MARÍA MARVÁN LABORDE
Hablar de cuotas de género es poner en práctica una política de acciones afirmativas. La incorporación de las mujeres a la vida económica y política ha tenido lugar en el siglo XX. El mundo occidental, profundamente masculino –organizado por el hombre y para el hombre–, se ha transformado logrando una revolución sociológica en la construcción del género. Si bien este movimiento social apareció en Europa occidental y en Estados Unidos antes que en México, no podemos negar que a partir de la segunda mitad del siglo XX fue extendiéndose en diversas ciudades y núcleos sociales, trastocando el orden social.
Haciendo una imperdonable simplificación, se puede afirmar que un cambio social provoca la aparición de nuevas leyes y éstas culminan en la creación de una nueva cultura. El movimiento que ha impulsado la liberación femenina ha cristalizado en reformas legales que garantizan los derechos de las mujeres. Mujeres aguerridas han roto el status quo, con pequeñas y grandes piezas legislativas han transformado la maquinaria social; sin lugar a dudas se ha impulsado una transformación cultural, hemos de reconocer, inacabada, ya que aún hay vergonzosas resistencias.
Establecer acciones de política afirmativa es una herramienta de inclusión; sin embargo, una transformación legal no hace por sí misma una política pública, mucho menos una revolución cultural. En México solemos pensar que una vez hecho un cambio legal está hecha la transformación deseada. Pero las leyes no son varitas mágicas.
La admisión de las mujeres de manera integral y efectiva en la vida política activa del país ha sido lenta, complicada y, en muchos casos, obstaculizada. Haber conquistado el voto (1953) no significó la posibilidad real de acceder a puestos de elección popular. No fue sino hasta cuatro décadas después que se establecieron las cuotas de género en las leyes electorales, al principio (1992) planteadas a manera de sugerencia y posteriormente como una exigencia (2002).
Habiendo reconocido que las acciones afirmativas favorecen la igualdad, es necesario admitir que son un arma de doble filo. La forma en la que se implementen puede traer consigo efectos no deseados. Cuando el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación obligó a los partidos a presentar, en candidaturas de mayoría relativa para diputados y senadores, al menos 120 y 26 candidat@s de un mismo género, respectivamente, llevó a sus últimas consecuencias una norma que nunca se propuso anular la participación de la militancia en los procesos de elección interna de los partidos y coaliciones. En política, elección y selección no son sinónimos. En este proceso electoral tendremos el tan deseado 60 40, lo cual es aplaudible, pero no nos engañemos: esto no implica, lamentablemente, que haya un cambio sustancial al interior de los partidos en la inclusión de las mujeres a la vida política.
Para impulsar la equidad, y como remedio de emergencia, se forzaron decisiones cupulares; se trastocaron los procesos internos. Los Comités Ejecutivos Nacionales de los partidos se vieron obligados a intercambiar hombres por mujeres hasta llegar a la proporción 60-40. Asumo que esta crítica, y más de puño y letra de una mujer, es políticamente incorrecta; sin embargo, separar un cierto número de asientos ex-ante para un género es necesariamente una exclusión automática de los otros. Forzar resultados no garantiza la igualdad de oportunidades.
La vida interna de los partidos debe nutrirse integralmente con la participación de las mujeres. Los partidos tienen la obligación de destinar el 2 por ciento de su presupuesto para impulsar el liderazgo femenino. Es importante celebrar el momento histórico, pero debemos exigir que en el futuro próximo el equilibrio en las candidaturas y en el acceso a los puestos de elección popular provengan de verdaderas prácticas democráticas. La equidad de género nace de la cultura del reconocimiento de la otredad.
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