La sensación de inseguridad, de temor, de miedo nos rodea. Vivir en México ya implica, en condiciones “normales”, estar expuesto a una buena cantidad de riesgos, pero la emergencia sanitaria de las últimas semanas ha acentuado nuestra vulnerabilidad.
Lo que la influenza ha traído es un riesgo de cierta forma nuevo, porque el peligro es difuso. No sabemos dónde está el virus. Sospechamos del vecino que en el Metro estornuda. O del familiar que de pronto se queja de malestar en las articulaciones. Uno mismo se empieza a preguntar si el dolor de cabeza que siente es normal o si ya se está prolongando más de lo razonable.
Por eso la sensación de miedo se incrementa, porque le tememos a algo desconocido, algo que está difuso, disperso, que es poco claro. Sabemos de la amenaza pero no podemos verla. Sospechamos que se puede colar en nuestra vivienda, en el coche, en el carrito del supermercado.
Fue Ulrich Beck, el destacado sociólogo alemán, quien en los 80 del siglo pasado comenzó a hablar de la “sociedad del riesgo”. Años después, perfeccionando su tesis, se refirió a la sociedad del “riesgo global”. Y esa es la otra novedad (al menos para México) de la epidemia de influenza: la capacidad de globalización de los gérmenes. Un virus puede trasladarse en días por todo el planeta, dejando a su paso una estela de zozobra y miedo incalculables. Por eso Zygmunt Bauman, el prestigioso profesor polaco, habla de miedo líquido, el que se filtra por los intersticios de nuestra vida, que impregna nuestra existencia desde todos los flancos que vamos dejando abiertos.
Lo curioso de todo es que la capacidad mortífera de nuevos riesgos no es nada fácil de precisar. Hay datos que aseguran que cada día mueren 41 personas en México por enfermedades respiratorias (gripes, neumonías, etcétera). Es decir, la influenza no ha traído un aumento alarmante o estratosférico de la mortalidad. Cada día en nuestro país se cometen 24 homicidios en promedio, según la cifra acumulada en los últimos 10 años. Nadie parece sorprenderse por eso, pese a que es un dato que supera el número de muertos que hubo en los atentados de las torres gemelas en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001.
Sin embargo, nuestra reacción frente a la influenza, nuestra sensación de miedo, el estrés que ha provocado y la cobertura mediática a su alrededor han sido muy altas debido a la sensación de desconocimiento. No sabíamos a ciencia cierta de qué se trataba. Hubo rumores de desabasto de medicinas, de hospitales con cientos de muertos en sus puertas, de una expansión incontrolada en las escuelas. Nada de eso fue cierto, pero la sensación de temor ya nadie nos la puede quitar.
Por si fuera poco, durante los primeros días de la epidemia se hablaba de un nuevo corte del suministro de agua en el DF; hubo apagones de luz en varias colonias de la ciudad; un temblor de casi seis grados en la escala de Richter. Todo parecía conjugarse en nuestra contra.
Hay quien sospecha del origen de la epidemia, lanzando ideas sobre un complot político. No ha faltado quien recuerde que de lo que se trata es de lanzar amenazas como una forma de estimular el consumo de ciertos productos o alentar los prejuicios contra cierto país o contra cierto destino turístico. Cientos de personas piensan: ¿si ya nos han mentido anteriormente cómo sabemos que no nos están mintiendo ahora?
Y todavía falta un buen trecho para ver la luz al final del túnel. La pregunta que nadie quiere hacerse es: ¿cuándo podrán las cosas volver a su absoluta normalidad? ¿Será que el virus llegó para quedarse y durante meses no podremos saludar de mano o dar besos a nuestras amistades? ¿Cuándo podremos ir tranquilamente, como lo solíamos hacer, al cine, al teatro o al restaurante, sin sospechar que quien se sienta junto a nosotros puede transmitirnos el virus si estornuda?
La buena noticia es que el gobierno de la ciudad ha ordenado que se ponga en marcha un proceso de limpieza intensiva de los espacios públicos en la ciudad. En buena hora. Lo podrían haber hecho hace años y a lo mejor nos hubieran ahorrado muchas muertes. No estaremos seguros del todo, pero al menos estaremos un poco más limpios que antes. Algo es algo.
