Al hoy coma-andante Castro no le bastó en su momento traicionar su movimiento para convertirse en un dictador comunista, sino que trató de exportar su revolución a Eritrea, al Congo y fundamentalmente a Angola.
La dolorida historia de América Latina se encuentra saturada de ejemplos de tiranos que han intentado o han logrado eternizarse en el poder, en razón fundamentalmente de la catastrófica herencia autoritaria española que se impuso a sangre, cruz y fuego en nuestros países por más de 300 años. La intransigencia y la incapacidad parlamentaria la encontramos a lo largo de tres siglos que marcaron y condicionaron en forma indeleble a las naciones ubicadas al sur del Río Bravo. El desfile de dictadores podría ser interminable. Baste citar como prueba de esta actitud cerril, terca y obcecada a sujetos que se convirtieron en titulares de la verdad absoluta, en intérpretes infalibles de la voluntad popular, en supuestos constructores del bienestar, del progreso y de la libertad de sus naciones, pero que, de manera “incomprensible”, se vieron obligados a abandonar el poder por medio de golpes de Estado, tan violentos o más sanguinarios como los que ellos ejecutaron al hacerse del poder. Dichos gorilas, por lo general, fueron depuestos en medio de devastadoras revoluciones de las que huyeron para disfrutar de riquezas ilícitas en países que les otorgaran el asilo político.
Ahí están, en nuestro caso, las “inolvidables” figuras de Santa Anna, de Porfirio Díaz y de Victoriano Huerta; en Chile, Pinochet; en Paraguay, Alfredo Stroessner; en Cuba, ¡pobre Cuba!, Fulgencio Batista y Fidel Castro; en Venezuela, Pérez Jiménez; en Bolivia, Hugo Bánzer; en Dominicana, Leónidas Trujillo; en Nicaragua, Anastasio Somoza, entre otros tantos más; en Haití, Duvalier, Papá Doc y Baby Doc; en Perú, Juan Velasco Alvarado; en Guatemala, Jorge Ubico, Carlos Castillo Armas; en Panamá, Manuel Noriega. La mayoría de ellos acabó sus días en el extranjero gozando de la sustracción ilegal de grandes cantidades de dinero de las arcas públicas de sus países o con un par de tiros puntuales en la cabeza o con las debidas bendiciones apostólicas como parte del agradecimiento otorgadas en el lecho de muerte por la Iglesia católica por haber compartido el poder y la riqueza con ellos.
Al hoy coma-andante Castro no le bastó en su momento traicionar su movimiento para convertirse en un dictador comunista, sino que trató de exportar su revolución a Eritrea, al Congo y fundamentalmente a Angola, además de otros países de América Latina. Hoy en día, una de las mejores maneras de demostrar el éxito del marxismo en la mayor de las Antillas consiste en observar las casas ruinosas en que viven los cubanos, víctimas de interminables apagones, además de la falta de agua potable, la terrible “enfermedad de su sistema de salud”, las patéticas colas para adquirir alimentos de primera necesidad cada vez, por cierto, más escasos, según se puede constatar al analizar las libretas de racionamientos de las que no se compadecen los hermanos Castro.
Chávez, otro gorila, no reconoce ni se alarma ni tampoco se conmueve ante los indicadores económicos que reflejan una galopante inflación, un desplome escandaloso de la inversión extranjera, para ya ni hablar de la nacional, ni le preocupan las tasas de desempleo ni el ingreso per cápita siempre y cuando no le falten los ingresos por petróleo. ¿Qué hizo Chávez —al igual que Fox— con los cientos de miles de millones de dólares que ingresaron a su respectivo país durante los años de bonanza petrolera?
Chávez importa tanques en lugar de tractores; lanzacohetes en vez de gises y libros; adiestra soldados en los cuarteles en lugar de forjar maestros para las aulas; compra armas en vez de invertir en tecnología; construye academias castrenses y no universidades abiertas; tipifica “delitos mediáticos” como pretexto para expropiar decenas de estaciones de radio con el argumento de que éstas “pueden atentar en contra de las instituciones del Estado, la salud mental o la moral pública o generar sensaciones de impunidad o inseguridad entre la población…”; encarcela a periodistas críticos a su “gobierno”; nacionaliza con razones absurdas a las empresas cafetaleras, entre otras tantas más; acusa a Estados Unidos de todos sus males de acuerdo con la más rancia escuela castrista; se erige como mártir cuando alega que Obama lo va a secuestrar de la misma manera en que lo fue Manuel Noriega…
¿Chávez caerá a tiros como Trujillo o de un bazucazo como Somoza o en la cama como Stalin o fusilado como Mussolini o gozando de los millones de euros mal habidos como Baby Doc en París..? Es irrelevante la respuesta si se le compara con el daño social, económico, político y educativo que padece en la actualidad el pueblo venezolano. ¿Cuándo tiempo le llevará a Venezuela reparar los daños que ya ha sufrido durante la catastrófica gestión de este singular primate del siglo XXI, más aún si su derrocamiento, espero que inminente, se llega a traducir lamentablemente en un baño de sangre? ¿Qué puede hacer Colombia cuando su vecino es un loco poderosamente armado y que, además, parece haber perdido la razón?
