lunes, 6 de julio de 2009

LA DOCTRINA EXTRAVIADA

ROLANDO CODERA

De acuerdo con el reportaje de Roberto González Amador (La Jornada, 03/07/09) serán los trabajadores quienes lleven la carga mayor de la crisis actual. A diferencia de otras circunstancias críticas, como las ocurridas en los años ochenta del siglo pasado, la inflación se mantiene alejada del panorama inmediato y la devaluación fue puesta a buen recaudo hace unos meses, gracias al despliegue urgente de las reservas o los créditos internacionales puestos a disposición del Banco de México con oportunidad sospechosa, por lo que para quienes disponen de empleo o de otras fuentes de ingreso la cosa no parece ir tan mal y su gravedad se ubica a la distancia. Puede argumentarse que este es, como muchos otros, un espejismo de la coyuntura, pero mientras la bolsa suene la tentación de sentirse inmune es grande.
Los analistas consultados no parece ponerse de acuerdo sobre la recuperación pero pocos se atreven a apostar por un repunte rápido como el pronosticado hasta hace poco por el gobierno, por considerarla apuesta arriesgada, cuando no aventurada, a la vista de las dificultades crecientes que rodean a las principales economías del planeta, en especial a la de Estados Unidos de América. Según la nota de González Amador, Bancomer estima que la recuperación vendría en 2011, pero otros estudiosos del ciclo advierten sobre la probabilidad alta de que no sea sino hasta 2013 cuando la economía vuelva a los niveles de 2008, cuando a pesar de las ilusiones efímeras de Hacienda empezó la crisis de a de veras.
Si es el empleo el que focaliza los impactos mayores de la caída productiva, y si en efecto van a pasar varios años para volver al punto de partida que convencionalmente se ubica en 2008, la reflexión y el debate sobre la política económica a seguir debería centrarse en la magnitud e implicaciones de la desocupación registrada y esperada y en la duración del receso, haciendo explícito lo que esto significa al considerar que lo único que no dejará de crecer será la población y dentro de ésta aquella que llega cada año a la edad de trabajar y, además, se ve obligada a tratar de hacerlo.
Lo que está en juego son cifras mayores que por lo pronto rebasan el millón de desocupados, a los que se une otro millón de buscadores de empleo que no lo encontrarán debido al descenso productivo. Hasta cuándo y en dónde cesará esta catarata de desocupación e inocupación es difícil de prever con precisión, pero los indicios señalan que el periodo de recuperación laboral será más largo que el de la actividad económica.
Debido a los cambios demográficos de décadas recientes, México se volvió un país de jóvenes y jóvenes adultos y una sociedad de trabajadores. Como nunca, la población económicamente activa domina un panorama social cada día más urbano concentrado en grandes conglomerados metropolitanos, donde se teje y desteje una nueva supervivencia en la que el consumo diario y el porvenir se resuelven en el intercambio continuo y la dependencia laboral masiva, para dar lugar a una sociedad marcada por una interdependencia intensa y extendida.
Atrás quedó el México rural desperdigado que reclamaba con los pies su derecho a la ciudad, para dar paso al México urbano que ahora se descubre también un México sin derechos fundamentales garantizados, acosado por la inminencia de perder su vínculo maestro, casi único, de cohesión social y nacional que es el empleo.
Con el cuasi cierre de la frontera y la caída del ingreso general, las válvulas de escape para esta “nueva mexicanidad” definida por la magnitud de la población trabajadora se estrechan y amenazan con cerrarse. De profundizarse la caída económica, no habrá mucho margen para la informalidad comercial o de los servicios, que depende en gran medida de lo que gastan o demandan los trabajadores más o menos formalizados y el horizonte de un trueque generalizado se abre para un país urbano de más de 100 millones de almas. Junto con lo anterior, el receso lleva a muchos empleadores a imponer formas de contratación que buscan no sólo reducir salarios y jornada, sino disminuir o eliminar prestaciones, ensanchando el contingente de trabajadores informales disfrazados de formales por el mero hecho de laborar en condiciones subordinadas con o sin contrato de trabajo.
La inseguridad se vuelve fenómeno nacional y aqueja al país desde abajo. La criminalidad puede o no extenderse pero con o sin ella la población desocupada o desposeída de sus derechos elementales contagia a la que se mantiene empleada o reinventa las formas más crueles y salvajes de asegurar la supervivencia: la explotación intrafamiliar; el trabajo infantil; y de ahí hacia el fondo de la degradación; prostitución, trata de personas, reclutamiento precoz o autoreclutamiento improvisado, en las filas de la criminalidad organizada.
Este es el panorama y no hay ingenio aldeano o tecnocrático que sirva para edulcorarlo. Sin espacio suficiente para la educación superior pública, el México del presente se come, al deteriorarla con celeridad, a su alcancía demográfica y firma pagarés para el futuro avejentado que no podrá pagar. Ante esta desolación, bien podrían pedirle al presidente Calderón que anulara sus ocurrencias sobre la economía y el empleo y ocupara su tiempo libre en la lectura de la Rerum Novarum, donde la Iglesia a la que sirve descubrió la centralidad del trabajo.
En el frenesí impuesto por una ilegitimidad que, esa sí, se renueva con las horas, el grupo gobernante pasa por encima de las largas horas infantiles dedicadas a la doctrina.

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