No se puede saber qué clase de información, presión o solicitud recibió el señor Sarkozy, sobre todo para realizar su petición en una visita de Estado.
El ejercicio de la soberanía, como manifestación de la independencia y del ejercicio de las facultades de los gobiernos del Estado, pasa por diversos estadios: desde los más radicales y difíciles —como la defensa armada de la independencia ante una invasión extranjera— hasta las más cotidianas y discretas, como mantener todos los extremos del orden jurídico; algunas medidas como las de la reciprocidad entre estados, los procesos de extradición y las relaciones diplomático consulares, son habituales, aunque a veces tomen visos de espectacularidad.
Desde hace varias semanas, la petición del presidente de la República francesa, sobre la liberación o el traslado de la ciudadana gala Florence Cassez, ha llevado a diversas reacciones y, sobre todo, a la reflexión sobre nuestro ejercicio de la soberanía y la presión que tanto los medios como los estados más poderosos pueden ejercer sobre la justicia. Cassez, acusada de secuestro, privación ilegal de la libertad, amenazas y otros correlacionados, así como sentenciada por los tribunales mexicanos a 90 años de prisión, su sentencia ya causó estado, es inmodificable y significa que se han agotado todas las instancias para verificar su participación en los delitos de que se le acusa y que, en todas ellas, fue encontrada culpable. Las pruebas fueron contundentes, las víctimas la identificaron y el único recurso que le puede quedar es cumplir su sentencia y esperar que, de cumplir con la normatividad penitenciaria vigente, pueda acceder, en un futuro a algún beneficio de preliberación que fuera aplicable. El marco jurídico es claro, no más que eso.
En realidad no se puede saber qué información, presión o solicitud recibió el señor Sarkozy, sobre todo para hacer su petición en una visita de Estado y aprovechando todos los medios de comunicación pendientes de su estancia. No lo sabemos, pero sorprende lo de haber recurrido a los reflectores y a las peticiones personales de un jefe de Estado, cuando existen mecanismos legales internacionales, aceptados por ambos países, mediante los que se tramitan asuntos así que son, desde luego, si no cotidianos, tampoco extraordinarios. La situación jurídica de la procesada parece tan clara que es probable que el jefe del Estado francés apostara a la imagen de él, más que a la acción legal seria, para lograr un objetivo que, desde un principio, parecía y era imposible.
Una de las condiciones del trato internacional en cuanto a delitos, es el principio de castigar o extraditar. Es decir que, frente a un sujeto encontrado culpable, es necesario imponerle una pena, o cuando las condiciones son iguales acerca de la existencia del delito y la penalidad aplicable, así como a la factibilidad de que en efecto se cumpla la sentencia impuesta por el tribunal que tramitó el juicio, es posible el traslado del reo para que cumpla la sentencia en su país de origen. Lo que no se puede hacer es trasladar a un reo cuando existe sospecha fundada de que pueda evadir a la justicia o que, mediante algún procedimiento judicial en su país, pueda dejar de cumplir la sentencia o hacerla menos gravosa. En este caso en particular, he aquí que no se cumplían los supuestos que harían aconsejable el traslado de Cassez.
El estudio realizado por el gobierno mexicano arrojó que, si bien es cierto que tanto en Francia como en México existen los delitos de secuestro, los de atentados contra la salud y la integridad física de las personas, en ambas naciones las penas son completamente distintas y, no sólo eso, sino que, de la aplicación de la ley francesa a la ahora reclusa, se desprendía que en un futuro cercano podría evadir la acción de la justicia mexicana. Algo que ni la más elemental noción de justicia ni el más básico cumplimiento de nuestra soberanía podrían tolerar.
El gobierno mexicano, hay que decirlo, actuó no sólo conforme a una recta conciencia, sino también a una exacta aplicación de la ley. No sorprende que haya opiniones que consideren injusta la sentencia de Florence Cassez, tampoco que haya quien apueste por su traslado a Francia —así podemos ser de educados y condescendientes los mexicanos—, pero es la calidad de sus argumentos, como si se tratara de sólo un gesto de buen gusto, lo que sorprende y angustia. El gobierno de la República supo negarse, con toda razón y todo valor, a la pretensión, fútil y frívola, del presidente de una nación amante de la libertad y madre de una buena parte de nuestro sistema jurídico, una nación a la que su mandatario, por esta vez, no ha sabido honrar.
