Ahora que varios países latinoamericanos se aprestan a conmemorar sus independencias, resulta inevitable dirigir la mirada hacia la figura que mejor encarna los ideales despertados entonces, y su fracaso. Más que en el Libertador, el héroe o el mito que no cesa de ser invocado por tirios y troyanos, vale la pena detenerse en el Simón Bolívar que, una vez derrotados los ejércitos realistas, debió enfrentarse de manera brutal a la nueva realidad latinoamericana que en buena medida él contribuyó a concebir.
Tras lograr las independencias de Venezuela y Nueva Granada, y haber consumado la del Perú, Bolívar consagró el resto de sus días a resistir el sinfín de asonadas y conspiraciones que se sucedieron en su contra. Frente a la figura marmórea del prócer, resulta un tanto anticlimático este Bolívar dedicado a la “pequeña política” que se vio obligado a desentenderse de los asuntos de Estado para contener las tentaciones de los caudillos que brotaban como hongos y que a la larga lo apartarían del poder. Los responsables de los bicentenarios quizá prefieran al Bolívar joven o triunfante, pero es probable que este Bolívar postrero y achacoso, tan venerado como detestado, pueda hablarnos mejor de los problemas que hoy en día nos aquejan.
Durante el turbulento periodo de 1825 a 1830, Bolívar fue testigo y protagonista de los mecanismos centrífugos y centrípetos que desgarrarían a América Latina en los decenios venideros. Si por una parte Bolívar no tardó en proclamar su “sueño”, es decir, el proyecto planteado en el inverosímil Congreso Anfictiónico de Panamá de 1826 de imaginar una sola nación desde la Alta California hasta la Tierra del Fuego, por la otra las prolongadas luchas contra los peninsulares reforzaron la convicción de que cada territorio debía construirse su propia identidad nacional. Los ideales de Bolívar se revelaron impracticables: el único vínculo entre los virreinatos y capitanías generales radicaba en su dependencia de Madrid; desaparecida ésta, cada aristocracia local se empeñó en diferenciarse de sus vecinos. Paradójicamente, las naciones que acababan de separarse de Europa se apresuraron a importar la principal moda europea de la época, el nacionalismo, con su inevitable carga de discriminación y su parafernalia de historias oficiales y catecismos patrióticos.
Muy a su pesar, Bolívar se convirtió en el artífice —y la primera víctima— de este enfrentamiento entre lo local y lo global que presagiaba algunas de las contradicciones de América Latina a principios del siglo XXI. La imposibilidad de lidiar con las reivindicaciones regionales llevó a Bolívar a flirtear con el autoritarismo e incluso la monarquía y, tal como ha narrado García Márquez en El general en su laberinto, terminó por minar su prestigio y su salud. En su lecho de muerte en la quinta de San Pedro Alejandrino, Bolívar no tenía demasiadas razones para sentirse satisfecho: no sólo la unión de la América española se había revelado una quimera, sino que ni siquiera la Gran Colombia conseguiría mantenerse en pie. Solo, lejos del boato y la gloria, la agonía de Bolívar en Santa Marta representó también el fin de su sueño.
Durante el siglo XIX y la mitad del XX, los ideales bolivarianos quedaron sepultados en medio de las guerras, invasiones, golpes de Estado, revoluciones y dictaduras que infestaron a América Latina; fuera de unos cuantos intelectuales, nunca demasiado influyentes, las nuevas naciones se desentendieron de su herencia. Aun así, debe subrayarse que, si bien el continente nunca estuvo más dividido, los intercambios culturales se mantuvieron: compañías itinerantes, libros que circulaban continentalmente, y diarios y revistas que viajaban de México a Buenos Aires preservaban el conocimiento de norte a sur, al menos entre las élites.
