Que el presidente Calderón tenga sus convicciones religiosas es algo absolutamente válido. Que pueda ejercer su fe de manera libre es producto de la gran conquista civilizatoria que la modernidad trajo consigo y que se materializó, precisamente, en la postulación de la libertad religiosa como un derecho fundamental sobre el que se funda la vida pacífica de las sociedades.
Pero para que esa conquista pudiera concretarse tuvo que llevarse a cabo una de las más profundas transformaciones políticas de la historia que el Presidente parece haber olvidado: la separación de la Iglesia y del Estado, o si se quiere, la diferenciación de la fe como algo reservado a la esfera privada de los individuos y de la política como actividad primordial de la esfera pública.
En su discurso con motivo del Día Internacional contra las Drogas el viernes pasado, el presidente Calderón olvidó por enésima ocasión esa separación y volvió a anteponer sus creencias religiosas personales a la responsabilidad que lo obliga como jefe de Estado.
Al afirmar en su intervención que una de las causas que provoca la proliferación del narcotráfico y que los jóvenes consuman drogas es “que no creen en Dios, porque no lo conocen”, y que “esta falta de asideros trascendentales hace, precisamente, un caldo de cultivo para quienes usan y abusan de este vacío espiritual y existencial de nuestro tiempo”, el Presidente olvidó su papel como titular de uno de los poderes de un Estado laico y actuó más como un ministro de culto que razona a partir de un dogma privado.
Con ello, además, volvió a ofender a todos aquellos que no creemos en lo que él cree o simplemente no creemos, como cuando el 14 de enero, durante el Encuentro Mundial de las Familias, invocando a santos y vírgenes, exaltó los valores de la familia “tradicional” y atribuyó buena parte de los problemas que nos aquejan a la pérdida de esos valores. Esa reiteración supone que el asunto deja de ser un hecho anecdótico, e implica la sistemática utilización de una investidura pública que nos representa a todos los mexicanos para pregonar una visión privada del mundo. Y para eso están los púlpitos, no el Estado.
Lo que está en juego es sumamente delicado porque implica la erosión de los principios más elementales de la coexistencia democrática, que suponen el respeto irrestricto de quien piensa distinto (y, por ello, también de quien cree en algo diferente), y porque ese respeto tiene que venir, en primera instancia, desde el Estado, que debe abstenerse tanto de imponer una visión religiosa como de perseguir a cualquier religión (en ello reside precisamente su carácter laico).
Insisto en algo: Felipe Calderón, como cualquier individuo, tiene todo el derecho de creer en lo que quiera, pero a diferencia de cualquier otra persona y dado que funge como titular del Ejecutivo, no debe, no puede permitirse difuminar la línea divisoria entre sus convicciones privadas y el discurso público que supone su encargo.
De manera inevitable la cruzada ideológica que ha emprendido el Presidente (y que no casualmente coincide con la que ha emprendido la Iglesia católica por mandato vaticano) coloca al tema de la preservación del Estado laico y de sus valores (fundados en la razón y no en dogma como el que invoca Calderón) como uno de los asuntos que están a discusión en la agenda política inmediata.
En ese sentido, las próximas elecciones también servirán como un espacio en el que los ciudadanos podremos expresar a través del voto nuestro rechazo o aceptación al modo muy particular con el que algunos políticos parecen concebir el papel del Estado.
El voto, mecanismo democrático por excelencia, puede constituir también una manera de enfrentar las pulsiones autoritarias que subyacen a las visiones maniqueas y dogmáticas que amenazan la convivencia democrática de nuestra sociedad. Y eso, por cierto, creo que ya es, de por sí, una razón suficiente para votar válidamente y no anular el voto.
Pero para que esa conquista pudiera concretarse tuvo que llevarse a cabo una de las más profundas transformaciones políticas de la historia que el Presidente parece haber olvidado: la separación de la Iglesia y del Estado, o si se quiere, la diferenciación de la fe como algo reservado a la esfera privada de los individuos y de la política como actividad primordial de la esfera pública.
En su discurso con motivo del Día Internacional contra las Drogas el viernes pasado, el presidente Calderón olvidó por enésima ocasión esa separación y volvió a anteponer sus creencias religiosas personales a la responsabilidad que lo obliga como jefe de Estado.
Al afirmar en su intervención que una de las causas que provoca la proliferación del narcotráfico y que los jóvenes consuman drogas es “que no creen en Dios, porque no lo conocen”, y que “esta falta de asideros trascendentales hace, precisamente, un caldo de cultivo para quienes usan y abusan de este vacío espiritual y existencial de nuestro tiempo”, el Presidente olvidó su papel como titular de uno de los poderes de un Estado laico y actuó más como un ministro de culto que razona a partir de un dogma privado.
Con ello, además, volvió a ofender a todos aquellos que no creemos en lo que él cree o simplemente no creemos, como cuando el 14 de enero, durante el Encuentro Mundial de las Familias, invocando a santos y vírgenes, exaltó los valores de la familia “tradicional” y atribuyó buena parte de los problemas que nos aquejan a la pérdida de esos valores. Esa reiteración supone que el asunto deja de ser un hecho anecdótico, e implica la sistemática utilización de una investidura pública que nos representa a todos los mexicanos para pregonar una visión privada del mundo. Y para eso están los púlpitos, no el Estado.
Lo que está en juego es sumamente delicado porque implica la erosión de los principios más elementales de la coexistencia democrática, que suponen el respeto irrestricto de quien piensa distinto (y, por ello, también de quien cree en algo diferente), y porque ese respeto tiene que venir, en primera instancia, desde el Estado, que debe abstenerse tanto de imponer una visión religiosa como de perseguir a cualquier religión (en ello reside precisamente su carácter laico).
Insisto en algo: Felipe Calderón, como cualquier individuo, tiene todo el derecho de creer en lo que quiera, pero a diferencia de cualquier otra persona y dado que funge como titular del Ejecutivo, no debe, no puede permitirse difuminar la línea divisoria entre sus convicciones privadas y el discurso público que supone su encargo.
De manera inevitable la cruzada ideológica que ha emprendido el Presidente (y que no casualmente coincide con la que ha emprendido la Iglesia católica por mandato vaticano) coloca al tema de la preservación del Estado laico y de sus valores (fundados en la razón y no en dogma como el que invoca Calderón) como uno de los asuntos que están a discusión en la agenda política inmediata.
En ese sentido, las próximas elecciones también servirán como un espacio en el que los ciudadanos podremos expresar a través del voto nuestro rechazo o aceptación al modo muy particular con el que algunos políticos parecen concebir el papel del Estado.
El voto, mecanismo democrático por excelencia, puede constituir también una manera de enfrentar las pulsiones autoritarias que subyacen a las visiones maniqueas y dogmáticas que amenazan la convivencia democrática de nuestra sociedad. Y eso, por cierto, creo que ya es, de por sí, una razón suficiente para votar válidamente y no anular el voto.
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