Fabricar el universo de un marco jurídico para el hombre, sus derechos y sus libertades es, sin duda, el principal legado de los liberales del siglo XIX.
El siglo del liberalismo fue el del individuo. El reconocimiento de los sujetos como agentes de la evolución social y política era un fenómeno gestado desde su revaloración durante el periodo romántico y constituía un avance sustancial en un escenario donde sólo las corporaciones, los gremios y los estamentos tenían cabida, voz e importancia en política, cultura y sociedad. Si en el futuro hubo otros cambios que demostraran que el sujeto no es nada sino en el entorno de su clase, sociedad y Estado, esta evolución ya moderna no hubiera sido posible sin el sujeto como centro inherente de derechos y obligaciones políticas.
Ese es el principal legado de los liberales mexicanos del siglo XIX: fabricar el universo de un marco jurídico para el hombre, sus derechos y sus libertades. En su momento, el primado del sujeto fue la más revolucionaria de cuantas se habían visto en Occidente desde que los revolucionarios aniquilaron el antiguo régimen de las monarquías absolutas y, como conducta revolucionaria, implicaría la transformación de conceptos que, por viejos y tradicionales, parecían intocables o, al menos, estables a perpetuidad.
El 2 de febrero de 1861, Juárez publicó la Ley de Secularización de Hospitales y Establecimientos de Beneficencia. Aparentemente, pareciera ser la secuela de las que secularizaban los cementerios o el matrimonio; pero, como ocurrió con las demás leyes de Reforma, se trataba de crear nuevas instituciones a través de implantar valores civiles y laicos por encima de los dogmas religiosos y sus instituciones sectarias. Al retirar de manos de la Iglesia una ingente cantidad de recursos y privarla de un mecanismo de sujeción social, como era la beneficencia, los liberales dan el primer paso en aquello que, con los siglos y la evolución política, originaría la justicia social y dejaría de lado, como un pasatiempo de ricos y desocupados, la caridad entendida según el dogma del cristianismo católico.
Hay una profunda diferencia entre caridad y justicia. Caridad viene del latín cáritas, que en su más primitiva acepción se puede traducir como el amor por quien padece una carencia o se encuentra sufriendo, es un bálsamo y no una relación. La Iglesia, en su catecismo todavía vigente, dice que “la caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios”. Es decir, una dación del sujeto a otro cuya inferioridad —real, supuesta, aparente o al menos percibida— requiere otro para subsanar sus carencias; la justicia es otra cosa.
Ésta es, de acuerdo con Bobbio, la aptitud humana que, basada en los principios éticos, morales y jurídicos, persigue como fin supremo lograr el respeto y el adecuado ejercicio de los derechos individuales o colectivos. La justicia se da entre iguales cuyas diferencias son sólo circunstanciales; exige la reparación de esas circunstancias y que todos los sujetos dispongan de la misma plataforma para gozar de sus derechos que son iguales para todos bajo el imperio de la ley.
Es verdad que en el proceso de la secularización de los hospitales y beneficencias practicada por el liberalismo, se encontraba la idea de arrebatar de las manos de una institución que no podía ser controlada, los recursos que extraía de los beneficiarios, es decir, que funcionaba como una institución fiscal, fuera del Estado y obtenía sus recursos de la población, sin control, ley y fiscalización alguna. Pero también es cierto que el proceso para llegar a la conclusión de que debe ser el Estado quien palie las diferencias de clase, fortuna y circunstancia entre sujetos y grupos humanos, parte de la sustitución de valores que fue el movimiento liberal.
Todavía hoy existe, dentro de la acción social, un fuerte elemento de la idea de caridad entendida como reparación social. Y es que la tarea de los liberales no fue un momento que se cumplió y al que se pudiera dar un cambio de página. Los hechos posteriores, desde finales del siglo XIX y durante todo el XX, demostraron que no es caridad lo que los individuos requerimos, sino justicia y, como afirmaban los juristas clásicos, una voluntad constante y perpetua de dar a cada quien lo que le corresponde.
