Barack Obama no ha desilusionado a quienes prometió cambio. Los primeros cien días de su presidencia han dado como resultado una larga lista de acciones que, sin duda, contrastan con las de su desprestigiado predecesor. Mientras Bush impulsó la tortura como arma importante en la lucha contra el terrorismo, Obama la prohíbe y saca a la luz el horror de haberla practicado; mientras Bush estuvo a punto de bombardear Irán, Obama manda un video de buena voluntad al pueblo iraní e inicia pláticas con sus dirigentes sobre el programa nuclear; mientras Bush se negó a suscribir compromisos en materia de protección del medio ambiente, Obama hace de esa protección elemento central de sus políticas en materia de energía; mientras Bush deseaba ejercer sin cortapisas el poder militar de Estados Unidos, Obama sostiene que éste se debe ejercer en coordinación con los países aliados; mientras Bush disminuía impuestos a los ciudadanos de altos ingresos, Obama los sube para financiar programas de interés social. Esas acciones, aunadas a un estilo y carisma poco comunes, han convertido en un éxito los primeros cien días de Obama. Su popularidad es alta y su capacidad de infundir optimismo también. Según encuestas de The New York Times y de CBS (29 de abril), el presidente ha logrado levantar esperanzas en un país sumido en una seria crisis económica. En efecto, a pesar de esa crisis, 72% de los estadunidenses se sienten optimistas respecto a los próximos cuatro años, aunque reconozcan que algunos problemas serán difíciles de resolver en ese tiempo. Tales éxitos no oscurecen el hecho de que los obstáculos a las políticas de Obama son tan grandes como la popularidad de las mismas. En el campo de las relaciones exteriores los obstáculos son particularmente notorios. La inercia de los problemas heredados de la administración anterior y, en general, de los procesos políticos y culturales en otras partes del mundo, evoluciona en dirección opuesta a lo que Obama busca; así, en momentos de cambio en la política de Estados Unidos se hacen sentir fuerzas encontradas que llevan por caminos distintos deseos y realidades. Dicha situación se advierte claramente en el caso del Medio Oriente. El gobierno de Obama ha expresado su voluntad de alentar un proceso de paz que ponga fin a los enfrentamientos entre Israel y Palestina y conduzca al establecimiento de dos Estados capaces de convivir con fronteras seguras. Este anhelo contrasta con los procesos políticos internos de Israel, donde el avance de los grupos más conservadores que llegaron al poder en febrero ha cerrado la puerta a procesos de paz al negarse, los nuevos dirigentes, a contemplar la creación de un Estado palestino. Todavía más, exigen ahora el reconocimiento de Israel como Estado judío, colocando en situación imposible a los árabes que viven en ese país. En materia de no proliferación y desarme nuclear, esas fuerzas opuestas están también presentes. En el histórico discurso pronunciado en Praga en abril, Obama abordó con audacia el tema de las armas nucleares en el siglo XXI al expresar el compromiso de Estados Unidos de buscar la paz y la seguridad en un mundo libre de armas nucleares. Es la primera vez, en varios años, que se expresa una posición tan decidida a favor del desarme nuclear por parte de una gran potencia. Sin embargo, en el mismo momento en que Obama pronunciaba el discurso, Corea del Norte lanzaba un misil que desafiaba lo establecido en resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU y ponía en evidencia lo difícil o imposible que será convencer a quienes ya adquirieron esas armas de prescindir de ellas, cuando les conceden una amplia capacidad de ejercer chantajes y maniobrar para obtener beneficios. Ahora bien, el problema de mayor envergadura –porque involucra el desencuentro con el islamismo radical, un problema en ascenso, quizá de carácter irreversible– se encuentra en Afganistán y Pakistán. Obama ha cambiado la estrategia estadunidense en Afganistán al poner el acento en el diálogo con sectores talibanes más razonables, recomendar el trabajo con la población de las comunidades rurales, evitar que las acciones se centren exclusivamente en la capital y, simultáneamente, aumentar el número de efectivos militares aunque con directivas y objetivos distintos. Así mismo, ha profundizado las acciones en Pakistán, visto ahora como pieza esencial para contener el regreso de los talibanes. Difícil saber si será posible poner freno a un islamismo agresivo, alimentado por cultura, religión, identificaciones étnicas y odio hacia Occidente en general. Tomando en cuenta estas circunstancias, Afganistán bien podría ser el Vietnam de Barack Obama. Durante los cien primeros días, Obama ha cambiado el tono del discurso en materia de política exterior, ha cambiado la imagen de Estados Unidos y ha puesto sobre la mesa nuevas propuestas para actuar; en mucho justifica las esperanzas que ha despertado. Sin embargo, queda por saber cómo podrá materializar su promesa de construir un mundo más seguro. Faltan los mecanismos diplomáticos para lograr avances en el terreno, fijar objetivos y estrategias y concretar acciones. Algunas pueden poner en duda la imagen tan agradable que proyecta el nuevo presidente. Otras pueden dejar constancia del carácter insoluble de los problemas que se quiere atacar. Ambas pueden llevar a cuestionar la pertinencia o viabilidad de las posiciones asumidas durante los cien primeros días. Lo cierto es que será hasta los próximos mil días del gobierno de Obama cuando será posible saber si pudo cerrar la brecha entre sus aspiraciones y los hechos.
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