lunes, 26 de diciembre de 2011

MÉXICO Y LA INTEGRACIÓN DE AMÉRICA LATINA

OLGA PELLICER

La reunión Cumbre que tuvo lugar en Caracas para crear la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac) se caracterizó por lo vehemente de su oratoria. Allí se expresaron los sentimientos más exaltados a favor de la unidad latinoamericana, se evocaron a los líderes del siglo XIX que abogaron por la solidaridad entre los países de la región, se prometió, ahora sí, el avance hacia la integración. Algunos aprovecharon también para celebrar la ausencia de Estados Unidos, según ellos el mayor enemigo de la región.
Detrás de tantas palabras, asomaban los problemas: las percepciones distintas que cada uno tiene sobre la utilidad de la nueva organización, los objetivos contradictorios, la ausencia de compromisos concretos. La Celac no tiene sede, no tiene secretariado, no tiene presupuesto, no tiene mecanismos de seguimiento, no tiene un mandato claro. Es una sigla más entre las numerosas organizaciones para la integración que vienen operando en América Latina desde hace más de 50 años.
La creación de la Celac merece una reflexión. En parte, porque representa un retroceso respecto a lo que ya existía; en parte, porque obliga a ver con ojo crítico lo que fue presentado como una de las piezas centrales de la política exterior del gobierno de Felipe Calderón. Baste recordar la pompa y los festejos que tuvieron lugar durante la reunión de la Celac celebrada en Cancún en febrero del 2010. ¿Por qué un retroceso? y ¿por qué un fracaso?
Un primer problema para la Celac surge del hecho que ésta incorpora a los países del Caribe inglés. En principio, es un paso positivo para tener diálogo con esa parte del continente con la que conviene fortalecer lazos. Sin embargo, otro debería ser el camino para lograrlo. El discurso para la integración latinoamericana ha tenido siempre un fuerte acento en la cultura, la lengua y el pasado histórico común, lo que ahora pierde pertinencia. Por lo demás, si ya era difícil llegar a acuerdos en el pasado, ahora lo será todavía más.
La segunda dificultad surge de la identidad incierta de la nueva organización. Para algunos, al reproducir a la OEA, sin los Estados Unidos y Canadá, su motivación principal es la exclusión de esos países, en particular Estados Unidos. Para otros, uno de los retos es convivir con las organizaciones existentes incluyendo, desde luego, a la OEA.
La tercera dificultad, en mi opinión la más compleja, es que durante los últimos años se ha profundizado la diversidad de proyectos económicos y políticos, así como de alianzas externas en América Latina. El tema de la seguridad lo ilustra bien. Si vemos la situación desde México o Centroamérica, dominados por la amenaza del narcotráfico, la vinculación con Estados Unidos se ha hecho más estrecha. Si vemos desde Venezuela o Brasil, con sus visiones particulares de las amenazas que pueden acecharlos, tales vínculos se han debilitado; a cambio aparecen alianzas extracontinentales interesantes: con Rusia e Irán en el caso del primero, con Francia y China en el caso del segundo.
Desde el punto de vista económico, la situación también ha evolucionado notablemente con algunos países de la región fortaleciendo sus lazos con países asiáticos (China ya es el primer socio comercial de Brasil), otros construyendo interesantes acuerdos para fortalecer relaciones entre los países de uno y otro lado del Pacífico, lo que, en opinión de algunos, podría llevar a una división entre la América Latina del Atlántico y la América Latina del Pacífico.
Tales tendencias acentúan la subregionalización de América Latina, fenómeno que señala cuál será la línea a seguir para los procesos de integración los próximos años. El camino de éxito pasa por la subregionalización, no por la búsqueda infructuosa de todo un subcontinente que no tiene los elementos de cohesión para aspirar a una integración política o económica de gran alcance.
Dados los razonamientos anteriores, cabe preguntarse qué llevó a México a ser el gran impulsor de la Celac cuando al hacerlo sacrificó una “joya de la corona” de la política exterior mexicana, como fue durante muchos años el Grupo de Río. La respuesta tiene dos vertientes, una relacionada con reiterar la identidad latinoamericana y otra con la rivalidad mexicano-brasileña.
Un problema serio para México, país de indudable raigambre cultural latinoamericana, es el hecho que desde la firma del TLCAN los países sudamericanos, en particular Brasil, lo han percibido y tratado como un país “perteneciente al norte”, poco significativo para los procesos de integración que se han puesto en marcha desde el Cono Sur. Uno de los casos más emblemáticos es Unasur, mecanismo de concertación política y económica inspirado por Brasil, al que México no fue invitado.
En ese contexto, la Celac representó la posibilidad de avivar el regionalismo latinoamericano y caribeño en su conjunto, subrayando la presencia de México en la región. Celebrar la reunión en Cancún sirvió para esos fines.
Desgraciadamente, una ocurrencia, como fue la Celac, no hace las veces de un proyecto bien estructurado para reposicionar a México en América Latina. Para ello se requieren al menos tres condiciones: tener una presencia más consistente en su vecindario inmediato, es decir Centroamérica y el Caribe hispano; llevar a cabo una identificación muy cuidadosa de socios estratégicos en Sudamérica, como Brasil, Chile y Colombia; establecer una agenda bien definida para que, con el apoyo de los recursos humanos y financieros necesarios, se lleven a cabo acciones que den a México influencia y respeto en esas áreas. Lo último no ha ocurrido. Con tales omisiones, ser sede de una reunión con objetivos inciertos no es el mejor camino para desempeñar un papel relevante en el futuro de América Latina.

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