El siglo del liberalismo fue el del individuo. El reconocimiento de los sujetos como agentes de la evolución social y política era un fenómeno gestado desde su revaloración durante el periodo romántico y constituía un avance sustancial en un escenario donde sólo las corporaciones, los gremios y los estamentos tenían cabida, voz e importancia en política, cultura y sociedad. Si en el futuro hubo otros cambios que demostraran que el sujeto no es nada sino en el entorno de su clase, sociedad y Estado, esta evolución ya moderna no hubiera sido posible sin el sujeto como centro inherente de derechos y obligaciones políticas.
Ese es el principal legado de los liberales mexicanos del siglo XIX: fabricar el universo de un marco jurídico para el hombre, sus derechos y sus libertades. En su momento, el primado del sujeto fue la más revolucionaria de cuantas se habían visto en Occidente desde que los revolucionarios aniquilaron el antiguo régimen de las monarquías absolutas y, como conducta revolucionaria, implicaría la transformación de conceptos que, por viejos y tradicionales, parecían intocables o, al menos, estables a perpetuidad.
El 2 de febrero de 1861, Juárez publicó la Ley de Secularización de Hospitales y Establecimientos de Beneficencia. Aparentemente, pareciera ser la secuela de las que secularizaban los cementerios o el matrimonio; pero, como ocurrió con las demás leyes de Reforma, se trataba de crear nuevas instituciones a través de implantar valores civiles y laicos por encima de los dogmas religiosos y sus instituciones sectarias. Al retirar de manos de la Iglesia una ingente cantidad de recursos y privarla de un mecanismo de sujeción social, como era la beneficencia, los liberales dan el primer paso en aquello que, con los siglos y la evolución política, originaría la justicia social y dejaría de lado, como un pasatiempo de ricos y desocupados, la caridad entendida según el dogma del cristianismo católico.
Hay una profunda diferencia entre caridad y justicia. Caridad viene del latín cáritas, que en su más primitiva acepción se puede traducir como el amor por quien padece una carencia o se encuentra sufriendo, es un bálsamo y no una relación. La Iglesia, en su catecismo todavía vigente, dice que “la caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios”. Es decir, una dación del sujeto a otro cuya inferioridad —real, supuesta, aparente o al menos percibida— requiere otro para subsanar sus carencias; la justicia es otra cosa.
Ésta es, de acuerdo con Bobbio, la aptitud humana que, basada en los principios éticos, morales y jurídicos, persigue como fin supremo lograr el respeto y el adecuado ejercicio de los derechos individuales o colectivos. La justicia se da entre iguales cuyas diferencias son sólo circunstanciales; exige la reparación de esas circunstancias y que todos los sujetos dispongan de la misma plataforma para gozar de sus derechos que son iguales para todos bajo el imperio de la ley.
Es verdad que en el proceso de la secularización de los hospitales y beneficencias practicada por el liberalismo, se encontraba la idea de arrebatar de las manos de una institución que no podía ser controlada, los recursos que extraía de los beneficiarios, es decir, que funcionaba como una institución fiscal, fuera del Estado y obtenía sus recursos de la población, sin control, ley y fiscalización alguna. Pero también es cierto que el proceso para llegar a la conclusión de que debe ser el Estado quien palie las diferencias de clase, fortuna y circunstancia entre sujetos y grupos humanos, parte de la sustitución de valores que fue el movimiento liberal.
Todavía hoy existe, dentro de la acción social, un fuerte elemento de la idea de caridad entendida como reparación social. Y es que la tarea de los liberales no fue un momento que se cumplió y al que se pudiera dar un cambio de página. Los hechos posteriores, desde finales del siglo XIX y durante todo el XX, demostraron que no es caridad lo que los individuos requerimos, sino justicia y, como afirmaban los juristas clásicos, una voluntad constante y perpetua de dar a cada quien lo que le corresponde.
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