Lo que la influenza ha traído es un riesgo de cierta forma nuevo, porque el peligro es difuso. No sabemos dónde está el virus. Sospechamos del vecino que en el Metro estornuda. O del familiar que de pronto se queja de malestar en las articulaciones. Uno mismo se empieza a preguntar si el dolor de cabeza que siente es normal o si ya se está prolongando más de lo razonable.
Por eso la sensación de miedo se incrementa, porque le tememos a algo desconocido, algo que está difuso, disperso, que es poco claro. Sabemos de la amenaza pero no podemos verla. Sospechamos que se puede colar en nuestra vivienda, en el coche, en el carrito del supermercado.
Fue Ulrich Beck, el destacado sociólogo alemán, quien en los 80 del siglo pasado comenzó a hablar de la “sociedad del riesgo”. Años después, perfeccionando su tesis, se refirió a la sociedad del “riesgo global”. Y esa es la otra novedad (al menos para México) de la epidemia de influenza: la capacidad de globalización de los gérmenes. Un virus puede trasladarse en días por todo el planeta, dejando a su paso una estela de zozobra y miedo incalculables. Por eso Zygmunt Bauman, el prestigioso profesor polaco, habla de miedo líquido, el que se filtra por los intersticios de nuestra vida, que impregna nuestra existencia desde todos los flancos que vamos dejando abiertos.
Lo curioso de todo es que la capacidad mortífera de nuevos riesgos no es nada fácil de precisar. Hay datos que aseguran que cada día mueren 41 personas en México por enfermedades respiratorias (gripes, neumonías, etcétera). Es decir, la influenza no ha traído un aumento alarmante o estratosférico de la mortalidad. Cada día en nuestro país se cometen 24 homicidios en promedio, según la cifra acumulada en los últimos 10 años. Nadie parece sorprenderse por eso, pese a que es un dato que supera el número de muertos que hubo en los atentados de las torres gemelas en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001.
Sin embargo, nuestra reacción frente a la influenza, nuestra sensación de miedo, el estrés que ha provocado y la cobertura mediática a su alrededor han sido muy altas debido a la sensación de desconocimiento. No sabíamos a ciencia cierta de qué se trataba. Hubo rumores de desabasto de medicinas, de hospitales con cientos de muertos en sus puertas, de una expansión incontrolada en las escuelas. Nada de eso fue cierto, pero la sensación de temor ya nadie nos la puede quitar.
Por si fuera poco, durante los primeros días de la epidemia se hablaba de un nuevo corte del suministro de agua en el DF; hubo apagones de luz en varias colonias de la ciudad; un temblor de casi seis grados en la escala de Richter. Todo parecía conjugarse en nuestra contra.
Hay quien sospecha del origen de la epidemia, lanzando ideas sobre un complot político. No ha faltado quien recuerde que de lo que se trata es de lanzar amenazas como una forma de estimular el consumo de ciertos productos o alentar los prejuicios contra cierto país o contra cierto destino turístico. Cientos de personas piensan: ¿si ya nos han mentido anteriormente cómo sabemos que no nos están mintiendo ahora?
Y todavía falta un buen trecho para ver la luz al final del túnel. La pregunta que nadie quiere hacerse es: ¿cuándo podrán las cosas volver a su absoluta normalidad? ¿Será que el virus llegó para quedarse y durante meses no podremos saludar de mano o dar besos a nuestras amistades? ¿Cuándo podremos ir tranquilamente, como lo solíamos hacer, al cine, al teatro o al restaurante, sin sospechar que quien se sienta junto a nosotros puede transmitirnos el virus si estornuda?
La buena noticia es que el gobierno de la ciudad ha ordenado que se ponga en marcha un proceso de limpieza intensiva de los espacios públicos en la ciudad. En buena hora. Lo podrían haber hecho hace años y a lo mejor nos hubieran ahorrado muchas muertes. No estaremos seguros del todo, pero al menos estaremos un poco más limpios que antes. Algo es algo.
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