JAVIER CORRAL JURADO
El hecho de que a Enrique Peña Nieto se le haya dificultado citar tres libros que le han marcado en su vida, en la Feria de Libros más importante de Iberoamérica, en la que presentó uno - presumiblemente de su autoría -, desató en las redes sociales y en círculos políticos una comidilla que pasó de la ridiculización a una especie de alerta nacional sobre la pobreza literaria del candidato priista. Un tanto arrepentido debo confesar que me solacé en la grotesca y fui parte de ella, tuitié: "No hay duda, Enrique Peña Nieto es un caso exepcional en el mundo de las letras, ha escrito un libro, sin haber leído ni uno".
Sin embargo, más allá de la anécdota que confirma la superficialidad de ese espíritu, la vacuidad conceptual mostrada por Peña, y su asombrosamente nula capacidad de improvisación, muestran en todo su esplendor el milagro logrado por la Televisión: colocar en las preferencias electorales a un hombre que para salir al paso del embrollo ha dicho que cuando se pone a leer "se olvida de autores o títulos", ni más ni menos que la respuesta de los que no leen, y que para presumir se vuelven mentirosos.
Tengo por costumbre en mis clases de licenciatura e incluso en la de posgrado, preguntar a mis alumnos cuántos libros han leído en el curso de su preparación personal, fuera de los que la escolarización obliga. El dato me permite identificar las potencialidades de diálogo con el auditorio, pero también me encuentra rápidamente con los insinceros. Eso nos mostró Peña Nieto, en sus dos vertientes.
Leer le da un sentido a la vida, escribir la compromete. Por ello es importante que los políticos lean y mucho mejor que escriban, son referencias esenciales para el escrutinio público, claves para detectar y dar seguimiento a lo más cercano de su identidad verdadera. Entre el leer y el escribir, está el pensar bien; indispensable en la acción de gobierno. Ni más ni menos que el principal campo de acción de la República de las Letras, en la que la palabra es el instrumento principal para el diálogo. Por eso los debates son tan atractivos en todo ámbito, pero de mayor importancia en las contiendas electorales, no sólo por la confrontación de ideas, sino porque pone en juego el bagaje cultural y el almacén de palabras que cada candidato trae, y que sólo pueden salir de los libros.
Casi podría asegurar que, público amable, el preguntador quería encontrar ese bagaje, acercarse a esa identidad en Peña Nieto, buscaba un conocimiento adicional del hombre acicalado, en el lazo indisoluble que todo lector verdadero construye con un autor que le marca, con un libro que lo inspira, con la historia que nos confronta o que nos motiva. Después de leer el libro de Denise Dresser, "El País de Uno", mi hermana Leticia me mandó un mensaje que compartí con la politóloga: "Qué manera de escribir de esta cabrona; ya quiero salir corriendo a rescatar a mi país". Estoy seguro que a Leticia difícilmente se le olvidará el nombre de la Dra. Dresser ni el título de su libro, por más que la trate con esa confianza.
Pero la pregunta a Peña lo indagó de otra manera, y nunca se imaginó la debilidad que revelaría. Todo fue tumbos y deslices. Entre sus tres libros "Definitivamente la Biblia es uno de ellos". "No la leí toda", aclaró. Luego atribuyó a Enrique Krauze la autoría de La silla del Águila, de Carlos Fuentes, y dijo que sí ha "revisado" "ese de caudillos" de Krauze (del que tampoco podemos saber si se refería a Caudillos Culturales de la Revolución Mexicana o Siglo de Caudillos, de Tusquets). Ya en el atolladero, dijo que leyó "uno que habla de las mentiras de ese libro del historiador". Refirió una trilogía de Jeffrey Archer y uno de Enrique Serna sobre el dictador del siglo XIX Antonio López de Santa Anna.
No es el mundo de los libros, un mundo que le sea propio, ahora lo confirmamos. Por eso no ha sido suyo el mundo de las ideas en su posicionamiento público, lo sabíamos. ¿Cómo es entonces que ha llegado tan lejos en las encuestas?. Eso es lo interesante. ¿Basa su imagen en una espléndida acción de gobierno? Tampoco. Las estadísticas no lo confirman así en el Estado de México, donde se localizan varios de los índices más vergonzosos en inseguridad, pobreza, competitividad y transparencia.
Peña Nieto es pura imagen. Es una invención de la mezcla negra de publicidad con propaganda que se disfrazó de cobertura informativa, en cuya producción sobresale Televisa, con cargo a los mexiquenses, pues son miles de millones de pesos los destinados a esa fabricación. Ayuno de un pensamiento político propio, se ha mantenido protegido, resguardado por conductores serviles en entrevistas a modo en la principal pantalla de la Televisión mexicana. Nadie lo despeina. Ensayado en sus ademanes, memorizadas varias de sus intervenciones, su imagen se trasladó a los mexicanos como símbolo de éxito, ecuanimidad y fuerza. Ha sido profusa su presencia mediática, noticieros, aunque su inteligencia sea confusa, y su lectura difusa. No cuenta el proyecto, sino el rating.
Pero el cuidadoso e imperturbable Peña Nieto ha cometido el primer desliz. Sin atril, sin los encuadres exactos de las cámaras, sin guión, ni entrevistadores light, no sabe qué hacer. La FIL lo descubre como escritor, y también en su brutal vacuidad.
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