Los cangrejos se han hecho de fama por caminar para atrás y lastimar con sus tenazas a todo lo que se mueva, sin importar a quién dañen; y ese síndrome es el que se ha apoderado de la vida pública del país en los últimos años, en razón de que nuestros crustáceos políticos ni ven ni oyen ni entienden lo que está sucediendo, y sólo tienen apuntados sus pequeños ojitos al botín, a la pandilla y al pleito inútil, lo cual nos ha llevado a ser el país de más bajo crecimiento económico de América Latina y la peor víctima del desempleo, la inseguridad y la descapitalización.
Este fenómeno no es nuevo en México, ya que se dio en forma descarnada y brutal a partir de 1821, hasta que afortunadamente apareció el primer líder visionario que ha tenido este país, que fue Benito Juárez, quien entendió su momento y su papel en la historia, uniendo al grupo más conspicuo de liberales que lo acompañaron en el gran cisma entre el México colonial y la modernidad, que produjo el primer cambio sustancial en las estructuras políticas y sociales del país.
Al benemérito la muerte lo salvó de convertirse en un dictador, pues ya se había amarrado al poder y a la Presidencia, provocando graves rupturas en el movimiento liberal, pero la tarea estaba hecha, y aun cuando la inmensa mayoría del pueblo había continuado en la pobreza, la ignorancia y la enfermedad, el país ya era otro y el proyecto de un México con futuro estaba planteado.
El siguiente gran líder visionario fue Porfirio Díaz, que comenzó como un heroico y aguerrido militar liberal, para convertirse en el nuevo tlatoani de un México que pasó de la anarquía económica, la inseguridad y la pobreza endémica a un crecimiento nunca antes visto desde la Colonia, fortaleciendo la educación, el orden y el desarrollo en forma que no tenía paralelo en la historia nacional; lamentablemente, como en la época del juarismo, el pueblo fue pretexto y símbolo, pero no beneficiario, y una nueva aristocracia rastacuera y ridícula se fue apoderando de las riendas del país para divorciar al dictador de su proyecto original y del pueblo del que provenía, llevándolo a la crisis de la Revolución y al enfrentamiento con los petroleros estadounidenses que propiciaron la caída del porfiriato.
La Revolución se envolvió en las causas de un pueblo que sólo puso la sangre y la lucha, y poco o nada recibió frente a la ambición desmedida de caciques y generales guerrilleros que vieron en ese movimiento su reivindicación personal y económica, que nunca trascendió al rescate del pueblo al que decían representar; y fue así como Obregón suscribió los oprobiosos Tratados de Bucareli y obtuvo el apoyo de los petroleros estadounidenses, para poder así ejercer la purga política más brutal que hizo surgir al tercer gran líder de la historia moderna del país, Plutarco Elías Calles, quien, en compañía de su asesor, el embajador y representante petrolero Dwight D. Morrow, entendió y aglutinó a todas las fuerzas de los caciques en disputa para convertirlos en la gran sinergia del partido único y de la nueva dictadura que produjo el siguiente cambio fundamental, que estaba hecho de un magno proyecto nacional de progreso y productividad que tenía como instrumentos de control y sometimiento a las Fuerzas Armadas, a la policía, al Ministerio Público y a los jueces, para que todo el país comprendiera que aquel que se disciplinara ante los nuevos caciques tendría la gracia de la seguridad y la justicia, y los revoltosos su aniquilamiento y la muerte.
Ese sistema político se fortaleció a través de la sensibilidad social de Lázaro Cárdenas y Francisco J. Mújica, quienes le dieron al proyecto la legitimación que permitió reivindicar a las masas agrarias y obreras, para convertirlas en un instrumento del poder público que las acogió en su seno, pero las sometió también a sus propios intereses.
