JENARO VILLAMIL
Lo sucedido con el librogate de Enrique Peña Nieto y la secuela de errores cometidos para “frenar” la ola de mensajes irónicos y críticas en redes sociales confirmaron no sólo la incultura del precandidato priista, sino la continuidad de una tendencia iniciada con Vicente Fox, el presidente de la decepción.
La alternancia por la vía del PAN llevó a Los Pinos a un hombre hábil en la mercadotecnia política; antisolemne, en medio de los rituales y la retórica priistas, encandiló a la mayoría de electores con su promesa del cambio y su imagen de político Marlboro. Con Vicente Fox se llegó a la cumbre de la política telegénica: la imagen por encima del programa, el desplante humorístico, el spot que sustituye al discurso coherente.
La jefa de Comunicación Social fue elevada a la categoría de vicepresidenta. Y Televisa estuvo a sus pies a cambio de poderosos favores (canales digitales, decretazo y renovación de las concesiones hasta el 2021, en automático).
La ecuación cambió desde ese momento: el poder que perdió la presidencia durante la era foxista lo ganó una empresa televisora y otros poderes fácticos, porque supieron capitalizar la vulnerabilidad del primer mandatario. Y ese talón de Aquiles se llamó déficit de inteligencia.
La incultura de Fox en campaña llamó la atención. Le dio popularidad. Al frente de Los Pinos se volvió una pesadilla. No sólo porque no supiera pronunciar el nombre de Jorge Luis Borges, sino porque menospreciar la lectura lo llevó a una impostura mayor: pretender que las críticas en su contra eran de una minoría, un “círculo rojo” de letrados, distinto al “círculo verde” de ciudadanos felices con sus gazapos.
Vimos cómo terminó Fox: engañando al “círculo rojo” y al “círculo verde”. Y sólo la televisión, hasta el final, le fue útil para salir del sexenio sin que la corrupción en su entorno fuera ventilada en las pantallas.
Fue una vergüenza para los panistas de tradición libresca. Los bárbaros del Norte –a quienes perteneció Fox– no lo eran sólo por ser arrebatados, sino porque pensaron que el menosprecio a la cultura y a los libros eran una ventaja y un sinónimo de pragmatismo.
Doce años después, la santificación del reality show, del infomercial que se vende como noticia televisiva, le llegó al PRI. El elegido fue un político sin experiencia nacional y con una gran docilidad para destinar miles de millones de pesos a los consorcios mediáticos para que lo convirtieran en un gobernador consentido y en una celebridad nacional.
Los otros políticos de su generación asumieron que el modelo de Peña Nieto era el que debían seguir: si se vuelven imparables en la pantalla y en las encuestas, son invulnerables frente a las críticas.
Peña Nieto es el reverso de la misma moneda de Fox. En lugar de bravucón, el mexiquense se presenta como un hombre de buenas maneras. En vez de bárbaro presume ser elegante. Es un modelo inspirado en la moda de los hombres metrosexuales, mientras Fox fue la versión más politizada de la onda grupera (definición de Carlos Monsiváis).
Sin embargo, ambos tienen puntos en común: adoran el teleprompter, se dicen “pragmáticos”, que es otra manera de nombrar la sumisión política frente a los intereses corporativos. Ambos privilegian la popularidad por encima de la credibilidad. Los dos confunden comunicación política con mercadotecnia televisiva. A Fox y a Peña Nieto les gusta ventilar su vida privada porque sus asesores les dicen que eso genera rating.
El librogate confirmó también que ambos tienen el mismo problema político: les gana la soberbia demoscópica. Menosprecian la cultura, no porque se hayan equivocado al mencionar libros y autores, sino porque nunca la necesitaron para escalar políticamente. Son productos de pantalla, políticos analógicos que están más acostumbrados a los fans que a las audiencias deliberativas.
Esto es lo sintomático de este episodio. El PRI está a punto de cometer el mismo error que el PAN hace 12 años: empeñar su futuro a un político de pantalla. La diferencia es que Peña Nieto no está acostumbrado al contragolpe (como sí lo estaba Fox), y la decepción que llevó al triunfo al panismo en el 2000, ahora se ha convertido en molestia, miedo y agotamiento ante los errores constantes de Felipe Calderón (político de crispación más que de pantalla).
Los defensores peñistas –convencidos o por encargo– ya salieron con un guión, tan predecible como la línea: es una “pose” criticar a Peña Nieto por ser incapaz de citar tres libros y sus autores. Los políticos se dedican a gobernar, no a leer. La mofa en redes sociales no lo afecta porque sólo 20% de los mexicanos tienen acceso a ellas.
Desesperados, los asesores de Peña Nieto se enfrentan a un fenómeno inexistente en la era foxista: las redes sociales, la comunicación digital. Por eso, Televisa ha minimizado el episodio. Confían que más de 80% de los mexicanos se informan sólo a través de la televisión. Y que el golpe dado sólo le costará 3 puntos demoscópicos.
Sin embargo, la comunicación política indica lo contrario: los políticos de pantalla, tarde o temprano se diluyen, no así las nefastas consecuencias de sus decisiones adoptadas a partir de la protección de intereses corporativos. Ahí están los antecedentes de Ronald Reagan, George W. Bush, Vicente Fox y Silvio Berlusconi.
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