Un grupo de líderes del Partido Acción Nacional, a punto de celebrarse, o más bien dejarse de celebrar el bicentenario de la Independencia, descubre la autonomía. También ellos pueden ser independientes, también ellos pueden llamar a filas a su disidencia que, a pesar de ellos, existe. Y en este proceso lo que se transparenta es la ausencia de ideas, de un lado y de otro del conflicto, un desfile de carencias culturales e ideológicas que prueba lo que debería ser obvio: la educación de élite ha logrado deshacerse de su capacidad de enseñanza, por lo menos en lo relativo a su formación de líderes políticos. Se han educado para concentrar el mando y no les ha ido tan mal, si se toma en cuenta que han dependido de todo menos de una formación rigurosa y de un entendimiento esencial del país y del mundo. ¡Oh dioses, oh fábulas del tiempo, oh indiscreciones de la historia! Una élite que en el momento de enojarse y sublevarse no encuentra a mano sino el habla partidaria del PRI y del PRD. De estos dos partidos, también en ruinas en lo tocante a la articulación ideológica, el PRI ya en su mayoría proviene de esta forja de élites, a precio caro y bilingüe; el PRD en su mayoría aún proviene de la educación de masas, aunque los resultados en todos los casos, excepciones debidas, difamen a la enseñanza.
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El proceso viene del siglo XIX. Al aprobarse la enseñanza laica, la derecha y la Iglesia católica deciden preservar una zona de exclusividad: la educación de las élites, en la que necesariamente lo religioso ha de garantizar la unión del compromiso ideológico con las ventajas sociales. En este medio, la lealtad a los rituales, no a las convicciones, es también certificado de clase. Todos pueden ser creyentes pero sólo algunos reciben al mismo tiempo la fe y las garantías de pertenecer a la cumbre, con todo y pirámides de indulgencias.
A los liberales esto no les importa en demasía porque en la segunda mitad del siglo XIX lo urgente es el acceso a la alfabetización, de uso tan restringido hasta entonces. “Gobernar es poblar”, dice Alberdi en Argentina, y los liberales mexicanos podrían exclamar: “Educar es poblar”; porque, con expresiones distintas, están convencidos de algo esencial: el Estado tiene como punto de partida la construcción de la ética republicana. De allí la introducción a la Ley Orgánica de Instrucción Pública (2 de diciembre de 1867): “Considerando que difundir la ilustración en el pueblo es el medio más seguro y eficaz de moralizarlo y de establecer de una manera sólida la libertad y el respeto a la Constitución y a las leyes...”.
Entre 1860 (Leyes de Reforma) y 1867 (Ley Orgánica de Instrucción Pública) han pasado demasiadas cosas: guerras civiles, intervenciones extranjeras, debilitamiento y desprestigio del clero, “saltos mentales” en la población. Los liberales ya están al tanto: los pobres requieren de la instrucción primaria gratuita y obligatoria. En una investigación de primer orden, Nacionalismo y educación en México (Colmex, 1975), Josefina Vázquez señala los pasos del proceso: la incorporación de las niñas, la necesidad de estudiar las leyes fundamentales del país, la autonomía de la moral. “Era necesario —explica Josefina Vázquez— seguir el viejo consejo del doctor Mora de aprovechar la niñez para formar nuevos hombres. Había que arrancar la educación de las garras del clero y difundir ampliamente la enseñanza”.
Y Gabino Barreda, fundador de la Escuela de Estudios Preparatorios, sintetiza el proyecto: “No basta para uniformar esta conducta con que el gobierno expida leyes que lo exijan... para que la conducta práctica sea, en cuanto cabe, suficientemente armónica con las necesidades reales de la sociedad, es preciso que haya un fondo común de verdades de que todos partamos”.
Ese fondo común de verdades aprovecha la tradición (Roma no se deshizo en un día) y recurre a los nuevos conocimientos, a la sociología, a la filosofía. Se pone entre paréntesis a “las verdades reveladas” y se busca un corpus de verdades que vengan de la historia, la ciencia y la realidad (una selección de costumbres de la vida cotidiana).
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A principios del siglo XX la educación laica parece confinada a la ciudad de México, y al estallar la Revolución se prodigan condenas de los insurrectos, se maldice a la Constitución de 1917 (en especial al artículo tercero), se declara a Plutarco Elías Calles el anticristo, y se prodigan mentiras, calumnias, necedades, tonterías. Y, de nuevo, las escuelas particulares son refugio del tradicionalismo.
En la sociedad, el clero busca el consenso en torno a un dogma: el que no es católico no es mexicano. Esto tiene más repercusiones de las previstas y, sin que se verbalice, acaba por creerse. La plena ciudadanía depende de la religión que públicamente se profese. La élite, todavía hasta 1967, juzga conveniente educarse en la UNAM, no confía en otros sistemas de conocimiento. Luego, el odio al radicalismo y la radicalización fortalecen los territorios a donde acuden los que, por clase y por sistema de poder, van a gobernar.
