JOSÉ WOLDENBERG
Los mayores de esta aldea de seguro lo recuerdan. El momento estelar de los procesos electorales era el del destape y el juego más socorrido era el del tapado.
El destape sucedía un buen día en el que "los sectores" le anunciaban a la sociedad quién sería el candidato del Partido y por ello, sin duda, presidente de la República. En ese momento se develaba el nombre del Elegido y tras el nombre la cauda de virtudes que lo acompañaban. A nadie le quedaba ni la menor duda que el destapado ocuparía la titularidad del Poder Ejecutivo. Luego de ese día cargado de fuegos artificiales, declaraciones de adhesión y fiesta y matracas y serpentinas, seguía un proceso electoral rutinario, insípido, en el cual el ganador y los perdedores estaban absolutamente predeterminados. El script se seguía de una manera rigurosa y las sorpresas eran escasas, quizá nulas. El momento para ir a las urnas solo certificaba lo que ya todos sabíamos: el Presidente había sido designado con varios meses de anticipación, para tranquilidad de eso que a falta de mejor nombre llamamos sociedad.
El juego del tapado era el acompañamiento previo al destape. En los meses anteriores se desataba una especulación sin límites. En los medios, las escuelas o las cantinas, un tema recorría las conversaciones: quién sería el preferido del Presidente, quién sería favorecido por el dedazo. Se multiplicaban sesudas especulaciones, se leían signos indescifrables de la misma forma en que los astrólogos interpretan los horóscopos, se cruzaban apuestas, se hacían retratos hablados. Pero los precandidatos (si así se les pudiera llamar) se mantenían inescrutables, inmóviles, a la espera de lo que decidiera el Gran y Único Elector. "El que se mueve no sale", sentenció en alguna ocasión Fidel Velázquez, y en efecto, si bien se daban algunos golpes por debajo de la mesa, una calma chicha debía acompañar el comportamiento de los presuntos "competidores". Surgía una red de lectores de los códigos ocultos de la sucesión: que si en un discurso el Presidente había dicho... que si en una gira el Voto Que Cuenta había sentado a su lado a fulanito de X... que si la mujer del primo del hermano del sobrino había escuchado a una persona allegada decir que mandaran a hacer las pancartas con el nombre de... Total: opacidad y capricho. Cero competencia y absoluta certeza.
El destape y los tapados funcionaban porque había un Elector Privilegiado, el Presidente, el Destapador. Se trataba de la cúspide del poder político, del árbitro de los poderes constitucionales y fácticos. El Representante Verdadero de la Nación. Su voluntad, que no dejaba de hacer una serie de consultas, se manifestaba en el dedazo, el acto a través del cual era señalado el afortunado sobre el que recaería el privilegio y la responsabilidad de "conducir los destinos de México". Era un traslado de la estafeta que luego se formalizaba siguiendo al pie de la letra el ritual consagrado por la Constitución.
Era un país ordenado, vertical, con pretensiones de unanimidad, cohesión total, mando único. Y por fuera de la liturgia oficial, según el discurso hegemónico, solo había resentidos, incompetentes, fuerzas antinacionales, reaccionarios e incapaces.
Suena como si aquello hubiese sido un sainete, una obra chusca, una caricatura. Pero era una fórmula de trasmisión del poder que se apoyaba en varias construcciones: a) un partido hegemónico, b) una Presidencia con poderes constitucionales y metaconstitucionales (como los llamó Jorge Carpizo), situada por encima de los otros poderes, c) la inexistencia de opciones partidistas competitivas y d) unas normas y unas instituciones electorales fundidas con el aparato estatal.
Pues bien, todo eso desapareció entre 1977 y 1997 y las elecciones que están en curso en nada se parecen a las de nuestro pasado inmediato. Los tapados son piezas de museo, el dedazo voló por los aires y con él el momento estelar del destape.
Vamos a unas elecciones con partidos más o menos equilibrados, contamos con una Presidencia acotada por los otros poderes constitucionales y no se diga por los fácticos, y con normas e instituciones en la materia que están a años luz de las que funcionaron durante las largas décadas de un sistema no competitivo. Los humores públicos han demostrado ser cambiantes, las formaciones políticas tienen diversos grados de implantación a lo largo y ancho de la República, y uno puede apostar desde ahora que no habrá partido político que se lleve el "carro completo". Cierto que las encuestas hoy perfilan a un ganador, pero faltan más de seis meses para los comicios y en ese tiempo muchas cosas pueden suceder: desde los resbalones declarativos hasta los dos debates que por ley se llevarán a cabo, desde las campañas negativas hasta la formación de grandes constelaciones formales e informales en apoyo a los diversos candidatos.
Total que lo bueno de las elecciones que están en curso es que son eso: elecciones. Por lo menos en comparación a lo que teníamos apenas ayer.
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