lunes, 16 de abril de 2012

EL REPORTERO FILOSÓFICO

RICARDO BECERRA LAGUNA

Para Carmen y Fito… en sus setenta.


Lo conocí en un lugar que ya no existe. Respondió cortésmente la llamada y tuvo tiempo para aceptar una cita con un estudiante tan afligido como desconocido, enrolado ya por completo en las grillas universitarias.
Por la lectura de sus artículos –todos los jueves, puntualmente, en La Jornada- por su participación legendaria en no sé cuantos proyectos y publicaciones de la izquierda mexicana y por la variedad de amigos comunes que me lo habían anticipado (sobre todo Fallo, a quien ese episodio también le debo) tenía yo bien sabido que me encontraría con algo parecido a un sabio socarrón… y marxista.
Con esas advertencias, decididamente, fui a escucharlo. Por aquel tiempo quería que mi actividad se contagiara de una visión más experimentada y más amplia… y pedir consejos ante una situación especialmente desmoralizadora.
Sin la menor pretensión ni aires profesorales, se sentó frente a mí y miró la sucesión ansiosa de cafés, tortas y cubas que acompañaron la caída de la tarde. Pasaron tres horas en las que pronuncié media palabra -acaso menos- pero no hacía falta. Galvanizado por el influjo de su propia vivacidad, como una máquina de hilar temas, argumentos y recuerdos, aquel hombre, escurrido en sus bigotes, edificó ante mí, una interpretación completa de los intelectuales de izquierda y su manera de ver al movimiento estudiantil; de la burocracia universitaria, los partidos, el priismo y su actitud frente a la movilización popular; de Gorbachov y su prometedora Perestroika; de la roñosa ultraizquierda mexicana, el cardenismo emergente, de las revistas culturales y por supuesto de Carlos Pereyra y Carlos Monsiváis.
Al despedirnos quedé deslumbrado con el paisaje que me había dibujado, el paisaje de lo que por entonces me importaba. Barnizado por un lenguaje venido de otro tiempo, con acontecimientos y episodios de muy lejos (la revolución cubana, los años sesenta y el exilio español), todo sazonado con crueles y sabrosos chismes de los personajes que rodeaban aquella estación de la política universitaria.   
Ocurrió en 1987 y desde entonces las cosas han sido más o menos así: cada encuentro con Sánchez Rebolledo es una sumersión a un pasaje festivo y culto, un remoto fascinante, a veces, terrible. Lo más interesante, sin embargo, es que no se trata de puras locuacidades –a ratos geniales- que provienen de un pasado perdido, sino de arcos tendidos que continúan actuando, interpelando al presente.
Y es que casi cinco décadas después de las que Fito dispuso su propio equipaje intelectual y su temperamento, el mundo que le dio forma, prácticamente se ha disipado. El bloque soviético ha desaparecido. El socialismo ha dejado de ser un ideal extendido. El marxismo ya no predomina en la cultura de la izquierda. Cuba es un futuro casi en ruinas. Y la socialdemocracia pasa las de Caín, en el auge igual que en el colapso, del festín neoliberal.
Decir que estos cambios son enormes, sería insuficiente pero aún y con esas, no puede decirse que la vastedad de acontecimientos y derrotas hicieran callar a Sánchez Rebolledo, atento, respondiendo, refunfuñando enérgicamente a cada temblor de esa época, con su voz antigua, que sin embargo, ha salido airosa sin desdoro.  
A la distancia, de 25 años, me doy cuenta que esa tarde había descubierto a una de las criaturas más estimables en la historia de la izquierda mexicana: un marxista, un militante, un maestro, un reportero, editor y crítico de lo existente. Un autor que ha producido una obra fragmentaria, parcial e inacabada y que sin embargo tiene algo de lo que otros creadores de cubicados librotes carecen: afilada agudeza, esa misteriosa ingenuidad de ojos nuevos, esa capacidad para mirar las cosas en toda su extrañeza que hace a sus textos una visita necesaria para la comprensión de la coyuntura y para ubicarnos en el largo movimiento que llamamos actualidad mexicana.
Por eso digo, que leer a Sánchez Rebolledo es conectarse con la tradición más potente de nuestro periodismo, es decir, del periodismo cuidadoso y bien escrito, independiente, sumido en el presente, desafiante de poderes, puntual y sin faltar nunca a su cita y con una rara cualidad ensayística: la de acertar en sus diagnósticos por que tiene una sensibilidad especial para detectar las novedades.
Y es inclasificable. Fito es de los que todavía trabajan con vocablos antiguos como “determinaciones concretas”, “condiciones objetivas”, las cuales le permiten erigirse como un verdadero coleccionista de la canallesca del capitalismo, palabra que por cierto, nunca dejó de usar y que tras la crisis financiera universal, ha vuelto a circular y volverse una categoría útil para describir el pozo negro al que regresamos gracias a la crisis financiera.
Sánchez Rebolledo es de los pocos columnistas capaz de abordar con información y solvencia los temas del mundo, haciéndonos escapar del provincianismo en la prensa mexicana para informar con conocimiento de causa, de la hambruna Rarámuri, del problema palestino, la crisis europea, el juez Garzón, los entuertos de Chávez o las malhadadas herencias de Corea del Norte.
Observador internacional; articulista nacional; marxista elegante; militante, dueño de una de las más interesantes experiencias de la izquierda, de sus conquistas y de sus fracasos. Conversador nato, reportero filosófico, respetado y muy querido por sus amigos. Ahora tiene setenta años: Fito Sánchez Rebolledo.

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