A partir del triunfo de la Revolución Cubana en 1959, una nueva ola de latinoamericanismo se expandió por la región, encabezada por esa cofradía de “plenipotenciarios” conocida como el Boom. Poco a poco la deriva dictatorial de Castro y el lento triunfo de la democracia en la región hicieron que los ideales bolivarianos pasaran de pronto a segundo término. A dos siglos de que se iniciasen los movimientos de independencia, se mantienen como eso: hermosos anhelos, listos para ser usados o manipulados por cualquiera.
Seré incluso más drástico: a principios del siglo XXI, ese territorio imaginario bautizado como América Latina prácticamente ha dejado de existir. Las relaciones culturales entre sus países se han reducido al mínimo: los consorcios editoriales apenas se preocupan por circular sus libros y no hay una sola revista intelectual que circule continentalmente. Tampoco hay tendencias reconocibles en la literatura y la ignorancia del público hacia la vida artística de sus vecinos es más drástica que nunca. Y, por más que se diga, por el momento la red no ha logrado paliar este vacío. (La música popular sigue otra lógica, estrictamente mercantil.) América Latina se ha convertido en un lugar cada vez más normal, y por tanto más aburrido.
¿Qué queda hoy de la América soñada por Bolívar? Muy poco: resabios del catolicismo, la lengua española —dominante pero ya no única—, ciertas tradiciones indígenas, algunas instituciones y un conjunto de democracias aquejadas por numerosos problemas, el mayor de los cuales es la desigualdad. Políticamente, la situación no es mejor. México, hasta hace no mucho cabeza de la región, ya ha dejado de formar parte de América Latina: para bien o para mal, su integración se lleva a cabo con Estados Unidos y Canadá y, si bien el TLCAN no contempla ninguna integración real, la migración y la dinámica social de sus miembros apuntan a un proceso irreversible. En Sudamérica, en contraste, se han puesto en marcha incipientes procesos de unidad, jalonados por el liderazgo que se disputan —de manera tan feroz como sigilosa— la Venezuela de Chávez y el Brasil de Lula.
Ha sido Chávez quien más se ha esforzado por resucitar la figura de Bolívar, al grado de presentarse como su reencarnación. Para entender el extraño régimen que ha creado en Venezuela —mezcla de democracia, socialismo, autoritarismo y populismo—, resulta necesario estudiar la forma como ha reinterpretado el legado bolivariano, contaminándolo con un marxismo primario y asociándolo con su fobia antiestadounidense. En cada momento difícil, Chávez ha buscado a ese Bolívar terminal, sometido a la ambición de los caudillos regionales, víctima de golpes de Estado e intentos de asesinato. Pero, pese a sus tentaciones autoritarias, Bolívar jamás acumuló un poder como el de Chávez. En términos de política exterior, el neobolivarianismo de Chávez tampoco es un proyecto integrador, sino una herramienta por la cual un solo país, rico en recursos petroleros, trata de influir en sus estados subsidiarios. El espíritu del Congreso de Panamá queda muy lejos: Chávez usa su posición para conseguir acuerdos regionales, valiosos en algunos términos pero que, dada su naturaleza hiperideológica, jamás alcanzarán a los países que le son desafectos.
Slavoj Zizek ha repetido que los verdaderos actos políticos son aquellos que permiten pensar lo impensable. Quizá la única manera de llevar a cabo el sueño de Bolívar sea dejando de lado a América Latina. Al acercarse a Estados Unidos —con una población hispana cada vez más relevante— y Canadá, México ya no pertenece a la región, mientras que en el sur resulta cada vez más claro que su centro neurálgico recaerá en Brasil. Ello supondría que, al cabo de unas cuantas décadas, acaso podamos imaginar dos regiones más o menos cohesionadas, Norte y Sudamérica, con Centroamérica y el Caribe como puentes. Y, si la lógica centrípeta venciese por fin al nacionalismo, acaso el tricentenario de las independencias podría celebrarse con una auténtica unión, en condiciones de igualdad y respeto, de todos los países de América. Sé que esta posibilidad incomodará a muchos, pero es la mejor esperanza que tienen sus habitantes de desarrollar sistemas democráticos más sólidos, transparentes y equitativos, desprovistos del oprobio que significan las fronteras nacionales. Quizá a Bolívar no le disgustaría tanto la idea.
