Nuestras instituciones han sobrevivido a las sacudidas que resultan connaturales a los cambios históricos.
La historia de México se ha desarrollado como un constante avance de los ciudadanos en la conquista de los espacios de poder y decisión; a veces más lento, otras postergada, la asunción de las decisiones por todos y cada uno de aquellos a quienes la Constitución nos otorga el poder de decidir y participar, ha permeado los momentos más trascendentes de nuestra historia como nación independiente. Las próximas elecciones parecen ser no una estación más en la marcha, sino un momento que puede definir muchas situaciones en el futuro cercano y aun en las décadas por venir.
Con total independencia de la forma en que los partidos políticos están jugando sus cartas electorales, de la lejanía o proximidad con que logran hacerse presentes en la conciencia de la gente, los ciudadanos vamos a tomar algunas decisiones fundamentales: la conformación de una parte importante del Legislativo que, desde luego, traerá consigo un nuevo equilibrio de fuerzas y una nueva composición del órgano decisorio principal de la vida política nacional. Decidiremos qué clase de representación queremos y, con ello, el rumbo que, en la práctica, podrá tomar el Ejecutivo en los años que restan de la presente administración. Es mucho y es importante.
Durante gran cantidad de años, el criterio que imponía saber si la sociedad estaba lista para tal o cual circunstancia fue cediendo ante la presión de una sociedad mejor informada y más participativa. Queda, en cambio, un enemigo poderoso a vencer: el estereotipo del mexicano apolítico, nada participativo y ausente de la vida colectiva.
Ese fantasma, que como todos los espectros no es sino la suma de nuestros temores, aparece cuando se acercan los momentos importantes; nos amenaza con previsiones que nadie sabe de dónde vienen, augurios de un abstencionismo galopante, premoniciones de inconformidades que darán al traste con todo el proceso y, como marco de este escenario, las lamentaciones de quienes gustan de hacernos aparecer, ante nosotros mismos, como un pueblo pasivo y a la expectativa de las decisiones que, finalmente, siempre acaban tomando otros.
Sin embargo, nuestra historia reciente desmiente todo ese acervo de calamidades. Nuestras instituciones han sobrevivido a las sacudidas que resultan connaturales a los cambios históricos. La respuesta electoral va acompañada de un número importante de opiniones informadas que están ahí para quien quiere escucharlas. La conciencia de que el voto cuenta y que cada uno de ellos es definitivo forma parte de nuestra idea de sociedad y es ya irreversible. Es falso, el elector mexicano ha demostrado ser no sólo participativo sino también selectivo, las estadísticas muestran cómo un número importante de electores distribuye sus votos entre dos o más partidos. Hemos demostrado que tenemos clara la función de cada jornada electoral y, sobre todo, sabemos diferenciar, con un margen razonable, la distancia que media entre la campaña política —con su folclor y su carácter discursivo— y la soledad en la urna que es el lugar y el momento en que se toman las decisiones que cuentan.
El reto en estos comicios va más allá de la elección, se trata del momento en que los ciudadanos podamos marcar el rumbo a los partidos y no contentarnos con ser espectadores de su desempeño. A final de cuentas, sólo existe una encuesta válida y nada más importa una decisión final y esas dos las formamos, entre todos, el día de la elección.
La historia de México se ha desarrollado como un constante avance de los ciudadanos en la conquista de los espacios de poder y decisión; a veces más lento, otras postergada, la asunción de las decisiones por todos y cada uno de aquellos a quienes la Constitución nos otorga el poder de decidir y participar, ha permeado los momentos más trascendentes de nuestra historia como nación independiente. Las próximas elecciones parecen ser no una estación más en la marcha, sino un momento que puede definir muchas situaciones en el futuro cercano y aun en las décadas por venir.
Con total independencia de la forma en que los partidos políticos están jugando sus cartas electorales, de la lejanía o proximidad con que logran hacerse presentes en la conciencia de la gente, los ciudadanos vamos a tomar algunas decisiones fundamentales: la conformación de una parte importante del Legislativo que, desde luego, traerá consigo un nuevo equilibrio de fuerzas y una nueva composición del órgano decisorio principal de la vida política nacional. Decidiremos qué clase de representación queremos y, con ello, el rumbo que, en la práctica, podrá tomar el Ejecutivo en los años que restan de la presente administración. Es mucho y es importante.
Durante gran cantidad de años, el criterio que imponía saber si la sociedad estaba lista para tal o cual circunstancia fue cediendo ante la presión de una sociedad mejor informada y más participativa. Queda, en cambio, un enemigo poderoso a vencer: el estereotipo del mexicano apolítico, nada participativo y ausente de la vida colectiva.
Ese fantasma, que como todos los espectros no es sino la suma de nuestros temores, aparece cuando se acercan los momentos importantes; nos amenaza con previsiones que nadie sabe de dónde vienen, augurios de un abstencionismo galopante, premoniciones de inconformidades que darán al traste con todo el proceso y, como marco de este escenario, las lamentaciones de quienes gustan de hacernos aparecer, ante nosotros mismos, como un pueblo pasivo y a la expectativa de las decisiones que, finalmente, siempre acaban tomando otros.
Sin embargo, nuestra historia reciente desmiente todo ese acervo de calamidades. Nuestras instituciones han sobrevivido a las sacudidas que resultan connaturales a los cambios históricos. La respuesta electoral va acompañada de un número importante de opiniones informadas que están ahí para quien quiere escucharlas. La conciencia de que el voto cuenta y que cada uno de ellos es definitivo forma parte de nuestra idea de sociedad y es ya irreversible. Es falso, el elector mexicano ha demostrado ser no sólo participativo sino también selectivo, las estadísticas muestran cómo un número importante de electores distribuye sus votos entre dos o más partidos. Hemos demostrado que tenemos clara la función de cada jornada electoral y, sobre todo, sabemos diferenciar, con un margen razonable, la distancia que media entre la campaña política —con su folclor y su carácter discursivo— y la soledad en la urna que es el lugar y el momento en que se toman las decisiones que cuentan.
El reto en estos comicios va más allá de la elección, se trata del momento en que los ciudadanos podamos marcar el rumbo a los partidos y no contentarnos con ser espectadores de su desempeño. A final de cuentas, sólo existe una encuesta válida y nada más importa una decisión final y esas dos las formamos, entre todos, el día de la elección.
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