Más de 34 millones de mexicanos acudieron a las urnas el pasado 5 de julio, lo que representa el 44.68 por ciento de la lista nominal de electores. Si se considera que de los 77 millones de ciudadanos inscritos en esa lista, hay unos cuatro millones de residentes en Estados Unidos, más una cifra menor pero no despreciable de fallecidos que aún no son dados de baja del padrón porque todavía no se ha hecho la notificación oficial por parte de los registros civiles, puede decirse que en términos generales votó uno de cada dos mexicanos en posibilidad de hacerlo. Se trata de una participación relativamente alta para unas elecciones “intermedias”, que rompe con la tendencia a la baja que venía observándose desde 1997. Esta participación, por encima de lo esperado, constituye la primera buena noticia de la jornada electoral del domingo.Tal participación ciudadana es más encomiable aún si se toma en cuenta el clima político y mediático que antecedió estas elecciones. Para empezar, la crisis postelectoral de 2006, que implicó que alrededor de una tercera parte de las personas considere que aquellos comicios no fueron limpios, hecho que pudo haber desalentado el voto. Por otra parte, el Congreso —los cargos de elección que estuvieron en juego— y los partidos —los protagonistas— son instituciones que reciben poco aprecio por parte de la ciudadanía según distintos estudios, como es el Latinobarómetro. Con todo y ese descrédito la gente votó. Un elemento adicional fue la cruzada antipolítica que impulsaron diversos medios de comunicación, alertando a partir de la reforma constitucional de 2007 que la “partidocracia” había terminado con la libertad de expresión (cuando en realidad el Constituyente permanente puso final al mercado de la publicidad electoral en la radio y la televisión). Hubo analistas que llegaron a decir que la abstención creciente sería una muestra de hartazgo contra la política y, en especial, un rechazo hacia la reforma electoral; si fuesen consecuentes, tendrían que decir que la caída del abstencionismo es un reconocimiento a la reforma electoral (no comparto la hipótesis de que la elección haya sido en referéndum sobre la reforma, pero subrayo sólo cómo hubo la tentación oportunista de hacer una lectura del abstencionismo que llevara agua a los molinos de los defensores de los intereses de los consorcios televisivos). Ahora bien, el voto fue posible porque hubo dónde votar. Tremenda perogrullada que, sin embargo, subraya la enorme capacidad técnica —que se vuelve de primera importancia política— del Instituto Federal Electoral. Lo mismo en Los Altos de Chiapas, que en La Montaña de Guerrero, que en Las Lomas del DF o el barrio residencial más exclusivo de Monterrey, los ciudadanos encontraron una casilla abierta, operada por sus vecinos, para votar sin ninguna coacción y en plena libertad. En el acto del voto, por ese día los mexicanos fuimos iguales. La tarea central del IFE se cumplió de manera pulcra y precisa. Sus cuadros profesionales hicieron viable el ejercicio del sufragio al capacitar a los funcionarios de casi 140 mil casillas en todo el territorio: para el IFE, para el Estado mexicano, no hay “territorios grises” en materia electoral. Que el IFE sea esa institución eficiente y confiable, y que los ciudadanos hayan cumplido con su tarea de actuar como funcionarios de casilla también son dos buenas noticias frente a la resaca de desconfianza y daño institucional que dejó la elección de 2006. Y como pluralidad social seguirá habiendo, y por tanto diversidad política, no nos queda sino seguir teniendo elecciones, por lo que la existencia de una institución como el IFE es un activo para la democracia o, para decirlo de forma llana, para las posibilidades de una convivencia política civilizada.Los resultados son otra cosa. Entendibles en buena medida, no siempre llegan a ser encomiables. La debacle del PAN es una valoración colectiva muy nítida del desempeño del gobierno, que hizo de la lucha contra el crimen una bandera partidista cuando debe ser una política de Estado manejada con responsabilidad y altura de miras. No fue el caso. Puede ser de celebrarse, eso sí, el castigo a la bravata como forma de hacer política. Pero la caída del PAN tuvo como efecto un repunte de un Partido Revolucionario Institucional que lejos está de definirse como una alternativa progresista —ahí están sus alianzas con el propio PAN para impulsar legislaciones restrictivas de los derechos reproductivos de las mujeres en diversas entidades— y que sigue haciendo usos partidistas de las políticas de gobierno —es el caso de Veracruz y del Estado de México, por citar los ejemplos más evidentes—. Ese PRI, pragmático y poco renovado en prácticas, en los hechos cogobernará el país al ser una bancada prácticamente infranqueable a la hora de vetar iniciativas y leyes presidenciales. El PRD, quizá la única izquierda partidista que no capitaliza en el mundo la mala gestión de la crisis de un gobierno de derecha, confirmó los diagnósticos de sus peores detractores: el sectarismo seguía ahí, tanto como la falta de propuestas rigurosas y su ausencia de vida interna democrática. Pero la sombra más inquietante la arroja el incremento en votos del llamado —y sólo eso— Partido Verde: más de dos millones 200 mil mexicanos sufragaron a favor de la pena de muerte, y por una opción que se dedicó a hacer trampa durante su campaña comprando publicidad en radio y televisión en contubernio con las dos principales empresas de televisión del país. El PVEM, esa marca electoral de los poderes fácticos que lucra con los valores de la antipolítica, es el rostro de la extrema derecha mexicana, y su votación representa el 53% de los votos del PRD.En fin, luces y sombras.
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