Ese modelo ha funcionado durante más de 70 años, y sigue vigente a pesar de su deterioro y de la insensibilidad de sus mínimos administradores, que no alcanzan a comprender que este es un nuevo país que necesita, como en los tiempos de Juárez, de Díaz y de Calles, a líderes que entiendan que México requiere con urgencia de un gran proyecto innovador para salir de esta pesadilla de ceguera y pequeñez por la que estamos transitando con tanto dolor y tantos fracasos.
Este fenómeno no es nuevo en México, ya que se dio en forma descarnada y brutal a partir de 1821, hasta que afortunadamente apareció el primer líder visionario que ha tenido este país, que fue Benito Juárez, quien entendió su momento y su papel en la historia, uniendo al grupo más conspicuo de liberales que lo acompañaron en el gran cisma entre el México colonial y la modernidad, que produjo el primer cambio sustancial en las estructuras políticas y sociales del país.
Al benemérito la muerte lo salvó de convertirse en un dictador, pues ya se había amarrado al poder y a la Presidencia, provocando graves rupturas en el movimiento liberal, pero la tarea estaba hecha, y aun cuando la inmensa mayoría del pueblo había continuado en la pobreza, la ignorancia y la enfermedad, el país ya era otro y el proyecto de un México con futuro estaba planteado.
El siguiente gran líder visionario fue Porfirio Díaz, que comenzó como un heroico y aguerrido militar liberal, para convertirse en el nuevo tlatoani de un México que pasó de la anarquía económica, la inseguridad y la pobreza endémica a un crecimiento nunca antes visto desde la Colonia, fortaleciendo la educación, el orden y el desarrollo en forma que no tenía paralelo en la historia nacional; lamentablemente, como en la época del juarismo, el pueblo fue pretexto y símbolo, pero no beneficiario, y una nueva aristocracia rastacuera y ridícula se fue apoderando de las riendas del país para divorciar al dictador de su proyecto original y del pueblo del que provenía, llevándolo a la crisis de la Revolución y al enfrentamiento con los petroleros estadounidenses que propiciaron la caída del porfiriato.
La Revolución se envolvió en las causas de un pueblo que sólo puso la sangre y la lucha, y poco o nada recibió frente a la ambición desmedida de caciques y generales guerrilleros que vieron en ese movimiento su reivindicación personal y económica, que nunca trascendió al rescate del pueblo al que decían representar; y fue así como Obregón suscribió los oprobiosos Tratados de Bucareli y obtuvo el apoyo de los petroleros estadounidenses, para poder así ejercer la purga política más brutal que hizo surgir al tercer gran líder de la historia moderna del país, Plutarco Elías Calles, quien, en compañía de su asesor, el embajador y representante petrolero Dwight D. Morrow, entendió y aglutinó a todas las fuerzas de los caciques en disputa para convertirlos en la gran sinergia del partido único y de la nueva dictadura que produjo el siguiente cambio fundamental, que estaba hecho de un magno proyecto nacional de progreso y productividad que tenía como instrumentos de control y sometimiento a las Fuerzas Armadas, a la policía, al Ministerio Público y a los jueces, para que todo el país comprendiera que aquel que se disciplinara ante los nuevos caciques tendría la gracia de la seguridad y la justicia, y los revoltosos su aniquilamiento y la muerte.
Ese sistema político se fortaleció a través de la sensibilidad social de Lázaro Cárdenas y Francisco J. Mújica, quienes le dieron al proyecto la legitimación que permitió reivindicar a las masas agrarias y obreras, para convertirlas en un instrumento del poder público que las acogió en su seno, pero las sometió también a sus propios intereses.
Ese modelo ha funcionado durante más de 70 años, y sigue vigente a pesar de su deterioro y de la insensibilidad de sus mínimos administradores, que no alcanzan a comprender que este es un nuevo país que necesita, como en los tiempos de Juárez, de Díaz y de Calles, a líderes que entiendan que México requiere con urgencia de un gran proyecto innovador para salir de esta pesadilla de ceguera y pequeñez por la que estamos transitando con tanto dolor y tantos fracasos.
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