Si se hace un recuento de los debates que en los últimos meses han prevalecido en los medios de comunicación, independientemente de los temas a discusión (la libertad de expresión; los derechos de los ciudadanos frente a los partidos y los políticos, la tan denostada partidocracia”; la función de las instituciones electorales tan deficientes que padecemos; la legislación tan exigua y llena de lagunas en tema de elecciones, que parece no servirle a nadie y menos satisfacer a ninguno; la indefensión de los ciudadanos frente a las determinaciones del poder político), pareciera que todo lo malo que ahora nos pasa se debe a la reforma electoral de 2007.
Siempre ha parecido que todo es casual, pues muy a menudo se olvida el verdadero asunto del debate. Los temas confluyen y los argumentos se multiplican. Pero cuando uno se pone a hacer el recuento, siempre aparece el mismo motivo de la disputa: la malísima reforma electoral de 2007 que, se dice, acabó reforzando el poder de los políticos corruptos y sus partidos, abolió la libertad de expresión de los ciudadanos y frustró su anhelada participación en la política. Por supuesto, siempre hemos estado ahí los que reivindicamos esa reforma por la razón elemental de que vino a restablecer la primacía del Estado frente a los intereses privados y, sobre todo, mediáticos.
No hizo falta mucho cacumen para entender, desde el principio, que los principales interesados en esta campaña contra la reforma electoral fueron las televisoras monopólicas y todos aquellos que les sirven o se benefician de ellas. Todas las expresiones políticas y sociales de derecha coincidieron en el propósito. Todos se sintieron agraviados y lo dijeron rabiosa y reiteradamente. La razón también aparecía a la luz del día: se les privaba de un botín multimillonario que sin ningún esfuerzo recibían; unos directamente y otros por sus servicios en la tarea, siempre de los dineros públicos.
A mí, en lo personal, me ha sorprendido sobremanera que, siempre y en todos los casos, cualquier batalla sobre cualquier tema finalice puntualmente en el mismo asunto: hubo una agresión deliberada de los grupos parlamentarios de los partidos dominantes a los ciudadanos, sus libertades y sus medios de comunicación. Y lo que resalta está muy claro: la derecha o las derechas son todas agrupaciones o corrientes ajenas a principios o a ideas; ellas sólo tienen intereses. No hay planteamiento que sus exponentes hagan al respecto que no desnude un interés bajuno y abyecto arropado con argumentos que pretenden ser de ideas.
El poder de esas derechas: económico, mediático y político, es colosal. Muchos intelectuales que hasta no hace mucho se exhibían como librepensadores neutrales y por encima de todas las causas, ahora se muestran con ropajes y demandas abiertamente derechistas (claro que se enojan si uno se los dice); sus argumentos y actitudes de ahora fueron criticados en el pasado por ellos mismos, y lo mismo le tiraban a la derecha que al centro y a la izquierda. Ahora se han hecho poseedores de la imagen de enemigos que ellos mismos han descubierto como mortales y despiadados. Por ejemplo, la partidocracia o las mismas instituciones del Estado a las que ella da lugar.
En una sociedad en la que la política misma se ha vuelto negocio, sobre todo en las campañas electorales, no extraña que esa reforma se vea como una aberración. El alegato sobre la libertad de expresión es la más cínica y desvergonzada patraña. Lo que les duele es que canceló un jugoso negocio y, hay que decirlo, no sólo para las televisoras, sino para todos los actores en el escenario, incluidos, desde luego, los dirigentes políticos, pero también esos intelectuales a los que el poder mediático ha enriquecido como jamás antes soñaron.
Los partidos son las prostitutas preferidas del espectáculo. Y siempre actúan como tales. Es impresionante ver cómo ahora son ellos los primeros que se vuelven el vehículo de todos los que le ladran a esa malísima reforma política que impide la libertad de expresión, que es negocio. Ese guardián y oráculo de la santa alianza salinista entre panistas y priístas que es Manlio Fabio Beltrones, anticipó ya hace unos meses que la reforma no va quedar como está, porque falta afinarla y, sobre todo, porque lastima muchos intereses legítimos. Todos los demás legisladores involucrados en esa santa alianza le han hecho eco de inmediato. Hasta Carlos Navarrete aseguró que habrá cambios.
