Si se quiere insistir en el mito se puede festejar el ingenio de los jóvenes iracundos del Internet y hasta festinar sus éxitos por venir. También, desde la otra orilla, se puede insistir en la calidad del sistema plural de partidos y de sus árbitros, a quienes poco les faltó para cantar su victoria en un programa de la televisión abierta. Lo que no se puede eludir, desde estas y otras riveras, es la degradación de la política en su clave democrática ni el decaimiento acentuado de la existencia colectiva cuyo epicentro lo forman precisamente los jóvenes, anuladores o abstencionistas tal vez, pero seguramente desempleados, subempleados o inempleables, o en punto de fuga hacia este grotesco exilio interior en que se ha trocado la opción por la criminalidad organizada.
De estos dos escenarios ominosos de una república exánime que no “se prepara para saltar” como el león del poeta Paz y más bien opta por el retiro y el silencio, pocos se acuerdan hoy; desde luego no el gobierno derrotado del licenciado Calderón. Quizás porque el primero de estos panoramas, el del decaimiento flagrante de la política como democracia, reclame de una reforma racional de la política y no sea en sí mismo una causa que emocione a las almas puras; quizás, porque la obsolescencia precoz de la juventud provocada por la sangría productiva nacional y la hecatombe destructiva de nuestra educación pública, supongan también proyectos de largo alcance y visión de conjunto y no puedan traducirse con eficacia en causa movilizadora de sensibilidades modernas.
El caso es que, sitiada en todos sus flancos, la democratización nacional entra en receso con y sin elecciones y grandes vuelcos en la composición política formal, mientras que las fuerzas productivas se oxidan y las relaciones sociales fundamentales se corroen para desembocar en una crisis mayor de proporciones gigantescas. No es en la economía sino en la moral pública donde debe empezarse la búsqueda de una salida de este laberinto que ya suena, huele y duele como horno de todas las vanidades.
Ante el asesinato vil de sus paisanos, el denodado luchador chihuahuense Jaime García Chávez nos advierte: “Todo nos duele. Nos duelen los huesos, los cartílagos, los nervios, los tendones, los músculos, los tejidos más complejos… el corazón. Si tenemos alma, el alma también nos duele. El dolor es inmenso, individual y colectivo. Duele en la calle y en la casa; en la fábrica y en la oficina; en la escuela, en la iglesia y en el templo. Es un dolor omnipresente que aún no se traduce en estado de vergüenza generalizado que mueve voluntades, derroca gobiernos y le da nuevo cauce a la cultura. La noticia del asesinato de Benjamín Le Baron y su cuñado Luis Widmar fue como un rayo fulminante que recorrió la médula espinal de prácticamente todos los chihuahuenses, no se diga de los familiares y miembros de la comunidad mormona del municipio de Galeana, de Chihuahua y de donde quiera que esté un adepto del culto reformado que llegó al país en búsqueda de paz, prosperidad y tolerancia inspirados por los liberales del siglo XIX mexicano.
“En ocasiones similares, apretando los puños, podíamos repetir la conseja del filósofo Spinoza: no llorar sino entender, pero hoy hasta eso es imposible porque el gran dolor, al estar en todas partes, lo sofoca, contiene hasta el entendimiento. ¡Estamos aturdidos!”.
Sí, es el aturdimiento que apabulla la razón y sofoca la indignación lo que nos tiene así, al borde de un abismo que la crisis económica no puede sino volver más hondo, sin fondo a la vista. Como cascada inmisericorde la lista del IMSS abre el arcón de las miserias nacionales acumuladas, incluida la de unas clases dominantes envueltas en la depredación absoluta (¿Quieres ser industrial, constructor, agricultor, profesionista o científico? ¿Para qué tanto lío y riesgo? ¡Consíguete una guardería subrogada del Seguro! ¡A lo seguro, mi hija!). Y así, mientras no se traduzca todo esto y lo que sigue en un “estado de vergüenza generalizado” que nos lleve al riesgo de la obligada, nunca segura, reconstrucción de la república que nos legaron los grandes de la Reforma y que el presidente Cárdenas volviera cantera de esperanzas y alientos todavía no agotada.
De estos dos escenarios ominosos de una república exánime que no “se prepara para saltar” como el león del poeta Paz y más bien opta por el retiro y el silencio, pocos se acuerdan hoy; desde luego no el gobierno derrotado del licenciado Calderón. Quizás porque el primero de estos panoramas, el del decaimiento flagrante de la política como democracia, reclame de una reforma racional de la política y no sea en sí mismo una causa que emocione a las almas puras; quizás, porque la obsolescencia precoz de la juventud provocada por la sangría productiva nacional y la hecatombe destructiva de nuestra educación pública, supongan también proyectos de largo alcance y visión de conjunto y no puedan traducirse con eficacia en causa movilizadora de sensibilidades modernas.
El caso es que, sitiada en todos sus flancos, la democratización nacional entra en receso con y sin elecciones y grandes vuelcos en la composición política formal, mientras que las fuerzas productivas se oxidan y las relaciones sociales fundamentales se corroen para desembocar en una crisis mayor de proporciones gigantescas. No es en la economía sino en la moral pública donde debe empezarse la búsqueda de una salida de este laberinto que ya suena, huele y duele como horno de todas las vanidades.
Ante el asesinato vil de sus paisanos, el denodado luchador chihuahuense Jaime García Chávez nos advierte: “Todo nos duele. Nos duelen los huesos, los cartílagos, los nervios, los tendones, los músculos, los tejidos más complejos… el corazón. Si tenemos alma, el alma también nos duele. El dolor es inmenso, individual y colectivo. Duele en la calle y en la casa; en la fábrica y en la oficina; en la escuela, en la iglesia y en el templo. Es un dolor omnipresente que aún no se traduce en estado de vergüenza generalizado que mueve voluntades, derroca gobiernos y le da nuevo cauce a la cultura. La noticia del asesinato de Benjamín Le Baron y su cuñado Luis Widmar fue como un rayo fulminante que recorrió la médula espinal de prácticamente todos los chihuahuenses, no se diga de los familiares y miembros de la comunidad mormona del municipio de Galeana, de Chihuahua y de donde quiera que esté un adepto del culto reformado que llegó al país en búsqueda de paz, prosperidad y tolerancia inspirados por los liberales del siglo XIX mexicano.
“En ocasiones similares, apretando los puños, podíamos repetir la conseja del filósofo Spinoza: no llorar sino entender, pero hoy hasta eso es imposible porque el gran dolor, al estar en todas partes, lo sofoca, contiene hasta el entendimiento. ¡Estamos aturdidos!”.
Sí, es el aturdimiento que apabulla la razón y sofoca la indignación lo que nos tiene así, al borde de un abismo que la crisis económica no puede sino volver más hondo, sin fondo a la vista. Como cascada inmisericorde la lista del IMSS abre el arcón de las miserias nacionales acumuladas, incluida la de unas clases dominantes envueltas en la depredación absoluta (¿Quieres ser industrial, constructor, agricultor, profesionista o científico? ¿Para qué tanto lío y riesgo? ¡Consíguete una guardería subrogada del Seguro! ¡A lo seguro, mi hija!). Y así, mientras no se traduzca todo esto y lo que sigue en un “estado de vergüenza generalizado” que nos lleve al riesgo de la obligada, nunca segura, reconstrucción de la república que nos legaron los grandes de la Reforma y que el presidente Cárdenas volviera cantera de esperanzas y alientos todavía no agotada.
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