viernes, 21 de agosto de 2009

LAS PUERTAS ABIERTAS

JOSÉ WOLDENBERG KARAKOSKY

A inicios del siglo XX, Razumov es un estudiante en San Petersburgo que delata a la policía a su conocido Haldin que le ha solicitado ayuda luego de confesar que acaba de matar a P. Dice Haldin a quien cree su amigo: Lo he matado. Una tarea ingrata, pero era un hombre peligroso... un hombre fanático. Tres años más y nos habría devuelto a la esclavitud de hace medio siglo.... El terrorista ha expuesto sus razones. Razumov abandona Rusia y llega a Ginebra donde entra en contacto con los círculos revolucionarios. En ellos corre la versión de que Razumov fue el cómplice y no el traidor de Haldin. Es apreciado, reconocido. Visita entonces la casa donde viven dos de las figuras del exilio revolucionario, y al llegar a ella, describe que sus barrotes estaban oxidados, la cancela entornada, como si nunca se cerrara. De hecho, al intentar empujarla, Razumov comprobó que no se movía. Virtud democrática. Al parecer aquí no hay ladrones, murmuró para sí con desagrado... (Joseph Conrad. Bajo la mirada de occidente, Rey Lear, Unión Europea, 2008). La puerta estaba abierta. Y entró, como solemos decir, como Pedro por su casa.Enrique, el personaje delirante creado por Vicente Leñero, vuelve en un día lluvioso a su casa en San Ángel. Dice: Ya era de noche. A través de las cortinas una luz tímida proyectaba la ventana del salón. Varias veces golpeé con la aldaba la enorme puerta de madera, pero no recibí respuesta alguna. Un leve chasquido, de pronto, me hizo saber que ningún candado cancelaba el paso. Bastó una leve presión con las manos para que la hoja del portón se abriera hacia la izquierda. Entré en la penumbra.... De nuevo un personaje entra a una casa sin encontrar obstáculo alguno. La primera versión del relato de Leñero es de 1961 (La voz adolorida) y la segunda de 1976 (A fuerza de palabras) (FCE, México, 2002, p. 32-33), pero al parecer, en ambas al autor le resultó natural que la puerta estuviera abierta y que con un leve movimiento Enrique pudiera reencontrarse con sus tías.El incidente menor en la novela de Conrad, y el fugaz episodio del relato de Leñero, me recordaron mis primeros años de vida en Monterrey. Mi familia vivió en dos domicilios sucesivos: en las calles de Jamaica y de Prolongación Madero en la colonia Vista Hermosa. Y recuerdo con nitidez que las puertas de las casas siempre estaban abiertas. Salía de mi domicilio a los seis o siete años y podía meterme a las casas de los vecinos casi sin tocar. Y digo casi, porque a uno le enseñaban a tocar la puerta como fórmula educada, no fuera a sorprender a los de dentro o no se fuera a sorprender uno con lo que podía ver de manera intempestiva. Uno tocaba la puerta, escuchaba luego un ¿quién? y al responder, recibía la contraseña para entrar: pasa. No había seguros, ni llaves. No era una virtud democrática como piensa Razumov, sino más bien una rutina como la que expone Leñero, simple y llana seguridad, confianza.En 1961, cuando mi familia se trasladó a la capital (o a su periferia), la rutina al volver de la escuela era más o menos invariable. Las madres de entonces veían con malos ojos que los niños estuvieran encerrados en las casas y en mi caso la letanía que recibía era más o menos la siguiente: comes, haces la tarea y te sales a la calle. Y en la calle, uno encontraba compañeros, y ahí se jugaba futbol, beisbol, trompo, canicas, tamaladas, o lo que estuviera de moda. La calle era nuestra y el gozo también.Las puertas abiertas en las casas y la vida de los niños en la calle son dos expresiones inmejorables del ambiente que se vivía. Nos hablan por sobre todo de confianza: en los vecinos, en los otros, en la sociedad. Y de un clima en el cual los fantasmas de la violencia, la brutalidad, el miedo, eran (casi) inexistentes. Hoy, las puertas y ventanas de las casas deben estar cerradas. Y no se ven demasiados niños jugando en las calles. La confianza se convirtió en desconfianza, y la preocupación y hasta la paranoia se instalaron con fuerza. Y no es para menos. No parece ser un fenómeno extraño, sino la respuesta a la ola (la marejada) de secuestros, robos, asesinatos y agresiones. Las calles -en el imaginario colectivo- son inseguras y los hogares fortalezas. El miedo corroe las relaciones sociales y el ambiente.Las puertas abiertas y los niños en la calle no fueron fruto de un decreto, de una obligación, de una política pública. Pero tampoco aparecieron por casualidad. Fueron una de las construcciones sociales más sofisticadas y sutiles y al mismo tiempo invisibles; producto de la rutina y su basamento fue la confianza en los otros. Se trató de un resultado natural en la era previa a las pesadillas que acompañan a la convivencia social; de los horrores -reales y ficticios- que son nuestra sombra permanente.Las puertas abiertas son como el saludo, las sonrisas o dar las gracias. No sabemos bien a bien cómo surgieron, pero no hay duda de que hacen más agradable la vida.

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