Las siguientes reflexiones que quiero compartir con ustedes surgieron de la provocadora pregunta: ¿hacia dónde se dirige la transparencia? El primer pensamiento que cruzó por mi mente es que el futuro de la transparencia es incierto. No debería serlo, pero así es. La incertidumbre radica en la incomodidad que provoca. A mayor incomodidad, menor certeza de vida. Paradójicamente, hoy más que nunca se habla de transparencia, está en todos lados y es, como dice una expresión muy mexicana, “ajonjolí de todos los moles”.
Así como en su momento el “desarrollo sustentable” se convirtió en expresión ineludible del discurso de cualquier político o aspirante a serlo, hoy la transparencia es referencia obligada y ha pasado a ocupar el espacio que dejó vacante lo “sustentable”. No hay evento, público o privado, en el que los oradores no incluyan en algún párrafo la “imperiosa necesidad de que haya transparencia”. No importa el tema ni el auditorio ni el ponente; todo tiene que ser transparente. De pronto esta cualidad física de algunos objetos ha pasado a convertirse en piedra angular de las disquisiciones más agudas en todo trance.
El primer desafío que enfrenta la transparencia es precisamente ése, no volverse un lugar común que, de tan trillado, empiece a pasar inadvertido para luego dejarse en el cajón de los deseos insatisfechos de las democracias; ese cajón rebosante de ideas mal implementadas. El país no puede darse ese lujo.
La transparencia, el acceso a la información y su consecuencia natural, la rendición de cuentas, son componentes fundamentales de cualquier modelo que aspire a ser plenamente democrático. Estos elementos no son una concesión graciosa de los gobernantes en turno. Son un derecho, y no uno cualquiera, sino un derecho fundamental, un derecho humano, tal y como lo estipula nuestro recientemente renovado artículo sexto constitucional que establece, con absoluta claridad, que toda la información del Estado es, en principio, pública, y sólo por excepción podrá ser reservada. He aquí la cota. Y es ahí donde los ciudadanos tienen la responsabilidad de mantenerla. ¿Cómo? Evitando que el tema pase sin pena ni gloria a engrosar los expedientes de las políticas públicas fallidas.
Sólo el actuar ciudadano puede impedir que la transparencia, el acceso a la información y la rendición de cuentas tengan esa doble vida: presunción en el discurso gubernamental pero una reticente aplicación en la realidad, lamentablemente todavía, por parte de algunos funcionarios públicos.
El mejor antídoto para cualquier escenario de simulación es ejercitar el derecho, presentar solicitudes, exigir respuestas claras y comprensibles, vencer resistencias, cotejar con sentido crítico la información oficial con la realidad.
Si queremos saber hacia dónde se dirige o hacia dónde debería dirigirse el barco de la transparencia, no hay que otear en el horizonte por una respuesta. Basta con voltear a ver lo que establece el artículo sexto de la Constitución, porque ahí se encuentra la carta de navegación. Lo que se requiere son ciudadanos dispuestos a remar y una tripulación con amplitud de miras para llevarnos a buen puerto.
El mapa de ruta está trazado con singular precisión en la Carta Magna, sigámoslo. La primera coordenada que nos da es que toda la información en poder de todos los órganos del Estado es pública. Esto significa que la documentación que se genera en el ejercicio público no puede sustraerse del escrutinio ciudadano, a menos que exista una causa excepcional, que justifique con amplitud por qué esa información debe mantenerse temporalmente fuera del ojo ciudadano.
A este respecto quisiera destacar dos elementos relevantes: primero, que para poder declarar que una información es reservada, debe haber una causa evidente, clara y razonable, pues si existe duda, deberá favorecerse la publicidad de la información; segundo, que esa información quedará fuera del examen de la sociedad sólo por un tiempo específico y nunca podrá serlo eternamente.
Otro elemento que nos da la cartografía constitucional de la transparencia es que no se requiere interés jurídico para acceder a la información, ya que la calidad de pública o reservada de la misma no se determina en referencia a quién la solicite (sujeto), sino a la naturaleza de aquélla (objeto).
Hay dos puertos que están en el itinerario a los que no hemos podido arribar. Me refiero a la impostergable necesidad de contar con una ley de datos personales y una ley de archivos. La primera protegerá la esfera de derechos de los gobernados en cuanto a la privacidad de sus datos, y la segunda coadyuvará a hacer efectivo el derecho de acceso a la información, pues sin la existencia ordenada de los archivos, el derecho a la información es, parafraseando a Madison, una farsa, una tragedia, o tal vez ambas cosas.
Quizá el puerto final de arribo en esta larga travesía es el que tiene que ver con la transparencia en los partidos políticos y los sindicatos. A propósito, los he dejado para el final porque es como llegar a Marsella. Si con la reforma electoral de los años 90 entramos en la ruta de la democracia, con la reforma constitucional de 2007 en materia de transparencia y su ley respectiva lo que está en juego es la calidad de la democracia.