La crisis de valores tiene que ver en lo básico con el arrasamiento de los intereses colectivos en favor del individualismo más atroz. Ante eso no hay respuestas fáciles. ¿Qué lleva al estudiante de escuelas privadas o públicas a la adopción de valores “inaplicables” en la realidad? ¿Qué ofrece el ejercicio de la honradez y la honestidad en un medio regido por el capitalismo salvaje, y qué crédito darle al respeto por la naturaleza en medios guiados por la destrucción ecológica? El niño o la niña entran en conflicto al recibir educación religiosa en casa y educación laica en la escuela, entre otras cosas porque no reciben educación religiosa en casi ninguno de los hogares católicos. Según afirman varios obispos, las familias mexicanas, en su mayoría, dicen ser católicas pero en rigor profesan el “ateísmo funcional”, o de otro modo no se explica la constante solicitud de una “nueva evangelización”. Pero ese no es el tema, sino la estricta formación universitaria de las minorías, esa que ahora no se advierte en los debates de Acción Nacional, sostenidos en lo básico por el rezongo, la gana de no permitir que el maestro venda los gises y los pizarrones, y la incapacidad de expresar lo que creen porque todavía no lo han memorizado.
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El proceso viene del siglo XIX. Al aprobarse la enseñanza laica, la derecha y la Iglesia católica deciden preservar una zona de exclusividad: la educación de las élites, en la que necesariamente lo religioso ha de garantizar la unión del compromiso ideológico con las ventajas sociales. En este medio, la lealtad a los rituales, no a las convicciones, es también certificado de clase. Todos pueden ser creyentes pero sólo algunos reciben al mismo tiempo la fe y las garantías de pertenecer a la cumbre, con todo y pirámides de indulgencias.
A los liberales esto no les importa en demasía porque en la segunda mitad del siglo XIX lo urgente es el acceso a la alfabetización, de uso tan restringido hasta entonces. “Gobernar es poblar”, dice Alberdi en Argentina, y los liberales mexicanos podrían exclamar: “Educar es poblar”; porque, con expresiones distintas, están convencidos de algo esencial: el Estado tiene como punto de partida la construcción de la ética republicana. De allí la introducción a la Ley Orgánica de Instrucción Pública (2 de diciembre de 1867): “Considerando que difundir la ilustración en el pueblo es el medio más seguro y eficaz de moralizarlo y de establecer de una manera sólida la libertad y el respeto a la Constitución y a las leyes...”.
Entre 1860 (Leyes de Reforma) y 1867 (Ley Orgánica de Instrucción Pública) han pasado demasiadas cosas: guerras civiles, intervenciones extranjeras, debilitamiento y desprestigio del clero, “saltos mentales” en la población. Los liberales ya están al tanto: los pobres requieren de la instrucción primaria gratuita y obligatoria. En una investigación de primer orden, Nacionalismo y educación en México (Colmex, 1975), Josefina Vázquez señala los pasos del proceso: la incorporación de las niñas, la necesidad de estudiar las leyes fundamentales del país, la autonomía de la moral. “Era necesario —explica Josefina Vázquez— seguir el viejo consejo del doctor Mora de aprovechar la niñez para formar nuevos hombres. Había que arrancar la educación de las garras del clero y difundir ampliamente la enseñanza”.
Y Gabino Barreda, fundador de la Escuela de Estudios Preparatorios, sintetiza el proyecto: “No basta para uniformar esta conducta con que el gobierno expida leyes que lo exijan... para que la conducta práctica sea, en cuanto cabe, suficientemente armónica con las necesidades reales de la sociedad, es preciso que haya un fondo común de verdades de que todos partamos”.
Ese fondo común de verdades aprovecha la tradición (Roma no se deshizo en un día) y recurre a los nuevos conocimientos, a la sociología, a la filosofía. Se pone entre paréntesis a “las verdades reveladas” y se busca un corpus de verdades que vengan de la historia, la ciencia y la realidad (una selección de costumbres de la vida cotidiana).
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A principios del siglo XX la educación laica parece confinada a la ciudad de México, y al estallar la Revolución se prodigan condenas de los insurrectos, se maldice a la Constitución de 1917 (en especial al artículo tercero), se declara a Plutarco Elías Calles el anticristo, y se prodigan mentiras, calumnias, necedades, tonterías. Y, de nuevo, las escuelas particulares son refugio del tradicionalismo.
En la sociedad, el clero busca el consenso en torno a un dogma: el que no es católico no es mexicano. Esto tiene más repercusiones de las previstas y, sin que se verbalice, acaba por creerse. La plena ciudadanía depende de la religión que públicamente se profese. La élite, todavía hasta 1967, juzga conveniente educarse en la UNAM, no confía en otros sistemas de conocimiento. Luego, el odio al radicalismo y la radicalización fortalecen los territorios a donde acuden los que, por clase y por sistema de poder, van a gobernar.
La crisis de valores tiene que ver en lo básico con el arrasamiento de los intereses colectivos en favor del individualismo más atroz. Ante eso no hay respuestas fáciles. ¿Qué lleva al estudiante de escuelas privadas o públicas a la adopción de valores “inaplicables” en la realidad? ¿Qué ofrece el ejercicio de la honradez y la honestidad en un medio regido por el capitalismo salvaje, y qué crédito darle al respeto por la naturaleza en medios guiados por la destrucción ecológica? El niño o la niña entran en conflicto al recibir educación religiosa en casa y educación laica en la escuela, entre otras cosas porque no reciben educación religiosa en casi ninguno de los hogares católicos. Según afirman varios obispos, las familias mexicanas, en su mayoría, dicen ser católicas pero en rigor profesan el “ateísmo funcional”, o de otro modo no se explica la constante solicitud de una “nueva evangelización”. Pero ese no es el tema, sino la estricta formación universitaria de las minorías, esa que ahora no se advierte en los debates de Acción Nacional, sostenidos en lo básico por el rezongo, la gana de no permitir que el maestro venda los gises y los pizarrones, y la incapacidad de expresar lo que creen porque todavía no lo han memorizado.
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