El presupuesto para 2010 es la pieza central de la estabilidad económica y política. Si se acierta, se evitará un conflicto inmediato y se podrá aprovechar el estímulo de la incipiente recuperación norteamericana. Si se yerra, nos cambiarán el grado de inversión y se arrancará una nueva etapa agitación social.
El Presupuesto de Egresos tiene tal importancia porque en él inciden la dramática caída de la economía en 2009 y la nueva correlación de fuerzas en el Congreso, mientras que su desenlace afectará las expectativas de recuperación de la economía y repercutirá en el ya de por sí complejo año de 2010, marcado por los bicentenarios y la acumulación de tensiones sociales vinculadas al desempleo, la sequía y la peor recesión de los últimos 70 años.
Si se reconoce su función articuladora, así como sus efectos catalíticos, se cobrará conciencia de la necesidad de construir un acuerdo amplio. Si no, veremos más de lo mismo, sólo que en condiciones más adversas.
Una negociación exitosa requiere de visión y eficacia operativa. Visión para imaginar las consecuencias e introducir nuevas cartas en la negociación que permitan superar el juego de suma cero. Eficacia para sentar a todos los que pueden hacer la diferencia, evitar polarizaciones que paralicen o rompan y sostener lo que se acuerda.
Para la negociación del presupuesto hay muchas fragilidades. Ni las cabezas del gabinete económico tienen el debido respaldo, ni todavía se aprecia que el problema va más allá de la necesidad de llenar un agujero fiscal.
La tecnocracia y algunos dirigentes empresariales han puesto su agenda de reformas estructurales sobre la mesa. Los gobernadores tienen la urgencia de contar con recursos adicionales para sus estados. Las luces amarillas de la inconformidad social empiezan a centellar en las universidades, el campo y con la movilización opositora anunciada. Las calificadoras están a la expectativa para decidir si cambian el grado de inversión.
Mientras tanto, el gobierno sigue distraído en ejercicios (fallidos) de política mediática y de contabilidad que permitan presentar una mezcla razonable de recortes, precios, crédito e impuestos.
Se está yendo la oportunidad de declarar la crisis económica, ajustar el equipo y convocar a la sociedad. De preparar una negociación amplia que tenga viabilidad política y que sea aceptable para los analistas financieros.
Hace un año el gobierno quiso negar la crisis. No haberla medido —como sí lo hicieron otros jefes de Estado— contribuyó a acentuar sus efectos adversos. Hoy ya no estamos hablando de efectos a futuro, sino de la urgencia de conducir el proceso para evitar la incertidumbre económica y el comienzo de una mayor polarización social.
El tiempo corre con velocidad. Viviremos ochos semanas decisivas para convenir la naturaleza de la enfermedad y empezar a aplicar el remedio. El presupuesto es hoy el gozne que podrá amarrar la estabilidad; o que, de no encontrar un equilibrio económico y social, profundizará la recesión y aumentará la incertidumbre.
El Presupuesto de Egresos tiene tal importancia porque en él inciden la dramática caída de la economía en 2009 y la nueva correlación de fuerzas en el Congreso, mientras que su desenlace afectará las expectativas de recuperación de la economía y repercutirá en el ya de por sí complejo año de 2010, marcado por los bicentenarios y la acumulación de tensiones sociales vinculadas al desempleo, la sequía y la peor recesión de los últimos 70 años.
Si se reconoce su función articuladora, así como sus efectos catalíticos, se cobrará conciencia de la necesidad de construir un acuerdo amplio. Si no, veremos más de lo mismo, sólo que en condiciones más adversas.
Una negociación exitosa requiere de visión y eficacia operativa. Visión para imaginar las consecuencias e introducir nuevas cartas en la negociación que permitan superar el juego de suma cero. Eficacia para sentar a todos los que pueden hacer la diferencia, evitar polarizaciones que paralicen o rompan y sostener lo que se acuerda.
Para la negociación del presupuesto hay muchas fragilidades. Ni las cabezas del gabinete económico tienen el debido respaldo, ni todavía se aprecia que el problema va más allá de la necesidad de llenar un agujero fiscal.
La tecnocracia y algunos dirigentes empresariales han puesto su agenda de reformas estructurales sobre la mesa. Los gobernadores tienen la urgencia de contar con recursos adicionales para sus estados. Las luces amarillas de la inconformidad social empiezan a centellar en las universidades, el campo y con la movilización opositora anunciada. Las calificadoras están a la expectativa para decidir si cambian el grado de inversión.
Mientras tanto, el gobierno sigue distraído en ejercicios (fallidos) de política mediática y de contabilidad que permitan presentar una mezcla razonable de recortes, precios, crédito e impuestos.
Se está yendo la oportunidad de declarar la crisis económica, ajustar el equipo y convocar a la sociedad. De preparar una negociación amplia que tenga viabilidad política y que sea aceptable para los analistas financieros.
Hace un año el gobierno quiso negar la crisis. No haberla medido —como sí lo hicieron otros jefes de Estado— contribuyó a acentuar sus efectos adversos. Hoy ya no estamos hablando de efectos a futuro, sino de la urgencia de conducir el proceso para evitar la incertidumbre económica y el comienzo de una mayor polarización social.
El tiempo corre con velocidad. Viviremos ochos semanas decisivas para convenir la naturaleza de la enfermedad y empezar a aplicar el remedio. El presupuesto es hoy el gozne que podrá amarrar la estabilidad; o que, de no encontrar un equilibrio económico y social, profundizará la recesión y aumentará la incertidumbre.
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