El secretario de Hacienda anunció este miércoles el shock del futuro” porque “el destino nos alcanzó”, pero en vez de ofrecer una deliberación sensata sobre la terapia a aplicar, propuso un tratamiento radical que recuerda los empleados en los incendios descontrolados: al fuego, fuego mayor. Sin precisar sus combinaciones, que quedan para el segundo episodio de la nueva serie de horror hacendaria, el doctor Carstens recordó la “restricción presupuestaria” que manda no gastar lo que no se tiene y perfiló su perspectiva para el año próximo: recortes al gasto público por encima de los realizados este año al calor de una peculiar política anticíclica dirigida a reducir el gasto que, sin embargo, “evitó una devastación” pero nos instaló en niveles de actividad inferiores en alrededor de 7 por ciento al observado en 2008, y en cuotas de desempleo formal cercanas o por encima de las 700 mil plazas perdidas.
El salmo hacendario se apodera de la opinión electrónica y, a coro, las cotorras de la estabilidad alaban el valor del secretario que llama a las cosas por su nombre, mientras celebran el ingenio oficial para edulcorar las cifras de ocupación y empleo. Lo que no recibe atención alguna es la experiencia lamentable que el país ha tenido con otros recortes de emergencia en otras tormentas perfectas, ni la probabilidad de que con los sugeridos ahora la economía, cuya estabilización ya se celebra, vuelva a doblar el pico y se suma en profundidades de desocupación y quiebras no esperadas por las proyecciones gubernamentales, cuyos modelos, por cierto, deberían ser ya del conocimiento del Congreso y la ciudadanía.
Si su ejercicio contrafáctico lo tranquiliza, y el “hubiese sido peor” en verdad lo alivia, santo y bueno para el gobierno. Si, en efecto, se tocó fondo y la “tormenta casi perfecta” quedó atrás, más que mejor. Lo que restaría, entonces, es dirimir los términos de una recuperación que no será rápida y la manera de sanar heridas en el cuerpo social sin incurrir en nuevos, mayores e indiscriminados sacrificios en el consumo, el empleo y la inversión, en aras del equilibrio fiscal o del combate a una inflación que por lo pronto está en vigilia, salvo en los bienes de la canasta básica y las líneas de pobreza. Esta debería ser, al menos, la perspectiva de los legisladores que sí son responsables del Presupuesto de Egresos de la Federación y de la Ley de Ingresos, cuyos proyectos debe presentar el gobierno próximamente.
Celebrar la crudeza de la numeralia del secretario Carstens, como lo ha hecho hasta la bancada del PRD en el Senado, es una cosa; otra es aceptar diligentemente sus conceptos y asumir como únicas sus hipótesis y proyecciones. De hacerlo así, el Congreso puede incurrir en la irresponsabilidad enorme de aceptar pasivamente una operación incendiaria y traumática, como la sugerida por Carstens en el Senado, en vez de ponerle coto y buscar rutas menos nocivas. Quien aprueba el presupuesto, decide los impuestos y debería vigilar su cumplimiento, es el Congreso. De eso no lo exime ni la novísima teoría política sobre la división de poderes estrenada el miércoles por la dirigencia priísta. En este barco están todos los que forman los órganos del Estado, ahora sobre todo quienes constituyen sus órganos colegiados representativos donde deben someterse a escrutinio los planes económicos y vigilarse las manos del soberano.
Aprendimos con creces el costo del endeudamiento alegre, porque cercena el futuro y lastra expectativas de todo tipo. Y por si alguien lo ha olvidado, aquí está el Fobaproa cuya deuda, contraída después de otra tormenta perfecta, sangra el erario sin retribución productiva alguna. Pero el Congreso y Hacienda deberían admitir que a veces, y ésta es una de esas veces, no gastar lo que se debe en proyectos de ocupación inmediata, no hacer carreteras estratégicas, sacrificar el gasto en salud, educación, ciencia y tecnología, suspender puertos o posponer exploraciones petroleras, so pretexto de no endeudarse, significa no poner en peligro el futuro sino de plano cancelarlo. Ésta es la paradoja actual y el gobierno no puede soslayarla sino afrontarla sin simplezas, como aquella de la “restricción” presupuestaria presentada por Carstens en el Senado como mandato divino.
