Después de mucho tiempo de ausencia, me encontré con una ciudad y un país que siguen siendo lo mismo que hace treinta años.
El 25 de abril, por mi trabajo, estaba en Lisboa. Portugal celebraba su día nacional y el recuerdo de una mañana similar, pero 35 años antes, me vino a la mente como aquellas estampas de viaje que se vuelven imperecederas. Sí, ahora disfrutaba de la ciudad. La vez anterior no pude aterrizar en Lisboa, porque acababa de estallar la Revolución de los Claveles, que llevó un aire fresco de democracia a un país sometido por la dictadura. Tuve que esperar cuatro años para conocer esa ciudad marítima. Si viajar es uno de los placeres más grandes para una persona, volver a un lugar luego de muchos años es un doble placer. El reencuentro, como la relectura, es uno de los gustos más entrañables, porque significa reconocerse en las constancias de la personalidad y también en las diferencias. Vivir no es ver volver, dice un viejo proverbio andaluz, pero siempre estamos regresando a nuestros gustos, rincones y recuerdos.
Después de mucho tiempo de ausencia, me encontré con una ciudad y un país que siguen siendo lo mismo que hace treinta años, una tierra de personas sensibles, sin exabruptos o pretensiones, una ciudad y un país abiertos al mar y el mundo; de poetas y descubridores, metrópoli, más que imperial, universal.
Hay algo allá difícil de explicar, algo como entender la profundidad del barroco manuelino que aún en su complejidad es acogedor y dulce. Pocas ciudades tan melancólicas, pues trae recuerdos de tiempos no vividos y épocas no conocidas, como la enormidad del mundo lusitano, o íntimos, como el Fado o la poesía de Fernando Pessoa. Es una capacidad natural para el arte y una infinita apertura a los aires de todo el mundo. Esa particularidad de los portugueses les permite situarse en la delgadísima línea que separa lo sensible de lo excesivo.
Viajar a Portugal, por otra parte, fue encontrar una sociedad trabajadora y pujante; transformada a gran velocidad y hoy con los mejores niveles de vida en muchos años. Sociedad moderna que se transforma en la democracia para crear bienestar. Preocupada por la educación, la cultura, la salud y la alimentación. Es verdad que el lisboeta no parece habituarse aún —como el español o el francés— a la marea de turistas. Pero si en España y Francia encontramos ya la palabra hosca del estar harto del turista o la sonrisa profesional del prestador de servicios, en Portugal hay la serenidad del muy orgulloso de mostrar lo que el turista presencia. Volver a Lisboa es retornar al encuentro del fado y de la Torre de Belem, pero también al recuerdo de los viejos amigos y de los admirados con huella perenne en esa ciudad antigua y nueva a la vez. Es reencontrarse con José Saramago quien dice que el hombre más sabio que vio alguna vez no sabía leer; con el compromiso iberoamericano de Nuno Crus Abecasís, quien con Tierno Galván fundó la Unión de Ciudades Capitales de Iberoamérica, hermanando a las de las naciones que compartíamos raíces históricas, lingüísticas y culturales.
He vuelto de allá con una sonrisa, de esas que se causan cuando uno vuelve a ver a un amigo después de décadas y lo encuentra sano, feliz y próspero. Portugal y Lisboa parecen una buena metáfora de lo que la democracia puede hacer por un país donde las reglas se respetan y los ciudadanos se hacen conscientes de su poder y lo ejercen; un ejemplo de lo que puede lograrse cuando la cultura se hace ejercicio cotidiano, es necesidad básica, grande y fuerte para crecerse sin perder esencia y transformarse sin perder carácter.
Saramago ha escrito uno de los mejores libros de viajes, en Viaje a Portugal expone la realidad de un país que apenas iba a lanzarse a la aventura de la transformación, donde las carencias eran muchas aún, pero el estilo ya estaba presente; hoy ese pueblo ha cambiado, con elegancia y seguridad; es digno de celebrarse y digno también de que tomemos de ahí algunas experiencias y conocimientos.
Lisboa es una sociedad donde los mexicanos nos sentimos a gusto, arrullados por la voz inmortal de Amalia Rodrigues que canta al oído Cheira Lisboa, con lo que de melancólico tiene nuestra cultura; esa otra cara de lo ibérico nos viene bien, porque como nosotros, mantiene esa tensión entre introspección y apertura que ha escrito algunas de nuestras mejores páginas culturales; pero, sobre todo, porque es una ciudad de amable acogida, consecuente con su Praça da Comerço, que tiene, en lugar de cuatro, tres arcadas porque la otra está abierta al mar.
Celebro haber vuelto, también el recuerdo de los amigos, pero más aún su ejemplo, que podríamos poner en la lista de nuestras cosas por perfeccionar.