Una reforma sirvió para crear reglas claras de cómo acceder al poder, y la otra sirve para establecer mecanismos de control al ejercicio de ese poder. Es por ello crucial que los partidos políticos y los sindicatos, que son elementos fundamentales del juego democrático, no se excluyan del mecanismo de rendición de cuentas.
Así como en su momento el “desarrollo sustentable” se convirtió en expresión ineludible del discurso de cualquier político o aspirante a serlo, hoy la transparencia es referencia obligada y ha pasado a ocupar el espacio que dejó vacante lo “sustentable”. No hay evento, público o privado, en el que los oradores no incluyan en algún párrafo la “imperiosa necesidad de que haya transparencia”. No importa el tema ni el auditorio ni el ponente; todo tiene que ser transparente. De pronto esta cualidad física de algunos objetos ha pasado a convertirse en piedra angular de las disquisiciones más agudas en todo trance.
El primer desafío que enfrenta la transparencia es precisamente ése, no volverse un lugar común que, de tan trillado, empiece a pasar inadvertido para luego dejarse en el cajón de los deseos insatisfechos de las democracias; ese cajón rebosante de ideas mal implementadas. El país no puede darse ese lujo.
La transparencia, el acceso a la información y su consecuencia natural, la rendición de cuentas, son componentes fundamentales de cualquier modelo que aspire a ser plenamente democrático. Estos elementos no son una concesión graciosa de los gobernantes en turno. Son un derecho, y no uno cualquiera, sino un derecho fundamental, un derecho humano, tal y como lo estipula nuestro recientemente renovado artículo sexto constitucional que establece, con absoluta claridad, que toda la información del Estado es, en principio, pública, y sólo por excepción podrá ser reservada. He aquí la cota. Y es ahí donde los ciudadanos tienen la responsabilidad de mantenerla. ¿Cómo? Evitando que el tema pase sin pena ni gloria a engrosar los expedientes de las políticas públicas fallidas.
Sólo el actuar ciudadano puede impedir que la transparencia, el acceso a la información y la rendición de cuentas tengan esa doble vida: presunción en el discurso gubernamental pero una reticente aplicación en la realidad, lamentablemente todavía, por parte de algunos funcionarios públicos.
El mejor antídoto para cualquier escenario de simulación es ejercitar el derecho, presentar solicitudes, exigir respuestas claras y comprensibles, vencer resistencias, cotejar con sentido crítico la información oficial con la realidad.
Si queremos saber hacia dónde se dirige o hacia dónde debería dirigirse el barco de la transparencia, no hay que otear en el horizonte por una respuesta. Basta con voltear a ver lo que establece el artículo sexto de la Constitución, porque ahí se encuentra la carta de navegación. Lo que se requiere son ciudadanos dispuestos a remar y una tripulación con amplitud de miras para llevarnos a buen puerto.
El mapa de ruta está trazado con singular precisión en la Carta Magna, sigámoslo. La primera coordenada que nos da es que toda la información en poder de todos los órganos del Estado es pública. Esto significa que la documentación que se genera en el ejercicio público no puede sustraerse del escrutinio ciudadano, a menos que exista una causa excepcional, que justifique con amplitud por qué esa información debe mantenerse temporalmente fuera del ojo ciudadano.
A este respecto quisiera destacar dos elementos relevantes: primero, que para poder declarar que una información es reservada, debe haber una causa evidente, clara y razonable, pues si existe duda, deberá favorecerse la publicidad de la información; segundo, que esa información quedará fuera del examen de la sociedad sólo por un tiempo específico y nunca podrá serlo eternamente.
Otro elemento que nos da la cartografía constitucional de la transparencia es que no se requiere interés jurídico para acceder a la información, ya que la calidad de pública o reservada de la misma no se determina en referencia a quién la solicite (sujeto), sino a la naturaleza de aquélla (objeto).
Hay dos puertos que están en el itinerario a los que no hemos podido arribar. Me refiero a la impostergable necesidad de contar con una ley de datos personales y una ley de archivos. La primera protegerá la esfera de derechos de los gobernados en cuanto a la privacidad de sus datos, y la segunda coadyuvará a hacer efectivo el derecho de acceso a la información, pues sin la existencia ordenada de los archivos, el derecho a la información es, parafraseando a Madison, una farsa, una tragedia, o tal vez ambas cosas.
Quizá el puerto final de arribo en esta larga travesía es el que tiene que ver con la transparencia en los partidos políticos y los sindicatos. A propósito, los he dejado para el final porque es como llegar a Marsella. Si con la reforma electoral de los años 90 entramos en la ruta de la democracia, con la reforma constitucional de 2007 en materia de transparencia y su ley respectiva lo que está en juego es la calidad de la democracia.
Una reforma sirvió para crear reglas claras de cómo acceder al poder, y la otra sirve para establecer mecanismos de control al ejercicio de ese poder. Es por ello crucial que los partidos políticos y los sindicatos, que son elementos fundamentales del juego democrático, no se excluyan del mecanismo de rendición de cuentas.
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