Aunque lejanos en geografía y cultura, Afganistán y México comparten un problema estructural. La violencia fuera de control
Los violentos
Los violentos
¿De dónde salen esos individuos que se organizan para imponer sus intereses e ideas a toda una sociedad y que para ello están dispuestos a jugarse la vida y enfrentar con máxima violencia a ciudadanos y Estado? ¿En dónde se forman los miembros de la mafia o los talibanes, los "maras" o los "zetas"? Es posible que ciertos individuos sean naturalmente proclives a la violencia, pero los socialmente importantes son los violentos por formación y organizados como resultado de injusticias, corrupción y fracasos políticos.
Talibanes
Un ejemplo actual y extremo de organización violenta surgida del seno de una cultura fuerte son los talibanes (estudiante es la raíz árabe del término), un grupo de raíz religiosa que evolucionó de la lucha afgana contra la ocupación soviética y que hoy está poniendo en jaque a Estados Unidos. ¿En dónde se recluta y se motiva a esos millares que desde la derrota soviética en las montañas de Afganistán en 1989 combaten con ferocidad a su gobierno y a las fuerzas de la OTAN para obligar a su sociedad a adoptar como marco legal a la sharía, es decir, al conjunto de principios que conforman la ley islámica? Es claro que la parte central de la formación de esos combatientes no es su entrenamiento militar sino la concepción del mundo que les llevó a suponer que tienen el deber, el derecho y la posibilidad de imponer su modo de vida.
Los talibanes han adquirido su visión del mundo en un tipo de institución religiosa: en escuelas islámicas -madrasas- que recogieron a millares de huérfanos producto de la brutal guerra de los mujahideen contra los soviéticos, y donde, como resultado de la guerra civil y de la ocupación extranjera que destrozaron el tejido social, empezaron a dominar ideas radicales en torno a un Islam "duro", como única vía para regenerar lo destruido. Estas madrasas reclutaron a sus estudiantes de entre los afganos más desprotegidos, a una edad temprana y les dieron una instrucción religiosa ascética e intolerante. El resultado fue su conversión en militantes dispuestos a participar en una lucha armada sin cuartel hasta destruir una sociedad islámica corrupta y, por tanto, a su Estado, y sustituirlo por otro donde la sharia sea el camino para la purificación colectiva.
Nuestros violentos
Hoy en México se vuelve a vivir un ambiente de violencia como el que dominó durante épocas largas del siglo XIX, en los peores momentos de la guerra civil revolucionaria (1910-1920), durante la "guerra cristera" o cuando la "guerra sucia" asoló a Guerrero y a ciertas zonas urbanas. Esta nueva violencia mexicana está ligada al crimen organizado, en especial al narcotráfico, va en ascenso, causa enorme consternación interna y ya es tema de preocupación fuera de nuestras fronteras (ejemplos recientes son: Newsweek en Español, 27 de julio, o The Washington Post, 28 de julio).
En ámbitos nacionales y extranjeros se subraya que en lo que va de la actual administración las víctimas de la lucha entre las organizaciones del crimen organizado o del choque entre éstas y las fuerzas del gobierno ya superaron los 12 mil muertos. Se trata de un enfrentamiento que hace mucho rebasó las capacidades de las policías local o federal y que ahora involucra por necesidad a la última línea de defensa del Estado: al Ejército y a la Armada. En algunos ámbitos ya se habla de una "narcoinsurgencia".
La fuente de la violencia
El mundo talibán surgió de la destrucción brutal y la descomposición de una sociedad tradicional que ya no fue sustituida por nada equivalente. Es más, surgió de una sociedad donde la descomposición se dio de la mano del cultivo del opio, una de las pocas formas disponibles de los afganos de engancharse con los mercados externos, con la globalidad. Y todo ello enmarcado por una creciente intolerancia religiosa que justificó la continuación del terror preexistente como la forma natural de imponer un pensamiento único a una sociedad víctima, por un lado, de gobernantes corruptos y, por el otro, de potencias extranjeras.
