PEDRO SALAZAR UGARTE
Hace algunos años trabajé como asesor en el Instituto Federal Electoral. Durante algún tiempo el representante del PRD ante el Consejo General era Samuel Del Villar.
Todo un personaje que, entre su repertorio de argucias y falacias, tenía una estrategia memorable. Con frecuencia, cuestionaba la credibilidad de sus oponentes ventilando en la mesa que la persona aludida enfrentaba denuncias por múltiples delitos y, por lo mismo, tenía cuentas pendientes con la justicia.
Lo que no decía -y debía ser recordado por el imputado si quería salvar la cara- era que esas denuncias habían sido presentadas, ni más ni menos que, por el mismo.
Siempre pensé que ese uso retórico e instrumental de las instituciones de justicia era lesivo para el estado de derecho y, de paso, para la credibilidad de su ocurrente orquestador.
Desde entonces me preocupa lo primero. Como pienso que el derecho y sus instituciones son un instrumento civilizatorio, entonces, objeto y me distancio de quienes, al usarlo con ligereza, abonan en su irrelevancia.
Esa es mi postura ante la denuncia presentada por 23 mil ciudadanos ante la Corte Penal Internacional para que se investigue, por la comisión de crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, al Presidente Calderón y a otros funcionarios de su gobierno así como a narcotraficantes conocidos.
No soy experto en Derecho Internacional ni tampoco penalista pero me temo que los artículos del Estatuto de Roma y de los Convenios de Ginebra de 1949 no ofrecen sustento a las pretensiones de los demandantes.
Los he leído con ojos de constitucionalista y no le encontré un sentido jurídico a la solicitud que tiene en sus manos el Fiscal de esa Corte Internacional.
Esa es mi opinión y no es mucho más que eso. Lo que importa -una vez que la información fue presentada- es lo que ese Fiscal, previa investigación del caso, determine.
Supongo que son muchos los resortes que impulsaron a esas 23 mil personas a presentarse ante la Corte que reside en La Haya. Algunos habrán sumado su nombre movidos por el dolor, por la indignación, por el hartazgo.
Otros lo habrán hecho por razones menos dignas: protagonismo, oportunismo, ambición. E, incluso, me imagino que algunas firmas estarán movidas por la esperanza y el deseo de justicia.
La tragedia y la crisis de seguridad y violencia que se vive en el país dan para todo eso. Y, sin embargo, desde el punto de vista jurídico, ni lo genuino ni lo espurio de las intenciones alterará el resultado.
Así como tampoco sirven como argumento para negar el derecho de los promotores de la investigación para acudir, como lo hicieron, ante esa instancia internacional.
Su decisión puede ser considerada imprudente, inviable, descocada si se quiere, pero es legítima, lícita e, incluso, democrática.
Acudieron pacíficamente ante un tribunal para que investigue hechos que consideran ilegales. Ni más, ni menos que eso. Por eso es inadmisible la reacción del gobierno mexicano.
Podemos entender la molestia del Presidente y de sus funcionarios e incluso compartir algunas de las razones que se exponen en el extenso desplegado del lunes 28 de noviembre.
Pero debemos denunciar y resistir la lógica que inspira su último párrafo: "...el gobierno de la República explora todas las alternativas para proceder legalmente en contra de quienes realizan (las imputaciones) en distintos foros e instancias nacionales e internacionales".
Se trata de una amenaza que proviene desde el poder y que contradice la vocación democrática y constitucional que, en el mismo texto, el propio gobierno dice ostentar.
Nótese que no se anuncian acciones personales por parte de los funcionarios denunciados sino que se advierte una acción orquestada desde el gobierno.
Y no es lo mismo que un servidor público responda, legítimamente, como lo hizo hace algunos días Javier Lozano es estas páginas o que, lícitamente, acuda ante un juez para defenderse y querellarse, a que el Gobierno Federal enseñe los colmillos.
La distancia que media entre lo uno y lo otro es la que separa a la democracia del autoritarismo.
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