En los debates cerrados que se han estado llevando a cabo en el Senado, aparece descarnada y brutalmente la confrontación de intereses en torno a la reforma. Por lo visto hasta ahora en las dos sesiones realizadas, están ausentes los planteamientos sobre un mejoramiento técnico legislativo y lo que debería ser una afinación de la reforma ya aprobada. Los senadores han invitado a debatir a personajes que van a defender la reforma y a otros que sólo van a expresar sus particulares ideas sobre el modo de echar abajo lo que hasta ahora se ha logrado, porque, se dice, sólo favoreció a los partidos grandes y atropelló las libertades ciudadanas.
A la misma campaña electoral se le ha pretendido convertir en una especie de “plebiscito” sobre quién está en favor y quién debe estar en contra de la reforma. Los partidos derechistas están todos por una revisión de la misma que no lastime más la libertad de expresión, no obstante que fueron ellos los que la impulsaron y la aprobaron con el PRD. Se ve que se quieren lavar la cara y volver a ganar el favor de los magnates de la televisión y de los intelectuales derechistas desencantados que aborrecen la partidocracia y los políticos logreros. Son impulsos telúricos que nacen desde los fondos más bajos de los intereses económicos. No hay modo de entablar ya ningún debate constructivo y esclarecedor.
Hay que imaginarnos el futuro bajo la hegemonía de esos intereses: las televisoras de nuevo haciendo negocio con los dineros asignados a los partidos; grupos interesados en calificar o descalificar a los políticos y a los partidos, según su poder financiero, comprando espacios para decir a los ciudadanos por quién deben votar y qué posturas deben apoyar; intelectuales en busca de influencias y poder mediático buscando patrones; la Iglesia católica logrando, por fin, el ansiado desideratum de decir a los partidos y a los ciudadanos cuáles son las opciones por las cuales votar. Un mundo político hecho para la hegemonía de la derecha.
Aunque parezca exagerado, es por eso por lo que hoy votaremos todos los ciudadanos.
Siempre ha parecido que todo es casual, pues muy a menudo se olvida el verdadero asunto del debate. Los temas confluyen y los argumentos se multiplican. Pero cuando uno se pone a hacer el recuento, siempre aparece el mismo motivo de la disputa: la malísima reforma electoral de 2007 que, se dice, acabó reforzando el poder de los políticos corruptos y sus partidos, abolió la libertad de expresión de los ciudadanos y frustró su anhelada participación en la política. Por supuesto, siempre hemos estado ahí los que reivindicamos esa reforma por la razón elemental de que vino a restablecer la primacía del Estado frente a los intereses privados y, sobre todo, mediáticos.
No hizo falta mucho cacumen para entender, desde el principio, que los principales interesados en esta campaña contra la reforma electoral fueron las televisoras monopólicas y todos aquellos que les sirven o se benefician de ellas. Todas las expresiones políticas y sociales de derecha coincidieron en el propósito. Todos se sintieron agraviados y lo dijeron rabiosa y reiteradamente. La razón también aparecía a la luz del día: se les privaba de un botín multimillonario que sin ningún esfuerzo recibían; unos directamente y otros por sus servicios en la tarea, siempre de los dineros públicos.
A mí, en lo personal, me ha sorprendido sobremanera que, siempre y en todos los casos, cualquier batalla sobre cualquier tema finalice puntualmente en el mismo asunto: hubo una agresión deliberada de los grupos parlamentarios de los partidos dominantes a los ciudadanos, sus libertades y sus medios de comunicación. Y lo que resalta está muy claro: la derecha o las derechas son todas agrupaciones o corrientes ajenas a principios o a ideas; ellas sólo tienen intereses. No hay planteamiento que sus exponentes hagan al respecto que no desnude un interés bajuno y abyecto arropado con argumentos que pretenden ser de ideas.