En México, la violencia actual también tiene atrapada a la sociedad en un entramado formado, de un lado, por una estructura social caracterizada por una desigualdad tradicional y creciente, dominada por una élite del poder dispuesta a defender por todos los medios sus privilegios y sin importar su inequidad, dirigida por una clase política corrupta e inepta y, por el otro, por un crimen organizado cada vez más empoderado, que secuestra, asesina y tortura haciendo gala pública de brutalidad.
Madrasas a la inversa
En el caso mexicano el tejido social no lo ha destruido ninguna guerra civil o de intervención, sino algo menos dramático pero igualmente efectivo: un rotundo fracaso económico cuyo origen se remonta a principios de los 1980, una corrupción pública y privada sistemática y creciente, una pobreza endémica en ascenso, un mercado externo gigante para drogas ilícitas y un sistema político que, pese al supuesto cambio de autoritario en democrático, sigue sin ligar a la sociedad con la autoridad y sin dar un sentido a la vida colectiva. Por otro lado, la religión organizada tampoco ha podido o querido jugar un papel significativo como motor de algún tipo de cambio cultural o social.
En México, la violencia organizada es netamente criminal y no es producto de nada que se parezca a un proyecto político a la talibán, pero bien visto, resulta que sí hay un cierto equivalente en las instituciones que preparan a los jóvenes para la vida extrema y violenta, aunque juegan ese papel no tanto por lo que se proponen hacer sino por lo que no hacen.
Y es que en México el sistema educativo oficial, especialmente al nivel masivo, el que encuadra al grueso de los jóvenes que provienen de las clases populares, es tan ineficaz para trasmitir los conocimientos que son su supuesta razón de ser -en parte por falta de recursos y en parte por irresponsabilidad y corrupción- que en la práctica forma a jóvenes que salen sin la preparación que les permita su ascenso social. Y esto ocurre en un escenario de falta de empleo y de un crecimiento económico que de raquítico pasó a ser un decrecimiento espectacular.
Los indicadores nos dicen que en 2005 México tuvo un gasto anual por estudiante en todos los niveles académicos de 2,405 dólares, lo que equivalió apenas a un tercio de la media de los países de la OCDE. Ese monto no estaría tan mal si el sistema educativo tuviera una calidad equivalente, pero la prueba PISA del 2006 nos dice que entre los 31 países medidos por la OCDE en su capacidad de lectura, matemáticas y ciencias nuestros estudiantes estuvieron en el 10% más bajo. Esos estudiantes mal preparados salen a un mundo donde la economía formal simplemente no los puede absorber y donde la informal, que es su salida más realista, ya está saturada. La migración indocumentada a Estados Unidos ha sido desde hace años la alternativa de trabajo -los mexicanos constituyen el mayor número de migrantes internacionales en el orbe-, pero ahora está disminuyendo su importancia por efecto de los obstáculos que le ponen el gobierno y la crisis de los norteamericanos. Si la migración neta en el 2006 fue de 547 mil, la del año pasado apenas llegó a 203 mil, según el Pew Hispanic Center. Todo esto, combinado con desigualdad y pobreza crecientes -lo dicen las cifras oficiales del INEGI- más un grado notable de impunidad (menos del 5% de los crímenes denunciados se resuelven) y un narcotráfico que mueve sumas impresionantes -entre 8 y 30 mil millones de dólares anuales-, termina por constituir la "tormenta perfecta" para que muchos jóvenes decidan que su mejor opción es vivir violentamente, unirse al crimen organizado y ser parte de la "narcoinsurgencia".
Las cifras oficiales aseguran que además de los miles de asesinados, la "guerra contra el narcotráfico" ha desembocado en más de 76 mil arrestos durante el gobierno de Calderón (The Washington Post, 28 de julio). El número es alto pero, a la vez, insignificante si se le compara con los millones de desempleados o mal pagados de los que el crimen organizado puede echar mano. Quizá nuestra violencia no es tan grave como la afgana, pero su raíz y solución son complejas. Al final, tanto Osama bin Laden o El Chapo Guzmán siguen operando porque una parte de la sociedad los ha hecho suyos y los protege.