El ejercicio de la soberanía, como manifestación de la independencia y del ejercicio de las facultades de los gobiernos del Estado, pasa por diversos estadios: desde los más radicales y difíciles —como la defensa armada de la independencia ante una invasión extranjera— hasta las más cotidianas y discretas, como mantener todos los extremos del orden jurídico; algunas medidas como las de la reciprocidad entre estados, los procesos de extradición y las relaciones diplomático consulares, son habituales, aunque a veces tomen visos de espectacularidad.
Desde hace varias semanas, la petición del presidente de la República francesa, sobre la liberación o el traslado de la ciudadana gala Florence Cassez, ha llevado a diversas reacciones y, sobre todo, a la reflexión sobre nuestro ejercicio de la soberanía y la presión que tanto los medios como los estados más poderosos pueden ejercer sobre la justicia. Cassez, acusada de secuestro, privación ilegal de la libertad, amenazas y otros correlacionados, así como sentenciada por los tribunales mexicanos a 90 años de prisión, su sentencia ya causó estado, es inmodificable y significa que se han agotado todas las instancias para verificar su participación en los delitos de que se le acusa y que, en todas ellas, fue encontrada culpable. Las pruebas fueron contundentes, las víctimas la identificaron y el único recurso que le puede quedar es cumplir su sentencia y esperar que, de cumplir con la normatividad penitenciaria vigente, pueda acceder, en un futuro a algún beneficio de preliberación que fuera aplicable. El marco jurídico es claro, no más que eso.
En realidad no se puede saber qué información, presión o solicitud recibió el señor Sarkozy, sobre todo para hacer su petición en una visita de Estado y aprovechando todos los medios de comunicación pendientes de su estancia. No lo sabemos, pero sorprende lo de haber recurrido a los reflectores y a las peticiones personales de un jefe de Estado, cuando existen mecanismos legales internacionales, aceptados por ambos países, mediante los que se tramitan asuntos así que son, desde luego, si no cotidianos, tampoco extraordinarios. La situación jurídica de la procesada parece tan clara que es probable que el jefe del Estado francés apostara a la imagen de él, más que a la acción legal seria, para lograr un objetivo que, desde un principio, parecía y era imposible.
Una de las condiciones del trato internacional en cuanto a delitos, es el principio de castigar o extraditar. Es decir que, frente a un sujeto encontrado culpable, es necesario imponerle una pena, o cuando las condiciones son iguales acerca de la existencia del delito y la penalidad aplicable, así como a la factibilidad de que en efecto se cumpla la sentencia impuesta por el tribunal que tramitó el juicio, es posible el traslado del reo para que cumpla la sentencia en su país de origen. Lo que no se puede hacer es trasladar a un reo cuando existe sospecha fundada de que pueda evadir a la justicia o que, mediante algún procedimiento judicial en su país, pueda dejar de cumplir la sentencia o hacerla menos gravosa. En este caso en particular, he aquí que no se cumplían los supuestos que harían aconsejable el traslado de Cassez.
El estudio realizado por el gobierno mexicano arrojó que, si bien es cierto que tanto en Francia como en México existen los delitos de secuestro, los de atentados contra la salud y la integridad física de las personas, en ambas naciones las penas son completamente distintas y, no sólo eso, sino que, de la aplicación de la ley francesa a la ahora reclusa, se desprendía que en un futuro cercano podría evadir la acción de la justicia mexicana. Algo que ni la más elemental noción de justicia ni el más básico cumplimiento de nuestra soberanía podrían tolerar.
El gobierno mexicano, hay que decirlo, actuó no sólo conforme a una recta conciencia, sino también a una exacta aplicación de la ley. No sorprende que haya opiniones que consideren injusta la sentencia de Florence Cassez, tampoco que haya quien apueste por su traslado a Francia —así podemos ser de educados y condescendientes los mexicanos—, pero es la calidad de sus argumentos, como si se tratara de sólo un gesto de buen gusto, lo que sorprende y angustia. El gobierno de la República supo negarse, con toda razón y todo valor, a la pretensión, fútil y frívola, del presidente de una nación amante de la libertad y madre de una buena parte de nuestro sistema jurídico, una nación a la que su mandatario, por esta vez, no ha sabido honrar.
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