De tratar de agudizar las contradicciones para incendiar la pradera y tomar el Palacio de Invierno solía acusarse a la izquierda delirante. Con el mundo al revés, la globalización extraviada y los paradigmas perdidos, la batuta cambió de manos y, dado el poder de quienes la tienen, puede cambiar de usos para ponernos, ahora sí, al borde del precipicio. A la filmografía de Calderón y Carstens habría que añadir un clásico mexicano: Vino el remolino y nos alevantó.
El salmo hacendario se apodera de la opinión electrónica y, a coro, las cotorras de la estabilidad alaban el valor del secretario que llama a las cosas por su nombre, mientras celebran el ingenio oficial para edulcorar las cifras de ocupación y empleo. Lo que no recibe atención alguna es la experiencia lamentable que el país ha tenido con otros recortes de emergencia en otras tormentas perfectas, ni la probabilidad de que con los sugeridos ahora la economía, cuya estabilización ya se celebra, vuelva a doblar el pico y se suma en profundidades de desocupación y quiebras no esperadas por las proyecciones gubernamentales, cuyos modelos, por cierto, deberían ser ya del conocimiento del Congreso y la ciudadanía.
Si su ejercicio contrafáctico lo tranquiliza, y el “hubiese sido peor” en verdad lo alivia, santo y bueno para el gobierno. Si, en efecto, se tocó fondo y la “tormenta casi perfecta” quedó atrás, más que mejor. Lo que restaría, entonces, es dirimir los términos de una recuperación que no será rápida y la manera de sanar heridas en el cuerpo social sin incurrir en nuevos, mayores e indiscriminados sacrificios en el consumo, el empleo y la inversión, en aras del equilibrio fiscal o del combate a una inflación que por lo pronto está en vigilia, salvo en los bienes de la canasta básica y las líneas de pobreza. Esta debería ser, al menos, la perspectiva de los legisladores que sí son responsables del Presupuesto de Egresos de la Federación y de la Ley de Ingresos, cuyos proyectos debe presentar el gobierno próximamente.
Celebrar la crudeza de la numeralia del secretario Carstens, como lo ha hecho hasta la bancada del PRD en el Senado, es una cosa; otra es aceptar diligentemente sus conceptos y asumir como únicas sus hipótesis y proyecciones. De hacerlo así, el Congreso puede incurrir en la irresponsabilidad enorme de aceptar pasivamente una operación incendiaria y traumática, como la sugerida por Carstens en el Senado, en vez de ponerle coto y buscar rutas menos nocivas. Quien aprueba el presupuesto, decide los impuestos y debería vigilar su cumplimiento, es el Congreso. De eso no lo exime ni la novísima teoría política sobre la división de poderes estrenada el miércoles por la dirigencia priísta. En este barco están todos los que forman los órganos del Estado, ahora sobre todo quienes constituyen sus órganos colegiados representativos donde deben someterse a escrutinio los planes económicos y vigilarse las manos del soberano.
Aprendimos con creces el costo del endeudamiento alegre, porque cercena el futuro y lastra expectativas de todo tipo. Y por si alguien lo ha olvidado, aquí está el Fobaproa cuya deuda, contraída después de otra tormenta perfecta, sangra el erario sin retribución productiva alguna. Pero el Congreso y Hacienda deberían admitir que a veces, y ésta es una de esas veces, no gastar lo que se debe en proyectos de ocupación inmediata, no hacer carreteras estratégicas, sacrificar el gasto en salud, educación, ciencia y tecnología, suspender puertos o posponer exploraciones petroleras, so pretexto de no endeudarse, significa no poner en peligro el futuro sino de plano cancelarlo. Ésta es la paradoja actual y el gobierno no puede soslayarla sino afrontarla sin simplezas, como aquella de la “restricción” presupuestaria presentada por Carstens en el Senado como mandato divino.
De tratar de agudizar las contradicciones para incendiar la pradera y tomar el Palacio de Invierno solía acusarse a la izquierda delirante. Con el mundo al revés, la globalización extraviada y los paradigmas perdidos, la batuta cambió de manos y, dado el poder de quienes la tienen, puede cambiar de usos para ponernos, ahora sí, al borde del precipicio. A la filmografía de Calderón y Carstens habría que añadir un clásico mexicano: Vino el remolino y nos alevantó.
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