Las condiciones que crearon y sostienen a talibanes o narcos son de carácter estructural y casi imposibles de modificar a corto plazo. Sin embargo, es obligación de nuestra época intentar desmontar este tipo de embrollo y para ello hay que echar mano de algo más realista que la mera fuerza militar. La solución debe ser política, social y económica.
Talibanes
Un ejemplo actual y extremo de organización violenta surgida del seno de una cultura fuerte son los talibanes (estudiante es la raíz árabe del término), un grupo de raíz religiosa que evolucionó de la lucha afgana contra la ocupación soviética y que hoy está poniendo en jaque a Estados Unidos. ¿En dónde se recluta y se motiva a esos millares que desde la derrota soviética en las montañas de Afganistán en 1989 combaten con ferocidad a su gobierno y a las fuerzas de la OTAN para obligar a su sociedad a adoptar como marco legal a la sharía, es decir, al conjunto de principios que conforman la ley islámica? Es claro que la parte central de la formación de esos combatientes no es su entrenamiento militar sino la concepción del mundo que les llevó a suponer que tienen el deber, el derecho y la posibilidad de imponer su modo de vida.
Los talibanes han adquirido su visión del mundo en un tipo de institución religiosa: en escuelas islámicas -madrasas- que recogieron a millares de huérfanos producto de la brutal guerra de los mujahideen contra los soviéticos, y donde, como resultado de la guerra civil y de la ocupación extranjera que destrozaron el tejido social, empezaron a dominar ideas radicales en torno a un Islam "duro", como única vía para regenerar lo destruido. Estas madrasas reclutaron a sus estudiantes de entre los afganos más desprotegidos, a una edad temprana y les dieron una instrucción religiosa ascética e intolerante. El resultado fue su conversión en militantes dispuestos a participar en una lucha armada sin cuartel hasta destruir una sociedad islámica corrupta y, por tanto, a su Estado, y sustituirlo por otro donde la sharia sea el camino para la purificación colectiva.
Nuestros violentos
Hoy en México se vuelve a vivir un ambiente de violencia como el que dominó durante épocas largas del siglo XIX, en los peores momentos de la guerra civil revolucionaria (1910-1920), durante la "guerra cristera" o cuando la "guerra sucia" asoló a Guerrero y a ciertas zonas urbanas. Esta nueva violencia mexicana está ligada al crimen organizado, en especial al narcotráfico, va en ascenso, causa enorme consternación interna y ya es tema de preocupación fuera de nuestras fronteras (ejemplos recientes son: Newsweek en Español, 27 de julio, o The Washington Post, 28 de julio).
En ámbitos nacionales y extranjeros se subraya que en lo que va de la actual administración las víctimas de la lucha entre las organizaciones del crimen organizado o del choque entre éstas y las fuerzas del gobierno ya superaron los 12 mil muertos. Se trata de un enfrentamiento que hace mucho rebasó las capacidades de las policías local o federal y que ahora involucra por necesidad a la última línea de defensa del Estado: al Ejército y a la Armada. En algunos ámbitos ya se habla de una "narcoinsurgencia".
La fuente de la violencia
El mundo talibán surgió de la destrucción brutal y la descomposición de una sociedad tradicional que ya no fue sustituida por nada equivalente. Es más, surgió de una sociedad donde la descomposición se dio de la mano del cultivo del opio, una de las pocas formas disponibles de los afganos de engancharse con los mercados externos, con la globalidad. Y todo ello enmarcado por una creciente intolerancia religiosa que justificó la continuación del terror preexistente como la forma natural de imponer un pensamiento único a una sociedad víctima, por un lado, de gobernantes corruptos y, por el otro, de potencias extranjeras.
En México, la violencia actual también tiene atrapada a la sociedad en un entramado formado, de un lado, por una estructura social caracterizada por una desigualdad tradicional y creciente, dominada por una élite del poder dispuesta a defender por todos los medios sus privilegios y sin importar su inequidad, dirigida por una clase política corrupta e inepta y, por el otro, por un crimen organizado cada vez más empoderado, que secuestra, asesina y tortura haciendo gala pública de brutalidad.
