Todo ha cambiado y se pretende seguir utilizando los mismos moldes. En un escenario de crecimiento e internacionalización de la violencia, en un México que pretende ser democrático, ¿es apropiado el diseño institucional de la relación entre poder civil y Fuerzas Armadas que se heredó del régimen anterior?
No lo es. Persistir en el modelo de centralización del poder sin equilibrios debilitará al Estado, expondrá al Ejército y arruinará a la democracia.
En el régimen anterior (del PRI), el presidente era, formalmente, jefe de Estado y jefe de las Fuerzas Armadas; pero por contar con la mayoría (la jefatura del partido), tenía una influencia determinante sobre el Congreso y la Suprema Corte. Podía ser el vehículo y responsable único en relación al Ejército.
Ese arreglo ya no funciona. La violencia está desquiciando las funciones estatales: la política, la economía, la diplomacia. El presidente está sobreexpuesto, porque él es quien toma todas las decisiones. Los jefes del Ejército también están innecesariamente expuestos a que en el futuro, dentro y fuera del país, se les responsabilice de violaciones a los derechos humanos.
El Congreso no ha querido tener una intervención real. La Corte se ha dejado atrapar en el falso dilema de ser complaciente o poner en peligro la gobernabilidad. La prensa está en riesgo de sufrir los embates de la delincuencia o confrontarse con la autoridad. El gobierno estadounidense y el canadiense temen que la situación se salga de control y, por lo tanto, reclaman una mayor injerencia; lo cual los expone al fracaso que han tenido en otras operaciones de contrainsurgencia.
Se empezó una “guerra” sin establecer qué era la victoria y sin tener un plan político de salida.
Bajo el modelo actual la situación no tiene salida. La salida no está en cerrar los ojos ni en circunscribir la acción a una defensa de intereses corporativos a la larga inoperante.
Se necesita de una nueva relación entre el poder civil y militar que proteja la soberanía de nuestro país, permita cumplir con las obligaciones estatales básicas y no exponga innecesariamente a las partes. Más que un cambio de Constitución —inoportuno e inviable—, lo que habría que hacer es poner en juego lo que se tiene, pero con otros equilibrios y dirección.
El Congreso y la Suprema Corte deben equilibrar; la opinión pública, ayudar a corregir y los activistas de derechos humanos jugar su papel. En un juego democrático, todo ello es posible y, al final, mutuamente conveniente. Así se hace, con éxito, en EU y Canadá.
La clave está en que el Congreso deje de ser testigo en estas materias decisivas y asuma su corresponsabilidad. Que la Corte cumpla con su papel de proteger a la Constitución y a los derechos de los ciudadanos. La solución no está en regresar al modelo anterior, ni menos aún en caminar hacia el precipicio de socavar las libertades. La solución está en construir —con precisión, responsabilidad y mesura— una relación nueva en un régimen democrático.
No lo es. Persistir en el modelo de centralización del poder sin equilibrios debilitará al Estado, expondrá al Ejército y arruinará a la democracia.
En el régimen anterior (del PRI), el presidente era, formalmente, jefe de Estado y jefe de las Fuerzas Armadas; pero por contar con la mayoría (la jefatura del partido), tenía una influencia determinante sobre el Congreso y la Suprema Corte. Podía ser el vehículo y responsable único en relación al Ejército.
Ese arreglo ya no funciona. La violencia está desquiciando las funciones estatales: la política, la economía, la diplomacia. El presidente está sobreexpuesto, porque él es quien toma todas las decisiones. Los jefes del Ejército también están innecesariamente expuestos a que en el futuro, dentro y fuera del país, se les responsabilice de violaciones a los derechos humanos.
El Congreso no ha querido tener una intervención real. La Corte se ha dejado atrapar en el falso dilema de ser complaciente o poner en peligro la gobernabilidad. La prensa está en riesgo de sufrir los embates de la delincuencia o confrontarse con la autoridad. El gobierno estadounidense y el canadiense temen que la situación se salga de control y, por lo tanto, reclaman una mayor injerencia; lo cual los expone al fracaso que han tenido en otras operaciones de contrainsurgencia.
Se empezó una “guerra” sin establecer qué era la victoria y sin tener un plan político de salida.
Bajo el modelo actual la situación no tiene salida. La salida no está en cerrar los ojos ni en circunscribir la acción a una defensa de intereses corporativos a la larga inoperante.
Se necesita de una nueva relación entre el poder civil y militar que proteja la soberanía de nuestro país, permita cumplir con las obligaciones estatales básicas y no exponga innecesariamente a las partes. Más que un cambio de Constitución —inoportuno e inviable—, lo que habría que hacer es poner en juego lo que se tiene, pero con otros equilibrios y dirección.
El Congreso y la Suprema Corte deben equilibrar; la opinión pública, ayudar a corregir y los activistas de derechos humanos jugar su papel. En un juego democrático, todo ello es posible y, al final, mutuamente conveniente. Así se hace, con éxito, en EU y Canadá.
La clave está en que el Congreso deje de ser testigo en estas materias decisivas y asuma su corresponsabilidad. Que la Corte cumpla con su papel de proteger a la Constitución y a los derechos de los ciudadanos. La solución no está en regresar al modelo anterior, ni menos aún en caminar hacia el precipicio de socavar las libertades. La solución está en construir —con precisión, responsabilidad y mesura— una relación nueva en un régimen democrático.
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