jueves, 9 de julio de 2009

EL LENGUAJE DE LAS ELECCIONES

FERNANDO SERRANO MIGALLÓN

El desprestigio del otro y la exhibición del pasado son armas que, a final de cuentas, desaniman al elector más que comprometerlo.
La historia reciente de México nos ha enseñado a desconfiar de la mercadotecnia electoral. Del mismo modo en que las frases manidas, rimbombantes y lapidarias pasaron a la historia del vocabulario político, los electores contemporáneos hemos desarrollado cierta resistencia a los eslóganes comerciales transferidos al ámbito de la vida pública.
Según se mire la opinión de la gente, parece que el elector mexicano busca encontrarse con propuestas claras, realizables y, sobre todo, que se parezcan más al compromiso que a la promesa. Por otra parte, como en todo lenguaje especializado, se presentan modas que bien merecen un poco de atención: la promesa de renunciar si no se cumple lo ofrecido, otorgar garantes de lo prometido y, desafortunadamente, el desprestigio del otro y la exhibición del pasado, reciente o lejano, como armas que, a final de cuentas, desaniman al elector más que comprometerlo.
Vivimos campañas abundantes en adjetivos y de entre ellas se pueden rescatar algunas ideas, pero parece que no todas alcanzan a concretar lo que los votantes necesitan escuchar.
Un recuento de lo que los ciudadanos podríamos esperar en una campaña madura, arroja temas como el respeto a los ciudadanos; es decir, el reflejo de la situación que vivimos todos, que descienda al nivel de la microeconomía, de la vida cotidiana en materia de seguridad o empleo, por ejemplo. Que en su factibilidad demuestre que los partidos están conscientes de que se dirigen a la inteligencia y no a la emoción de los votantes. Por otro lado, propuestas que fueran incluyentes en la medida que comprometieran al ciudadano en el cumplimiento de los objetivos, más de una vez, los electores tenemos la sensación de que poderes muy superiores, oráculos o simples aventureros, nos arrojan soluciones hechas a problemas colectivos, cuando en realidad tenemos la seguridad de que la buena política es guiar y no imponer.
Los ciudadanos sabemos muy bien el alcance de las elecciones. Sabemos que nuestra tarea es imponer al poder, a través de la decisión colectiva, equilibrios en el ejercicio del mando que reflejen la composición de la sociedad y sus intereses. Promesas de transformaciones inmediatas y milagrosas, como si un partido, solo y por sí mismo, pudiera lograrlas, escapan no sólo a nuestras preferencias, sino también a nuestra capacidad para imaginar un proceso político en los años por venir.
Una visión ciudadana de la política favorece el lenguaje incluyente. La formación de liderazgos que reúnan tanto el consenso como la racionalidad; forzar a los partidos a decantarse por una política de esta índole, es una de las principales funciones del voto. La ausencia de programas y su sustitución por frases ingeniosas es sinónimo de pobreza tanto en las ideas como en las propuestas.
Desde luego, existe un espacio más o menos amplio entre los ciudadanos y los partidos, no todos los ciudadanos, por interesados que estemos en la política, militamos en alguno o nos sentimos incondicionalmente comprometidos con sus principios, sino que buscamos soluciones a nuestra problemática inmediata y aspiramos a gobiernos con la capacidad para realizar los cambios y los procesos con seguridad y certeza. Ese espacio puede estar dominado por los partidos cuando la ciudadanía deja de expresarse y cede ese derecho a los organismos partidistas; pero también, como todo espacio abierto, puede ser ocupado por las opiniones independientes, los ciudadanos libres y, más que nada, por quienes aspiran a una democracia, más allá de las elecciones.

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