RICARDO BECERRA LAGUNA
He sido un empedernido seguidor de Christopher Hitchens. Su muerte, tan temprana, ha provocado numerosas reacciones, algunas muy recomendables, como la de Jesús Silva-Herzog Márquez (Reforma, 19 diciembre) o la de José Woldenberg (Reforma 22 de diciembre).
Por mi parte, creo poder añadir algo mas sobre aquella figura, su estilo y su función, que es la adicción por el debate (como por el cigarro y el wiskey). Pero no de cualquier debate, sino de un tipo extremo, frontal, de esos cada vez más raros, que obligan al público a tomar partido, drásticamente, colocando las tesis y posturas en tal punto que les permita exponer sin matices su jugo más esencial.
“Radical es una palabra útil y honrosa –en muchos sentidos es mi preferida- y su uso recurrente vierte sobre las cabezas diversas advertencias saludables”. Por lo tanto, decía Hitchens, “…procuro salir del centro, de las cortesías redundantes y de los circunloquios, para llevar el argumento, hasta su límite lógico”.
En una nuez, es lo que podemos llamar el método Hitchens y por eso creo, se trata de una figura tan extraña y al mismo tan apreciada: porque contradice las formas inútiles y los rodeos que se suelen repetir en los debates políticos e intelectuales.
“He encontrado, dice Hitchens, que la vida pública norteamericana o inglesa, se basa en un montón de convenciones sobre el debate, a las que se les da más importancia que el núcleo argumental aunque sea vital… “Perdone usted; a continuación tiene tres minutos; permítame contradecirlo en este aspecto; ha sido muy interesante lo que ha dicho, concuerdo con su planteamiento… y así, cortesías al infinito”.
Los debates políticos e intelectuales aparecen –los mexicanos lo sabemos- como un territorio lleno de matorrales o semáforos en los cuales es imposible extraer el hilo del que cuelga el argumento. Contra esos modales inhibidores de la polémica y la contradicción, Hitchens siempre tenía un recurso, una idea, incluso un montaje escenográfico (como cuando aceptó ser torturado, mediante la técnica del ahogamiento, a propósito de su incomprensible defensa a la invasión de Irak; o cuando se rapó el pelo en Bombay, para parecer acólito de monje budista y descender al mundo imbécil del Dalai, Bhagwan Shree Rajneesh).
Odiaba el prejuicio vigente: “Yo debo contentarme con ejercer el derecho a decir mi opinión, sin insistir demasiado en los errores o dislates que cometió mi interlocutor en el uso de su libertad de expresión”.
Es un truco muy conocido: busquemos el empate y todos seguiremos siendo tan amigos. Acto seguido, vuelta a la página para abordar otro tema, menos incómodo. De se modo, los debates se asemejan a un interminable canto de loros: a cada una de las réplicas el otro responde su derecho de decir lo que le venga en gana y nadie pide explicaciones. Encima, toda esta parafernalia se hace pasar como canon de respeto, impecablemente democrático, pese a no haber avanzado un milímetro en aclarar la cuestión disputada. Hitchens se preguntaba: “¿Es esto lo que busca la política o la cultura? Claro que no”.
Por polémico, por hiriente, por atacar por igual a tirios o troyanos, se convirtió en un clásico de la libertad de expresión. Vuelvo a citar: “Mi libertad tiene sus límites en la tuya. Gran verdad. En tu libertad, no en tu susceptibilidad. Yo me mofo de tu fe, no te prohíbo el practicarla. Tú eres libre para mofarte de la mía, no para prohibirme la manifestación de mis convicciones, entre las que se cuenta la de considerar la religión como una superstición a la altura de la astrología, o del tarot (aunque más peligrosa, históricamente hablando)”.
Creo que el gran mérito de Hitchens es que fue muy consciente de los riesgos de la tolerancia. Si dije bien, los riesgos de la tolerancia, pues en su nombre se erigen “principios para no ofender” (una fe, una idea, un partido, un programa político y sus personajes asociados). Si esto ocurre se están entregando las llaves de la libertad a la susceptibilidad del ofendido y es él, quien toma el mango del sartén.
Con una obvia e ineludible consecuencia: que cuanto más fuerte sea esa susceptibilidad, mientras más fanática sea, la libertad de expresión tendrá que ceder más, más deberá limitarse, pues estará cada vez más cerca de convertirse en ofensa y sacrilegio de los susceptibles.
Ese es el lev motiv, lo que anima en el fondo al método provocador de Hitchens.
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