martes, 13 de diciembre de 2011

LA PARADOJA DE LA CELAC

JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ

La Primera Reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), celebrada en Caracas a comienzos de este mes, ha dado lugar a una importante paradoja. La constitución de un bloque de 570 millones de personas que habitan en cerca de 20 millones de kilómetros cuadrados y generan un PIB conjunto de 7.06 billones de dólares, puede resultar esperanzador para los habitantes de una región atrapada en su pobreza, desigualdad, violencia y creciente falta de legitimación de sus autoridades. Puede resultar esperanzador, también, la posibilidad de crear una comunidad que vuelva a los orígenes autóctonos y latinos y, de una vez por todas, dé cauce al "sueño bolivariano", a las "convocatorias vasconcelianas" o a cualquiera de las posibilidades de unión pensadas en los últimos 200 años. Qué mejor, podría agregarse, que separarnos de los anglosajones, de su colonialismo explotador y de su diversidad cultural. Qué mejor, en fin, que constituir una comunidad de iguales donde los otros, los diferentes, queden excluidos precisamente por serlo.
Sin disminuir en nada el valor comunitario de esta idea y, quién sabe si incluso sus posibilidades de ordenación de ciertos fenómenos comerciales o culturales, la invitación a la CELAC tiene una dimensión paradójica que no debe pasar inadvertida. Partiendo de la posibilidad de desvinculación de los Estados Unidos, los convocantes a la nueva Comunidad proponen sustituir hasta abandonar la Organización de Estados Americanos (OEA), al considerarla como una forma más del dominio que este enemigo histórico ejerce en la zona. Supongamos sin más que ello sea así y que, por lo mismo, haya buenas razones para disolver la OEA en aras de crear una organización de pueblos libres, hermanados por la cultura, la tradición y, podría agregarse también como suposición, por intereses comunes. Frente a ello, cabría preguntarse, sin embargo, ¿qué perderíamos con tal abandono y qué y quién ganaría con ella?
Tal vez lo más relevante que hoy le queda a la Organización americana creada en 1948, es la construcción de elementos supranacionales para la defensa de los derechos humanos. No se trata, desde luego, de celebrar este resultado en sí mismo, sino de entender que gracias a esos elementos y a los gobiernos de los países miembros de ella, se les han ido imponiendo marcos jurídicos para limitar su actuación. Los gobiernos saben hoy que cierto tipo de actuaciones no están permitidas, que los habitantes del Estado nacional de que se trate no pueden ser tratados de manera instrumental, que ciertos niveles de legitimidad dependen de la adecuación de sus conductas a los parámetros creados por esa Organización de Estados. Algo de la racionalidad en el ejercicio del poder público está determinado no por lo que los Estados nacionales hacen, sino por lo que se ven obligados a hacer a partir de lo que se considera parte de un sistema de restricciones que soberanamente ellos mismos han decidido acatar.
Los agravios contra los Estados Unidos son muchos y están documentados. La dificultad de asimilar simultáneamente la fascinación por el país poderoso y, aun cuando cada vez menos, formalmente democrático e igualitario, es igualmente poderosa a la imagen del país depredador, agraviante e, inclusive, causante de muchos de los males endémicos que nos aquejan. Todo ello, sin embargo, no debe ser razón para abandonar, ni siquiera disminuir, la parte de un sistema de derechos humanos que, insisto, le ha dado cierta racionalidad a la región en las últimas y complejas décadas. Por difícil que pueda parecer, es preciso entender que Estados Unidos no es el sistema de protección de derechos humanos de la OEA. Es más, es necesario entender que este sistema ha crecido en buena medida a contrapelo de ese país.
La mera sustitución de la OEA por la CELAC lleva implícita la desaparición del sistema interamericano de derechos humanos. Si en lo económico esto podría llegar a tener algunas ventajas (asunto que intencionadamente dejo abierto), en lo relativo al status de los seres humanos frente a sus gobiernos seguramente tendrá consecuencias muy negativas. ¿Vamos a crear un sistema nuevo de derechos mejor al actual? ¿Los integrantes de los órganos correspondientes serán más independientes que los actuales comisionados y jueces? ¿Será posible que la génesis misma de la nueva organización permita la "captura" (ideológica, política, etc.) de los nuevos juzgadores? ¿Qué elemento de contención tendrían Estados Unidos y Canadá si la Comisión Interamericana desapareciera? ¿Puede ser que el nuevo sistema sea una vía de escape de los gobernantes actuales frente a la incipiente cultura de derechos humanos que restringe su actuación y su legitimidad, tal como en el pasado reciente sucedió con Trinidad y Tobago y Fujimori pretendió que ocurriera con el Perú?
Los países de la región están seriamente cuestionados en cuanto al modo en que conducen los asuntos públicos. Los llamados a un mayor intervencionismo de Estado, la necesidad de disminuir las desigualdades o el feroz combate a las delincuencias, pasan por la realización de acciones enérgicas que en muchos casos encuentran sus únicos obstáculos en los derechos humanos. Acabar con el sistema que los garantiza bajo pretexto de desvinculación de los Estados Unidos, es un mal argumento. Pragmáticamente y al menos en los años por venir, parecería mejor mantenernos adheridos a la cada vez menos importante OEA, que perder uno de los pocos espacios comunes de razón prevalecientes en Latinoamérica y el Caribe. Con ello, evitaríamos tener que volver a crear el sistema de derechos humanos que descansa en OEA y con ello, generar de nuevo todos los tratados que durante años se han celebrado y negociado en condiciones de gran dificultad.

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