Las elecciones intermedias sirven, en los regímenes presidenciales, para confirmar la mayoría del partido o coalición en el gobierno, para ajustarla o para revertirla. Tienen así un carácter plebiscitario y pueden representar por su contundencia, como las del 5 de julio, una revocación virtual del mandato del Ejecutivo.
En los sistemas parlamentarios cada elección legislativa arroja una mayoría que forma gobierno o reemplaza al anterior. Si así fuera en nuestro país, Calderón volvería a casa el 1 de septiembre. Estamos sin embargo condenados a una ambigüedad paralizante que propicia todos los contubernios, de los que apenas son botones de muestra las listas de concesionarios de guarderías.
Algunos especialistas y legisladores vienen planteando desde fines de los 90 —cuando comenzaron los “gobiernos divididos”— la adopción de un sistema de “gabinete” cuyo jefe e integrantes sean designados por el Congreso a propuesta del Ejecutivo. Otros nos inclinamos por un régimen semipresidencial, en el que se diferencien con nitidez Estado y gobierno.
La pequeñez intelectual y la inercia residual del poder han frenado durante un decenio la reforma de las instituciones, cuya urgencia es incuestionable. En vez de festejar victorias pírricas o lamentar derrotas anunciadas, bien harían los nuevos parlamentarios en encarar con seriedad la tarea. Los ciudadanos —nulos o válidos— esperarían un pronunciamiento claro de cada partido.
Las reformas electorales del 2007 no pasaron la primera prueba. Fueron comicios sin árbitro: vacuos y manipulados. La “oferta política” no existió, sólo el hartazgo de pancartas y mensajes redundantes y mentirosos; con frecuencia ilegales y defraudadores de la confianza pública. El Consejo del IFE rehusó promover el debate democrático, como es su deber constitucional.
Los conflictos internos y entre partidos los hicieron un torneo de injurias. La guerra sucia volvió por sus fueros, principalmente a cargo del morador de Los Pinos y de su chivo expiatorio. El Ejecutivo gastó más en propaganda electrónica que todos los partidos en el 2006. Los medios burlaron a sus reguladores y vendieron por debajo de la mesa todos los favores que quisieron pagarles.
Hubo muertos antes y durante la jornada y en algunas casillas aparecieron los narcos con sus cuernos de chivo. La compra y coerción del voto conocieron una nueva primavera y los votantes cautivos fueron proporcionalmente más numerosos que en el viejo régimen. En ello consistió, rigurosamente, la vuelta al pasado.
Fue una elección de gobernadores —ogritos filantrópicos. En realidad sólo dos perdieron: el de Sonora, presumiblemente por la quema de niños y el de Querétaro, cuyo territorio fue políticamente anexado al estado de México. En San Luis ganó el mandatario local con un personero de otro partido, en detrimento de su adversario en el propio. El regreso al PNR, sin el contrapeso suficiente de caudillos ni instituciones nacionales.
Nuestro universo electoral está compuesto sobre todo de láminas, despensas, acarreos y televisoras codiciosas. La “dureza” del voto es menos un grado de la convicción que de la ministración. Por ello es alta la capacidad de reproducción del poder y —salvo conmociones excepcionales— los comicios están decididos de antemano.
El sistema representativo está falseado por la intermediación y la abusiva utilización de la miseria. La abstención y el “anulismo” redujeron la franja del voto libre y contribuyeron al triunfo del sufragio controlado. Sólo 12% de la lista nominal —poco más de la décima parte de los electores— votó por el partido en el gobierno y los “ganadores” se alzaron apenas con 16% —menos de la sexta parte de la ciudadanía.
El retrato más nítido de una transición fracasada: elecciones clonadas en poderes feudales, supremacía de la pantalla y el dinero, autoridades sin sustento democrático e instituciones públicas en bancarrota. Tiempo para comenzar de nuevo.
En los sistemas parlamentarios cada elección legislativa arroja una mayoría que forma gobierno o reemplaza al anterior. Si así fuera en nuestro país, Calderón volvería a casa el 1 de septiembre. Estamos sin embargo condenados a una ambigüedad paralizante que propicia todos los contubernios, de los que apenas son botones de muestra las listas de concesionarios de guarderías.
Algunos especialistas y legisladores vienen planteando desde fines de los 90 —cuando comenzaron los “gobiernos divididos”— la adopción de un sistema de “gabinete” cuyo jefe e integrantes sean designados por el Congreso a propuesta del Ejecutivo. Otros nos inclinamos por un régimen semipresidencial, en el que se diferencien con nitidez Estado y gobierno.
La pequeñez intelectual y la inercia residual del poder han frenado durante un decenio la reforma de las instituciones, cuya urgencia es incuestionable. En vez de festejar victorias pírricas o lamentar derrotas anunciadas, bien harían los nuevos parlamentarios en encarar con seriedad la tarea. Los ciudadanos —nulos o válidos— esperarían un pronunciamiento claro de cada partido.
Las reformas electorales del 2007 no pasaron la primera prueba. Fueron comicios sin árbitro: vacuos y manipulados. La “oferta política” no existió, sólo el hartazgo de pancartas y mensajes redundantes y mentirosos; con frecuencia ilegales y defraudadores de la confianza pública. El Consejo del IFE rehusó promover el debate democrático, como es su deber constitucional.
Los conflictos internos y entre partidos los hicieron un torneo de injurias. La guerra sucia volvió por sus fueros, principalmente a cargo del morador de Los Pinos y de su chivo expiatorio. El Ejecutivo gastó más en propaganda electrónica que todos los partidos en el 2006. Los medios burlaron a sus reguladores y vendieron por debajo de la mesa todos los favores que quisieron pagarles.
Hubo muertos antes y durante la jornada y en algunas casillas aparecieron los narcos con sus cuernos de chivo. La compra y coerción del voto conocieron una nueva primavera y los votantes cautivos fueron proporcionalmente más numerosos que en el viejo régimen. En ello consistió, rigurosamente, la vuelta al pasado.
Fue una elección de gobernadores —ogritos filantrópicos. En realidad sólo dos perdieron: el de Sonora, presumiblemente por la quema de niños y el de Querétaro, cuyo territorio fue políticamente anexado al estado de México. En San Luis ganó el mandatario local con un personero de otro partido, en detrimento de su adversario en el propio. El regreso al PNR, sin el contrapeso suficiente de caudillos ni instituciones nacionales.
Nuestro universo electoral está compuesto sobre todo de láminas, despensas, acarreos y televisoras codiciosas. La “dureza” del voto es menos un grado de la convicción que de la ministración. Por ello es alta la capacidad de reproducción del poder y —salvo conmociones excepcionales— los comicios están decididos de antemano.
El sistema representativo está falseado por la intermediación y la abusiva utilización de la miseria. La abstención y el “anulismo” redujeron la franja del voto libre y contribuyeron al triunfo del sufragio controlado. Sólo 12% de la lista nominal —poco más de la décima parte de los electores— votó por el partido en el gobierno y los “ganadores” se alzaron apenas con 16% —menos de la sexta parte de la ciudadanía.
El retrato más nítido de una transición fracasada: elecciones clonadas en poderes feudales, supremacía de la pantalla y el dinero, autoridades sin sustento democrático e instituciones públicas en bancarrota. Tiempo para comenzar de nuevo.
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