Los derechos humanos están de nuevo en la agenda internacional de México. No se trata, como en épocas pasadas, de reclamos por la falta de democracia o por la persecución a las comunidades zapatistas. Ahora son acusaciones por violación de los derechos humanos en que incurren sectores militares que participan en la lucha contra el crimen organizado.
Es desafortunado que se abra ese flanco de vulnerabilidad en la política exterior de México. Si algo ocurrió en dicha política, a partir del 2001, fue el giro en materia de derechos humanos. México ratificó entonces convenciones y protocolos que se había negado a suscribir durante la época del PRI. Aceptó, también, que organismos internacionales monitorearan la situación de los derechos humanos en México y la instalación de una oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas en nuestro país.
Tales medidas fueron significativas aunque obviamente insuficientes. Como tantos otros intentos panistas, el deseo de diferenciarse del PRI fue más cosmético que de fondo. La política en materia de derechos humanos es buen ejemplo de lo limitado y titubeante del gran cambio que se esperaba de un partido que había batallado en nombre de los derechos humanos. Se firmaron instrumentos internacionales, lo cual es encomiable, pero no se aplicó en contrapartida la acción interna necesaria para cumplir los compromisos adquiridos.
La primera limitación ha sido el descuido de los grupos más vulnerables ante la violación de los derechos humanos, como son las comunidades indígenas. Los acontecimientos que han tenido lugar recientemente en la sierra de Guerrero, ampliamente documentados por organizaciones muy respetadas, defensoras de los derechos humanos, como Fundar, no dejan lugar a dudas sobre la ola represiva que ha caído sobre dichas comunidades. Es sólo un botón de muestra del desamparo ante acciones autoritarias y violentas provenientes de las autoridades, tanto civiles como militares, en que se encuentran los grupos indígenas.
La segunda gran limitación fue no haber emprendido las modificaciones constitucionales requeridas para eliminar el fuero militar, cuando están de por medio delitos cometidos contra grupos civiles. Las disposiciones sobre el fuero militar son el origen de las reservas que México mantiene ante algunos instrumentos internacionales de derechos humanos, reservas vivamente criticadas por la mayoría de los países democráticos en los que no existe esa situación de excepción a favor de los militares.
El problema venía siendo una piedra en el zapato para la imagen internacional de México en materia de derechos humanos, y se ha convertido en un obstáculo insuperable a partir de la serie de acusaciones que han surgido a lo largo del país respecto a la actuación de los militares frente a grupos civiles sospechosos, con o sin razón, de favorecer o participar en el narcotráfico.
Para nadie es una sorpresa que la ampliación de funciones del Ejército hacia campos que corresponden a tareas de policía iba a tener un costo en materia de derechos humanos. Por algo hubo muchos que no compartimos la alegría presidencial cuando inició su sexenio agarrado fuertemente de la mano del Ejército. Hay suficiente evidencia histórica para confirmar que los militares no son, ni por formación ni por responsabilidades, los mejores defensores de los derechos humanos.
Lo que sí fue una sorpresa fue la vinculación que se estableció entre la cooperación con Estados Unidos en materia de lucha contra el narcotráfico y el respeto de los derechos humanos en México. Resulta que un porcentaje (el 15%) de la ayuda para México dentro de la Iniciativa Mérida está condicionada al informe que el Departamento de Estado proporcione al Congreso estadunidense sobre la situación existente en México respecto a tales derechos. Se internacionalizan, así, los ocasionales o frecuentes desmanes castrenses contra la ciudadanía y nos encontramos de nuevo con un gobierno obligado a disimular en el exterior las deficiencias internas para garantizar el respeto a los derechos humanos.
Cierto que las dimensiones alcanzadas por el enfrentamiento con el crimen organizado son de tal magnitud que no es el momento de pedir un retiro de las atribuciones del Ejército. Este ha sido el último recurso para recuperar el control sobre el territorio en algunas ciudades o regiones. Sin embargo, no es posible ocultar los peligros que esto conlleva para los derechos humanos.
La imagen de México no se puede remediar pidiendo a los funcionarios gubernamentales que salgan al mundo afirmando que no hay en México una política de Estado violadora de los derechos humanos. Para enfrentar los peligros en que éstos se encuentran, debido a la ampliación de atribuciones del Ejército, es necesario ir más lejos y, con la misma energía y decisión con que se combate al narcotráfico, poner en pie un programa masivo de promoción de los derechos humanos. Los caminos pueden ser variados, desde cursos intensivos sobre el tema a los grupos castrenses, hasta acciones rápidas y convincentes que ilustren la decisión de consignar y castigar a quienes son acusados de no respetar tales derechos.
