El Estado mexicano se vio obligado a utilizar desde diciembre de 2006, en su lucha contra el crimen organizado, el último cartucho, el arma más letal que tiene a su alcance el poder público: el Ejército. Tres años después de esa decisión los focos rojos parecen haber saltado: violaciones de derechos humanos por doquier y poca efectividad son las notas que se aprecian en el horizonte.
La política de guerra abierta y total del gobierno contra los cárteles de la droga ni siquiera ha tenido el decisivo visto bueno de la población, que a la primera oportunidad corrió a darle masivamente el voto al PRI, ya enfilado hacia la silla presidencial en las elecciones de 2012.
Quizá parte del fracaso se deba a una combinación de factores que, al momento de revisar la política gubernamental contra el delito, valga la pena tener en cuenta:
1. El tamaño de la delincuencia. La extensión de las actividades ilegales en México es impresionante. El secretario de la Defensa daba el año pasado un dato espeluznante: más de 500 mil mexicanos (sí, medio millón de personas) se dedican de forma directa o indirecta a trabajar en el negocio del narco. Frente a ellos tenemos a poco más de 400 mil policías, casi todos con poco entrenamiento, mal pagados y con nulos incentivos para aplicar la ley. Si a las actividades del narcotráfico le sumamos la industria del secuestro, la del robo de coches, la del tráfico de personas y la del contrabando, nos daremos cuenta del monstruo de mil cabezas al que tiene que enfrentarse el Estado mexicano.
2. La impunidad para los violadores de derechos humanos. Nadie duda que la lucha contra el narco no es un juego de niños y que hay que emplear la fuerza para detener a los mafiosos. Pero de ahí a permitir las atrocidades que ha denunciado de forma puntual y rigurosa la CNDH hay un buen trecho. Quizá no todos los funcionarios públicos han entendido que al combatir a la delincuencia el Estado no puede volverse él mismo un delincuente. Hay reglas del juego que se deben respetar. Pero nadie parece interesado en atenerse a ellas. Públicamente varios funcionarios han dicho que la tarea de respetar los derechos humanos no es posible en el momento actual, que quizá habrá que pensar en eso más adelante. Esa visión no sólo es de mediocres y propia de regímenes dictatoriales, sino que garantiza la impunidad para los responsables directos. Si los jefes no se inmutan por las violaciones cometidas, mucho menos lo harán los que juegan en la cancha enlodada y están en la primera línea de fuego.
3. La respuesta incompleta. El procurador Eduardo Medina Mora, en un artículo publicado en EL UNIVERSAL, fue muy claro: la respuesta del Estado mexicano al desafío del narco consiste en toneladas y toneladas de droga decomisada y en más de 80 mil personas presentadas ante el Ministerio Público. Se trata de una visión por demás reducida: si el Estado mexicano solamente es capaz de manifestarse a través de la policía y el Ejército, entonces habremos perdido para siempre la batalla.
El Estado mexicano, en las zonas más calientes del narco, debe conquistar el territorio a través de mejores servicios públicos, de oportunidades para los jóvenes, de buen transporte público, de escuelas de calidad, de infraestructura hospitalaria. La principal arma contra el narco no es la Sedena, sino la SEP, la Sedesol y la Secretaría de Salud. Eso no parecen haberlo comprendido en el gabinete de Calderón.
Como quiera que sea, lo cierto es que los números no parecen mentir: lejos del triunfalismo, la situación es cada día más delicada, los atropellos son cada vez más visibles, la incidencia delictiva sigue creciendo y el apoyo político y social es menguante. Todo indica que se impone un espacio de reflexión y de reacomodo de las piezas, antes de que nos arrepintamos todos de habernos metido en un callejón sin salida.
La política de guerra abierta y total del gobierno contra los cárteles de la droga ni siquiera ha tenido el decisivo visto bueno de la población, que a la primera oportunidad corrió a darle masivamente el voto al PRI, ya enfilado hacia la silla presidencial en las elecciones de 2012.
Quizá parte del fracaso se deba a una combinación de factores que, al momento de revisar la política gubernamental contra el delito, valga la pena tener en cuenta:
1. El tamaño de la delincuencia. La extensión de las actividades ilegales en México es impresionante. El secretario de la Defensa daba el año pasado un dato espeluznante: más de 500 mil mexicanos (sí, medio millón de personas) se dedican de forma directa o indirecta a trabajar en el negocio del narco. Frente a ellos tenemos a poco más de 400 mil policías, casi todos con poco entrenamiento, mal pagados y con nulos incentivos para aplicar la ley. Si a las actividades del narcotráfico le sumamos la industria del secuestro, la del robo de coches, la del tráfico de personas y la del contrabando, nos daremos cuenta del monstruo de mil cabezas al que tiene que enfrentarse el Estado mexicano.
2. La impunidad para los violadores de derechos humanos. Nadie duda que la lucha contra el narco no es un juego de niños y que hay que emplear la fuerza para detener a los mafiosos. Pero de ahí a permitir las atrocidades que ha denunciado de forma puntual y rigurosa la CNDH hay un buen trecho. Quizá no todos los funcionarios públicos han entendido que al combatir a la delincuencia el Estado no puede volverse él mismo un delincuente. Hay reglas del juego que se deben respetar. Pero nadie parece interesado en atenerse a ellas. Públicamente varios funcionarios han dicho que la tarea de respetar los derechos humanos no es posible en el momento actual, que quizá habrá que pensar en eso más adelante. Esa visión no sólo es de mediocres y propia de regímenes dictatoriales, sino que garantiza la impunidad para los responsables directos. Si los jefes no se inmutan por las violaciones cometidas, mucho menos lo harán los que juegan en la cancha enlodada y están en la primera línea de fuego.
3. La respuesta incompleta. El procurador Eduardo Medina Mora, en un artículo publicado en EL UNIVERSAL, fue muy claro: la respuesta del Estado mexicano al desafío del narco consiste en toneladas y toneladas de droga decomisada y en más de 80 mil personas presentadas ante el Ministerio Público. Se trata de una visión por demás reducida: si el Estado mexicano solamente es capaz de manifestarse a través de la policía y el Ejército, entonces habremos perdido para siempre la batalla.
El Estado mexicano, en las zonas más calientes del narco, debe conquistar el territorio a través de mejores servicios públicos, de oportunidades para los jóvenes, de buen transporte público, de escuelas de calidad, de infraestructura hospitalaria. La principal arma contra el narco no es la Sedena, sino la SEP, la Sedesol y la Secretaría de Salud. Eso no parecen haberlo comprendido en el gabinete de Calderón.
Como quiera que sea, lo cierto es que los números no parecen mentir: lejos del triunfalismo, la situación es cada día más delicada, los atropellos son cada vez más visibles, la incidencia delictiva sigue creciendo y el apoyo político y social es menguante. Todo indica que se impone un espacio de reflexión y de reacomodo de las piezas, antes de que nos arrepintamos todos de habernos metido en un callejón sin salida.
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