Tras lograr las independencias de Venezuela y Nueva Granada, y haber consumado la del Perú, Bolívar consagró el resto de sus días a resistir el sinfín de asonadas y conspiraciones que se sucedieron en su contra. Frente a la figura marmórea del prócer, resulta un tanto anticlimático este Bolívar dedicado a la “pequeña política” que se vio obligado a desentenderse de los asuntos de Estado para contener las tentaciones de los caudillos que brotaban como hongos y que a la larga lo apartarían del poder. Los responsables de los bicentenarios quizá prefieran al Bolívar joven o triunfante, pero es probable que este Bolívar postrero y achacoso, tan venerado como detestado, pueda hablarnos mejor de los problemas que hoy en día nos aquejan.
Durante el turbulento periodo de 1825 a 1830, Bolívar fue testigo y protagonista de los mecanismos centrífugos y centrípetos que desgarrarían a América Latina en los decenios venideros. Si por una parte Bolívar no tardó en proclamar su “sueño”, es decir, el proyecto planteado en el inverosímil Congreso Anfictiónico de Panamá de 1826 de imaginar una sola nación desde la Alta California hasta la Tierra del Fuego, por la otra las prolongadas luchas contra los peninsulares reforzaron la convicción de que cada territorio debía construirse su propia identidad nacional. Los ideales de Bolívar se revelaron impracticables: el único vínculo entre los virreinatos y capitanías generales radicaba en su dependencia de Madrid; desaparecida ésta, cada aristocracia local se empeñó en diferenciarse de sus vecinos. Paradójicamente, las naciones que acababan de separarse de Europa se apresuraron a importar la principal moda europea de la época, el nacionalismo, con su inevitable carga de discriminación y su parafernalia de historias oficiales y catecismos patrióticos.
Muy a su pesar, Bolívar se convirtió en el artífice —y la primera víctima— de este enfrentamiento entre lo local y lo global que presagiaba algunas de las contradicciones de América Latina a principios del siglo XXI. La imposibilidad de lidiar con las reivindicaciones regionales llevó a Bolívar a flirtear con el autoritarismo e incluso la monarquía y, tal como ha narrado García Márquez en El general en su laberinto, terminó por minar su prestigio y su salud. En su lecho de muerte en la quinta de San Pedro Alejandrino, Bolívar no tenía demasiadas razones para sentirse satisfecho: no sólo la unión de la América española se había revelado una quimera, sino que ni siquiera la Gran Colombia conseguiría mantenerse en pie. Solo, lejos del boato y la gloria, la agonía de Bolívar en Santa Marta representó también el fin de su sueño.
Durante el siglo XIX y la mitad del XX, los ideales bolivarianos quedaron sepultados en medio de las guerras, invasiones, golpes de Estado, revoluciones y dictaduras que infestaron a América Latina; fuera de unos cuantos intelectuales, nunca demasiado influyentes, las nuevas naciones se desentendieron de su herencia. Aun así, debe subrayarse que, si bien el continente nunca estuvo más dividido, los intercambios culturales se mantuvieron: compañías itinerantes, libros que circulaban continentalmente, y diarios y revistas que viajaban de México a Buenos Aires preservaban el conocimiento de norte a sur, al menos entre las élites.
A partir del triunfo de la Revolución Cubana en 1959, una nueva ola de latinoamericanismo se expandió por la región, encabezada por esa cofradía de “plenipotenciarios” conocida como el Boom. Poco a poco la deriva dictatorial de Castro y el lento triunfo de la democracia en la región hicieron que los ideales bolivarianos pasaran de pronto a segundo término. A dos siglos de que se iniciasen los movimientos de independencia, se mantienen como eso: hermosos anhelos, listos para ser usados o manipulados por cualquiera.