La dolorida historia de América Latina se encuentra saturada de ejemplos de tiranos que han intentado o han logrado eternizarse en el poder, en razón fundamentalmente de la catastrófica herencia autoritaria española que se impuso a sangre, cruz y fuego en nuestros países por más de 300 años. La intransigencia y la incapacidad parlamentaria la encontramos a lo largo de tres siglos que marcaron y condicionaron en forma indeleble a las naciones ubicadas al sur del Río Bravo. El desfile de dictadores podría ser interminable. Baste citar como prueba de esta actitud cerril, terca y obcecada a sujetos que se convirtieron en titulares de la verdad absoluta, en intérpretes infalibles de la voluntad popular, en supuestos constructores del bienestar, del progreso y de la libertad de sus naciones, pero que, de manera “incomprensible”, se vieron obligados a abandonar el poder por medio de golpes de Estado, tan violentos o más sanguinarios como los que ellos ejecutaron al hacerse del poder. Dichos gorilas, por lo general, fueron depuestos en medio de devastadoras revoluciones de las que huyeron para disfrutar de riquezas ilícitas en países que les otorgaran el asilo político.
Ahí están, en nuestro caso, las “inolvidables” figuras de Santa Anna, de Porfirio Díaz y de Victoriano Huerta; en Chile, Pinochet; en Paraguay, Alfredo Stroessner; en Cuba, ¡pobre Cuba!, Fulgencio Batista y Fidel Castro; en Venezuela, Pérez Jiménez; en Bolivia, Hugo Bánzer; en Dominicana, Leónidas Trujillo; en Nicaragua, Anastasio Somoza, entre otros tantos más; en Haití, Duvalier, Papá Doc y Baby Doc; en Perú, Juan Velasco Alvarado; en Guatemala, Jorge Ubico, Carlos Castillo Armas; en Panamá, Manuel Noriega. La mayoría de ellos acabó sus días en el extranjero gozando de la sustracción ilegal de grandes cantidades de dinero de las arcas públicas de sus países o con un par de tiros puntuales en la cabeza o con las debidas bendiciones apostólicas como parte del agradecimiento otorgadas en el lecho de muerte por la Iglesia católica por haber compartido el poder y la riqueza con ellos.
Al hoy coma-andante Castro no le bastó en su momento traicionar su movimiento para convertirse en un dictador comunista, sino que trató de exportar su revolución a Eritrea, al Congo y fundamentalmente a Angola, además de otros países de América Latina. Hoy en día, una de las mejores maneras de demostrar el éxito del marxismo en la mayor de las Antillas consiste en observar las casas ruinosas en que viven los cubanos, víctimas de interminables apagones, además de la falta de agua potable, la terrible “enfermedad de su sistema de salud”, las patéticas colas para adquirir alimentos de primera necesidad cada vez, por cierto, más escasos, según se puede constatar al analizar las libretas de racionamientos de las que no se compadecen los hermanos Castro.
Chávez, otro gorila, no reconoce ni se alarma ni tampoco se conmueve ante los indicadores económicos que reflejan una galopante inflación, un desplome escandaloso de la inversión extranjera, para ya ni hablar de la nacional, ni le preocupan las tasas de desempleo ni el ingreso per cápita siempre y cuando no le falten los ingresos por petróleo. ¿Qué hizo Chávez —al igual que Fox— con los cientos de miles de millones de dólares que ingresaron a su respectivo país durante los años de bonanza petrolera?
Chávez importa tanques en lugar de tractores; lanzacohetes en vez de gises y libros; adiestra soldados en los cuarteles en lugar de forjar maestros para las aulas; compra armas en vez de invertir en tecnología; construye academias castrenses y no universidades abiertas; tipifica “delitos mediáticos” como pretexto para expropiar decenas de estaciones de radio con el argumento de que éstas “pueden atentar en contra de las instituciones del Estado, la salud mental o la moral pública o generar sensaciones de impunidad o inseguridad entre la población…”; encarcela a periodistas críticos a su “gobierno”; nacionaliza con razones absurdas a las empresas cafetaleras, entre otras tantas más; acusa a Estados Unidos de todos sus males de acuerdo con la más rancia escuela castrista; se erige como mártir cuando alega que Obama lo va a secuestrar de la misma manera en que lo fue Manuel Noriega…
¿Chávez caerá a tiros como Trujillo o de un bazucazo como Somoza o en la cama como Stalin o fusilado como Mussolini o gozando de los millones de euros mal habidos como Baby Doc en París..? Es irrelevante la respuesta si se le compara con el daño social, económico, político y educativo que padece en la actualidad el pueblo venezolano. ¿Cuándo tiempo le llevará a Venezuela reparar los daños que ya ha sufrido durante la catastrófica gestión de este singular primate del siglo XXI, más aún si su derrocamiento, espero que inminente, se llega a traducir lamentablemente en un baño de sangre? ¿Qué puede hacer Colombia cuando su vecino es un loco poderosamente armado y que, además, parece haber perdido la razón?
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