Es desafortunado que se abra ese flanco de vulnerabilidad en la política exterior de México. Si algo ocurrió en dicha política, a partir del 2001, fue el giro en materia de derechos humanos. México ratificó entonces convenciones y protocolos que se había negado a suscribir durante la época del PRI. Aceptó, también, que organismos internacionales monitorearan la situación de los derechos humanos en México y la instalación de una oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas en nuestro país.
Tales medidas fueron significativas aunque obviamente insuficientes. Como tantos otros intentos panistas, el deseo de diferenciarse del PRI fue más cosmético que de fondo. La política en materia de derechos humanos es buen ejemplo de lo limitado y titubeante del gran cambio que se esperaba de un partido que había batallado en nombre de los derechos humanos. Se firmaron instrumentos internacionales, lo cual es encomiable, pero no se aplicó en contrapartida la acción interna necesaria para cumplir los compromisos adquiridos.
La primera limitación ha sido el descuido de los grupos más vulnerables ante la violación de los derechos humanos, como son las comunidades indígenas. Los acontecimientos que han tenido lugar recientemente en la sierra de Guerrero, ampliamente documentados por organizaciones muy respetadas, defensoras de los derechos humanos, como Fundar, no dejan lugar a dudas sobre la ola represiva que ha caído sobre dichas comunidades. Es sólo un botón de muestra del desamparo ante acciones autoritarias y violentas provenientes de las autoridades, tanto civiles como militares, en que se encuentran los grupos indígenas.
La segunda gran limitación fue no haber emprendido las modificaciones constitucionales requeridas para eliminar el fuero militar, cuando están de por medio delitos cometidos contra grupos civiles. Las disposiciones sobre el fuero militar son el origen de las reservas que México mantiene ante algunos instrumentos internacionales de derechos humanos, reservas vivamente criticadas por la mayoría de los países democráticos en los que no existe esa situación de excepción a favor de los militares.
El problema venía siendo una piedra en el zapato para la imagen internacional de México en materia de derechos humanos, y se ha convertido en un obstáculo insuperable a partir de la serie de acusaciones que han surgido a lo largo del país respecto a la actuación de los militares frente a grupos civiles sospechosos, con o sin razón, de favorecer o participar en el narcotráfico.
Para nadie es una sorpresa que la ampliación de funciones del Ejército hacia campos que corresponden a tareas de policía iba a tener un costo en materia de derechos humanos. Por algo hubo muchos que no compartimos la alegría presidencial cuando inició su sexenio agarrado fuertemente de la mano del Ejército. Hay suficiente evidencia histórica para confirmar que los militares no son, ni por formación ni por responsabilidades, los mejores defensores de los derechos humanos.
Lo que sí fue una sorpresa fue la vinculación que se estableció entre la cooperación con Estados Unidos en materia de lucha contra el narcotráfico y el respeto de los derechos humanos en México. Resulta que un porcentaje (el 15%) de la ayuda para México dentro de la Iniciativa Mérida está condicionada al informe que el Departamento de Estado proporcione al Congreso estadunidense sobre la situación existente en México respecto a tales derechos. Se internacionalizan, así, los ocasionales o frecuentes desmanes castrenses contra la ciudadanía y nos encontramos de nuevo con un gobierno obligado a disimular en el exterior las deficiencias internas para garantizar el respeto a los derechos humanos.
Cierto que las dimensiones alcanzadas por el enfrentamiento con el crimen organizado son de tal magnitud que no es el momento de pedir un retiro de las atribuciones del Ejército. Este ha sido el último recurso para recuperar el control sobre el territorio en algunas ciudades o regiones. Sin embargo, no es posible ocultar los peligros que esto conlleva para los derechos humanos.
La imagen de México no se puede remediar pidiendo a los funcionarios gubernamentales que salgan al mundo afirmando que no hay en México una política de Estado violadora de los derechos humanos. Para enfrentar los peligros en que éstos se encuentran, debido a la ampliación de atribuciones del Ejército, es necesario ir más lejos y, con la misma energía y decisión con que se combate al narcotráfico, poner en pie un programa masivo de promoción de los derechos humanos. Los caminos pueden ser variados, desde cursos intensivos sobre el tema a los grupos castrenses, hasta acciones rápidas y convincentes que ilustren la decisión de consignar y castigar a quienes son acusados de no respetar tales derechos.
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