El poder de esas derechas: económico, mediático y político, es colosal. Muchos intelectuales que hasta no hace mucho se exhibían como librepensadores neutrales y por encima de todas las causas, ahora se muestran con ropajes y demandas abiertamente derechistas (claro que se enojan si uno se los dice); sus argumentos y actitudes de ahora fueron criticados en el pasado por ellos mismos, y lo mismo le tiraban a la derecha que al centro y a la izquierda. Ahora se han hecho poseedores de la imagen de enemigos que ellos mismos han descubierto como mortales y despiadados. Por ejemplo, la partidocracia o las mismas instituciones del Estado a las que ella da lugar.
En una sociedad en la que la política misma se ha vuelto negocio, sobre todo en las campañas electorales, no extraña que esa reforma se vea como una aberración. El alegato sobre la libertad de expresión es la más cínica y desvergonzada patraña. Lo que les duele es que canceló un jugoso negocio y, hay que decirlo, no sólo para las televisoras, sino para todos los actores en el escenario, incluidos, desde luego, los dirigentes políticos, pero también esos intelectuales a los que el poder mediático ha enriquecido como jamás antes soñaron.
Los partidos son las prostitutas preferidas del espectáculo. Y siempre actúan como tales. Es impresionante ver cómo ahora son ellos los primeros que se vuelven el vehículo de todos los que le ladran a esa malísima reforma política que impide la libertad de expresión, que es negocio. Ese guardián y oráculo de la santa alianza salinista entre panistas y priístas que es Manlio Fabio Beltrones, anticipó ya hace unos meses que la reforma no va quedar como está, porque falta afinarla y, sobre todo, porque lastima muchos intereses legítimos. Todos los demás legisladores involucrados en esa santa alianza le han hecho eco de inmediato. Hasta Carlos Navarrete aseguró que habrá cambios.
En los debates cerrados que se han estado llevando a cabo en el Senado, aparece descarnada y brutalmente la confrontación de intereses en torno a la reforma. Por lo visto hasta ahora en las dos sesiones realizadas, están ausentes los planteamientos sobre un mejoramiento técnico legislativo y lo que debería ser una afinación de la reforma ya aprobada. Los senadores han invitado a debatir a personajes que van a defender la reforma y a otros que sólo van a expresar sus particulares ideas sobre el modo de echar abajo lo que hasta ahora se ha logrado, porque, se dice, sólo favoreció a los partidos grandes y atropelló las libertades ciudadanas.
A la misma campaña electoral se le ha pretendido convertir en una especie de “plebiscito” sobre quién está en favor y quién debe estar en contra de la reforma. Los partidos derechistas están todos por una revisión de la misma que no lastime más la libertad de expresión, no obstante que fueron ellos los que la impulsaron y la aprobaron con el PRD. Se ve que se quieren lavar la cara y volver a ganar el favor de los magnates de la televisión y de los intelectuales derechistas desencantados que aborrecen la partidocracia y los políticos logreros. Son impulsos telúricos que nacen desde los fondos más bajos de los intereses económicos. No hay modo de entablar ya ningún debate constructivo y esclarecedor.
Hay que imaginarnos el futuro bajo la hegemonía de esos intereses: las televisoras de nuevo haciendo negocio con los dineros asignados a los partidos; grupos interesados en calificar o descalificar a los políticos y a los partidos, según su poder financiero, comprando espacios para decir a los ciudadanos por quién deben votar y qué posturas deben apoyar; intelectuales en busca de influencias y poder mediático buscando patrones; la Iglesia católica logrando, por fin, el ansiado desideratum de decir a los partidos y a los ciudadanos cuáles son las opciones por las cuales votar. Un mundo político hecho para la hegemonía de la derecha.
Aunque parezca exagerado, es por eso por lo que hoy votaremos todos los ciudadanos.
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