El 25 de abril, por mi trabajo, estaba en Lisboa. Portugal celebraba su día nacional y el recuerdo de una mañana similar, pero 35 años antes, me vino a la mente como aquellas estampas de viaje que se vuelven imperecederas. Sí, ahora disfrutaba de la ciudad. La vez anterior no pude aterrizar en Lisboa, porque acababa de estallar la Revolución de los Claveles, que llevó un aire fresco de democracia a un país sometido por la dictadura. Tuve que esperar cuatro años para conocer esa ciudad marítima. Si viajar es uno de los placeres más grandes para una persona, volver a un lugar luego de muchos años es un doble placer. El reencuentro, como la relectura, es uno de los gustos más entrañables, porque significa reconocerse en las constancias de la personalidad y también en las diferencias. Vivir no es ver volver, dice un viejo proverbio andaluz, pero siempre estamos regresando a nuestros gustos, rincones y recuerdos.
Después de mucho tiempo de ausencia, me encontré con una ciudad y un país que siguen siendo lo mismo que hace treinta años, una tierra de personas sensibles, sin exabruptos o pretensiones, una ciudad y un país abiertos al mar y el mundo; de poetas y descubridores, metrópoli, más que imperial, universal.
Hay algo allá difícil de explicar, algo como entender la profundidad del barroco manuelino que aún en su complejidad es acogedor y dulce. Pocas ciudades tan melancólicas, pues trae recuerdos de tiempos no vividos y épocas no conocidas, como la enormidad del mundo lusitano, o íntimos, como el Fado o la poesía de Fernando Pessoa. Es una capacidad natural para el arte y una infinita apertura a los aires de todo el mundo. Esa particularidad de los portugueses les permite situarse en la delgadísima línea que separa lo sensible de lo excesivo.
Viajar a Portugal, por otra parte, fue encontrar una sociedad trabajadora y pujante; transformada a gran velocidad y hoy con los mejores niveles de vida en muchos años. Sociedad moderna que se transforma en la democracia para crear bienestar. Preocupada por la educación, la cultura, la salud y la alimentación. Es verdad que el lisboeta no parece habituarse aún —como el español o el francés— a la marea de turistas. Pero si en España y Francia encontramos ya la palabra hosca del estar harto del turista o la sonrisa profesional del prestador de servicios, en Portugal hay la serenidad del muy orgulloso de mostrar lo que el turista presencia. Volver a Lisboa es retornar al encuentro del fado y de la Torre de Belem, pero también al recuerdo de los viejos amigos y de los admirados con huella perenne en esa ciudad antigua y nueva a la vez. Es reencontrarse con José Saramago quien dice que el hombre más sabio que vio alguna vez no sabía leer; con el compromiso iberoamericano de Nuno Crus Abecasís, quien con Tierno Galván fundó la Unión de Ciudades Capitales de Iberoamérica, hermanando a las de las naciones que compartíamos raíces históricas, lingüísticas y culturales.
He vuelto de allá con una sonrisa, de esas que se causan cuando uno vuelve a ver a un amigo después de décadas y lo encuentra sano, feliz y próspero. Portugal y Lisboa parecen una buena metáfora de lo que la democracia puede hacer por un país donde las reglas se respetan y los ciudadanos se hacen conscientes de su poder y lo ejercen; un ejemplo de lo que puede lograrse cuando la cultura se hace ejercicio cotidiano, es necesidad básica, grande y fuerte para crecerse sin perder esencia y transformarse sin perder carácter.
Saramago ha escrito uno de los mejores libros de viajes, en Viaje a Portugal expone la realidad de un país que apenas iba a lanzarse a la aventura de la transformación, donde las carencias eran muchas aún, pero el estilo ya estaba presente; hoy ese pueblo ha cambiado, con elegancia y seguridad; es digno de celebrarse y digno también de que tomemos de ahí algunas experiencias y conocimientos.
Lisboa es una sociedad donde los mexicanos nos sentimos a gusto, arrullados por la voz inmortal de Amalia Rodrigues que canta al oído Cheira Lisboa, con lo que de melancólico tiene nuestra cultura; esa otra cara de lo ibérico nos viene bien, porque como nosotros, mantiene esa tensión entre introspección y apertura que ha escrito algunas de nuestras mejores páginas culturales; pero, sobre todo, porque es una ciudad de amable acogida, consecuente con su Praça da Comerço, que tiene, en lugar de cuatro, tres arcadas porque la otra está abierta al mar.
Celebro haber vuelto, también el recuerdo de los amigos, pero más aún su ejemplo, que podríamos poner en la lista de nuestras cosas por perfeccionar.
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