JULIO JUÁREZ GÁMIZ
Piense por un minuto el objetivo de la nueva estrategia del PAN para debilitar el principal argumento de campaña de Enrique Peña Nieto. Se trata, claro está, de restar credibilidad a la reputación que el PRI ha construido en torno a la eficiencia gubernamental de su candidato al cumplir con compromisos firmados ante notario durante su distante campaña de 2005. Ahora traslade esta idea a una ‘mesa de la verdad’ colocada en un descampado urbano en medio de vialidades que llevan a ningún lado. ¿Entendió algo? Yo tampoco.
Se da usted cuenta de lo ingenieril que es nuestra política. Un país que adolece de infraestructura en comunicaciones y vivienda, pero sobre todo de proyectos políticos transexenales, es propicio para la política del cemento. Siempre presumidas en primera persona, las obras públicas que ‘edifican’ servidores públicos de los tres niveles de gobierno representan el más puro y simbólico entregable de la administración pública mexicana.
La explotación mediática de la obra pública conlleva el significado de que el ejercicio de gobernar tiene un principio y un final concreto. No hay gobiernos o proyectos inacabados sino obras concluidas o inconclusas. Es trasladar a un objeto inanimado la idea del servicio público. Reducir el legado de un gobierno a un hospital, una escuela o una carretera sin que importe mucho qué se cura, enseña o transporta en ellas.
Es lo tangible de estas construcciones lo que hace que los políticos las presuman como prueba inobjetable del cumplimiento de sus funciones. La política mexicana lleva muchos años añadiendo costales de rendición de cuentas gubernamental a una mezcla de cemento y agua. Lo anterior no es noticia y sorprende muy poco que ‘proyectos’ de gobierno empiecen y terminen con una edificación determinada.
Hace seis años la publicidad del candidato de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador, incluía la construcción de los segundos pisos en la Ciudad de México como el ejemplo más claro del éxito de su gestión como jefe de gobierno capitalino.
Hoy vemos, nuevamente, como las candidaturas presidenciales de Enrique Peña Nieto y de Josefina Vázquez Mota se erigen desde los frutos de la ingeniería civil. Ella dice que, como secretaria de desarrollo social, construyó vaya usted a saber cuántos metros cuadrados de pisos firmes. Él afirma que chorrocientos compromisos fueron debidamente edificados. El éxito de ambos en el servicio público puede ser constatado con la vista y el tacto, sostienen.
El reto que se lanzaron los equipos de campaña de ambos candidatos el pasado martes 17 de abril hizo fugazmente célebre el compromiso 127 que consistía en la ampliación de un puente a tres carriles en la vialidad López Mateos en el municipio de Tlalnepantla. Dos mesas improvisadas en medio de la nada en donde priistas y panistas jugaban al ven–tú-no-ven-tú. La voluntad priista a trasladarse a la mesa panista. Los gritos en contra de los priistas que culminaron con una pedrada que disolvió la mesa como si se tratara de un charco de agua. Nada para nadie.
Una nota que, incluso en su producción mediática, carecía de las imágenes fundamentales para impactar las percepciones de la ciudadanía. Mesas de políticos alterados sin la presencia de ninguno de los candidatos. Acusaciones atropelladas que no encontraron asidero argumentativo en el caos de la improvisación. Hubo quien lo comparó con el célebre encuentro improvisado entre los candidatos presidenciales de 2000 con el hoy, hoy, hoy foxista, solo que sin candidatos, ni debate, ni sustancia, ni realmente nada importante que recordar. Políticos acusando a otros políticos. Políticos denunciando la falta de condiciones para dialogar (qué esperaban ‘resolver’ con este ‘dialogo’ me pregunto aun).
La única certeza que queda tras este evento diseñado para consumo mediático es la obsesión que tienen los partidos políticos para demoler con un golpe mediático a sus adversarios. Sea lo que fuere, la #mesadelaverdad del martes nos deja una confusa sensación de diatriba sin conclusión. De enfrentamiento sin posicionamiento. Un salto al vacío dentro del histerismo mediático que se pone eufórico cuando los políticos cambian de escenografía. Más reales quizá pero igualmente predecibles.
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