuro de la sociedad mexicana.
A los pecados se suman las penitencias que otros pagan, hasta que el país aguante. La interrogante es cómo salir de tan profundo abismo y si México tiene todavía solución. El proyecto de cambio democrático que planteamos hace 20 años fue traicionado por quienes se repartieron cínicamente los despojos del antiguo sistema. Y ahora: ¿qué viene?
La cuestión es la viabilidad de una renovación tajante de la vida pública al margen de la insurgencia revolucionaria. La vía electoral se ha estrechado y no parece haber condiciones para que emerja una nueva mayoría desvinculada de las amarras de la corrupción.
Necesitamos un sacudimiento que no complique la violencia existente con violencia agregada ni acelere la picada económica en derrumbe. Requerimos una salida que no conduzca a la instauración de un protectorado extranjero sino que transfiera poder a la sociedad y permita reconstruir al Estado desde sus cimientos.
La nación aguarda con urgencia un llamado distinto a la rutina sexenal de 2012, por la simple razón de que el destino ya nos alcanzó. Está urgida de un plan racional y creíble para celebrar el bicentenario con dignidad y esperanza.
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