Seré incluso más drástico: a principios del siglo XXI, ese territorio imaginario bautizado como América Latina prácticamente ha dejado de existir. Las relaciones culturales entre sus países se han reducido al mínimo: los consorcios editoriales apenas se preocupan por circular sus libros y no hay una sola revista intelectual que circule continentalmente. Tampoco hay tendencias reconocibles en la literatura y la ignorancia del público hacia la vida artística de sus vecinos es más drástica que nunca. Y, por más que se diga, por el momento la red no ha logrado paliar este vacío. (La música popular sigue otra lógica, estrictamente mercantil.) América Latina se ha convertido en un lugar cada vez más normal, y por tanto más aburrido.
¿Qué queda hoy de la América soñada por Bolívar? Muy poco: resabios del catolicismo, la lengua española —dominante pero ya no única—, ciertas tradiciones indígenas, algunas instituciones y un conjunto de democracias aquejadas por numerosos problemas, el mayor de los cuales es la desigualdad. Políticamente, la situación no es mejor. México, hasta hace no mucho cabeza de la región, ya ha dejado de formar parte de América Latina: para bien o para mal, su integración se lleva a cabo con Estados Unidos y Canadá y, si bien el TLCAN no contempla ninguna integración real, la migración y la dinámica social de sus miembros apuntan a un proceso irreversible. En Sudamérica, en contraste, se han puesto en marcha incipientes procesos de unidad, jalonados por el liderazgo que se disputan —de manera tan feroz como sigilosa— la Venezuela de Chávez y el Brasil de Lula.
Ha sido Chávez quien más se ha esforzado por resucitar la figura de Bolívar, al grado de presentarse como su reencarnación. Para entender el extraño régimen que ha creado en Venezuela —mezcla de democracia, socialismo, autoritarismo y populismo—, resulta necesario estudiar la forma como ha reinterpretado el legado bolivariano, contaminándolo con un marxismo primario y asociándolo con su fobia antiestadounidense. En cada momento difícil, Chávez ha buscado a ese Bolívar terminal, sometido a la ambición de los caudillos regionales, víctima de golpes de Estado e intentos de asesinato. Pero, pese a sus tentaciones autoritarias, Bolívar jamás acumuló un poder como el de Chávez. En términos de política exterior, el neobolivarianismo de Chávez tampoco es un proyecto integrador, sino una herramienta por la cual un solo país, rico en recursos petroleros, trata de influir en sus estados subsidiarios. El espíritu del Congreso de Panamá queda muy lejos: Chávez usa su posición para conseguir acuerdos regionales, valiosos en algunos términos pero que, dada su naturaleza hiperideológica, jamás alcanzarán a los países que le son desafectos.
Slavoj Zizek ha repetido que los verdaderos actos políticos son aquellos que permiten pensar lo impensable. Quizá la única manera de llevar a cabo el sueño de Bolívar sea dejando de lado a América Latina. Al acercarse a Estados Unidos —con una población hispana cada vez más relevante— y Canadá, México ya no pertenece a la región, mientras que en el sur resulta cada vez más claro que su centro neurálgico recaerá en Brasil. Ello supondría que, al cabo de unas cuantas décadas, acaso podamos imaginar dos regiones más o menos cohesionadas, Norte y Sudamérica, con Centroamérica y el Caribe como puentes. Y, si la lógica centrípeta venciese por fin al nacionalismo, acaso el tricentenario de las independencias podría celebrarse con una auténtica unión, en condiciones de igualdad y respeto, de todos los países de América. Sé que esta posibilidad incomodará a muchos, pero es la mejor esperanza que tienen sus habitantes de desarrollar sistemas democráticos más sólidos, transparentes y equitativos, desprovistos del oprobio que significan las fronteras nacionales. Quizá a Bolívar no le disgustaría tanto la idea.
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