viernes, 21 de agosto de 2009

LEY DE LA VERDAD

PORFIRIO MUÑOZ LEDO

El fallo de la Suprema Corte que determina la ilegalidad de los procesos de 20 presuntos responsables de la matanza de Acteal, más que una reparación, encierra una condena retrospectiva al Estado. Los poderes públicos como agentes explícitos de la violación del derecho.
“El pasado regresa —escribe José Antonio Crespo— como una pesadilla interminable”, porque la transición se trabó en el anudamiento de complicidades. Existe certidumbre jurídica sobre el desacato a la legalidad, pero nada se hace para esclarecer lo sucedido, sancionar a los culpables y reconstruir los organismos que siguen cometiendo y encubriendo los agravios.
Diez años de prisión no son restituibles, aunque sí compensables por la penalización de quienes fueron responsables desde el poder. De otro modo resultarían dos veces chivos expiatorios: por haber sido culpados de crímenes que otros cometieron y por la absolución general que se esconde tras su liberación.
Granados Chapa revela una transacción electoral entre Calderón y líderes evangélicos, en la que éste se comprometió a “revisar el estado procesal de los expedientes de Acteal”. La afirmación del procurador —contraria a la resolución de la Corte— de que sus antecesores obraron “conforme a derecho” y por tanto “no revisará su actuación”, cierra el círculo de la injusticia como política pública.
Los hechos son piezas de una estrategia agresiva de Ernesto Zedillo contra del EZLN y sus simpatizantes. Ejemplifican una estrategia de Estado que en esta columna describimos el 22 y 29 de abril y el 4 de mayo de 1998. Pudimos paliar sus atrocidades y limitar sus repercusiones gracias al precario equilibrio político establecido por la mayoría de oposición en el Congreso.
Algunos exigen instaurar un “tribunal autónomo y excepcional”, con indiscutible autoridad moral, para revisar el caso y dictar las sanciones. El alto comisionado de la ONU exhorta al gobierno mexicano para que emprenda una “investigación minuciosa e imparcial” a fin de “satisfacer el derecho a conocer la verdad y reparar el daño conforme a estándares internacionales”.
El asunto debiera ser enarbolado por la ciudadanía, habida cuenta de su carácter paradigmático, pero no es por desgracia el único. El cáncer de la impunidad corroe el aparato del Estado y disuelve el tejido social. Demanda soluciones generales, acciones concatenadas y profundas reformas institucionales.
El dilema inicial de todo cambio de régimen es qué hacer con el pasado. Cada uno lo ha resuelto de manera distinta —desde la guillotina hasta la amnesia— pero sólo han sido exitosos mediante la ruptura con las prácticas anteriores, la instauración de un nuevo andamiaje jurídico, una genuina transparencia y sanciones ejemplares.
Ese fue el tema crucial de los estudios sobre la reforma del Estado en 2000. Se declaró la “absoluta necesidad de esclarecer el pasado para poder construir el futuro” y se planteó crear de una Comisión de la Verdad para “investigar las violaciones flagrantes a los derechos humanos y los delitos patrimoniales contra la nación”.
Hubo consenso en respetar las competencias de los poderes constituidos e involucrarlos en las consecuencias de las pesquisas. Para ello se propuso la expedición de una ley que determinara los objetivos, duración y alcances de la comisión, tanto como su integración plural por representantes de la sociedad civil y de las instancias públicas.
El proyecto se ahogó en la creación de una fiscalía especial, de puntería selectiva y destino inútil. Hoy debiera reivindicarlo el Congreso. La lista de pendientes se acrecienta con la demanda de revisión del Fobaproa, las denuncias del auditor superior y la manifiesta arbitrariedad de los persecutores oficiales del crimen.
La Legislatura entrante debiera entender que su agenda es política y su deber histórico: rendición de cuentas y nueva Constitución.

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