Madrasas a la inversa
En el caso mexicano el tejido social no lo ha destruido ninguna guerra civil o de intervención, sino algo menos dramático pero igualmente efectivo: un rotundo fracaso económico cuyo origen se remonta a principios de los 1980, una corrupción pública y privada sistemática y creciente, una pobreza endémica en ascenso, un mercado externo gigante para drogas ilícitas y un sistema político que, pese al supuesto cambio de autoritario en democrático, sigue sin ligar a la sociedad con la autoridad y sin dar un sentido a la vida colectiva. Por otro lado, la religión organizada tampoco ha podido o querido jugar un papel significativo como motor de algún tipo de cambio cultural o social.
En México, la violencia organizada es netamente criminal y no es producto de nada que se parezca a un proyecto político a la talibán, pero bien visto, resulta que sí hay un cierto equivalente en las instituciones que preparan a los jóvenes para la vida extrema y violenta, aunque juegan ese papel no tanto por lo que se proponen hacer sino por lo que no hacen.
Y es que en México el sistema educativo oficial, especialmente al nivel masivo, el que encuadra al grueso de los jóvenes que provienen de las clases populares, es tan ineficaz para trasmitir los conocimientos que son su supuesta razón de ser -en parte por falta de recursos y en parte por irresponsabilidad y corrupción- que en la práctica forma a jóvenes que salen sin la preparación que les permita su ascenso social. Y esto ocurre en un escenario de falta de empleo y de un crecimiento económico que de raquítico pasó a ser un decrecimiento espectacular.
Los indicadores nos dicen que en 2005 México tuvo un gasto anual por estudiante en todos los niveles académicos de 2,405 dólares, lo que equivalió apenas a un tercio de la media de los países de la OCDE. Ese monto no estaría tan mal si el sistema educativo tuviera una calidad equivalente, pero la prueba PISA del 2006 nos dice que entre los 31 países medidos por la OCDE en su capacidad de lectura, matemáticas y ciencias nuestros estudiantes estuvieron en el 10% más bajo. Esos estudiantes mal preparados salen a un mundo donde la economía formal simplemente no los puede absorber y donde la informal, que es su salida más realista, ya está saturada. La migración indocumentada a Estados Unidos ha sido desde hace años la alternativa de trabajo -los mexicanos constituyen el mayor número de migrantes internacionales en el orbe-, pero ahora está disminuyendo su importancia por efecto de los obstáculos que le ponen el gobierno y la crisis de los norteamericanos. Si la migración neta en el 2006 fue de 547 mil, la del año pasado apenas llegó a 203 mil, según el Pew Hispanic Center. Todo esto, combinado con desigualdad y pobreza crecientes -lo dicen las cifras oficiales del INEGI- más un grado notable de impunidad (menos del 5% de los crímenes denunciados se resuelven) y un narcotráfico que mueve sumas impresionantes -entre 8 y 30 mil millones de dólares anuales-, termina por constituir la "tormenta perfecta" para que muchos jóvenes decidan que su mejor opción es vivir violentamente, unirse al crimen organizado y ser parte de la "narcoinsurgencia".
Las cifras oficiales aseguran que además de los miles de asesinados, la "guerra contra el narcotráfico" ha desembocado en más de 76 mil arrestos durante el gobierno de Calderón (The Washington Post, 28 de julio). El número es alto pero, a la vez, insignificante si se le compara con los millones de desempleados o mal pagados de los que el crimen organizado puede echar mano. Quizá nuestra violencia no es tan grave como la afgana, pero su raíz y solución son complejas. Al final, tanto Osama bin Laden o El Chapo Guzmán siguen operando porque una parte de la sociedad los ha hecho suyos y los protege.
Las condiciones que crearon y sostienen a talibanes o narcos son de carácter estructural y casi imposibles de modificar a corto plazo. Sin embargo, es obligación de nuestra época intentar desmontar este tipo de embrollo y para ello hay que echar mano de algo más realista que la mera fuerza militar. La solución debe ser política, social y económica.
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