jueves, 19 de abril de 2012

MORIR EN LA CARRETERA

CIRO MURAYAMA RENDÓN

Hace una semana, el jueves 12 de abril, fallecieron en un accidente de carretera seis compañeros —un profesor y cinco alumnos— de la Facultad de la Economía de la UNAM. Sobra decir que se truncó la vital carrera de un profesor que dedicó su talento a la formación de las nuevas generaciones, y que los sueños de cinco muchachos y sus familias fueron abrupta y dolorosamente segados. Otros alumnos y profesores resultaron heridos, algunos tendrán secuelas físicas por el resto de sus vidas, y en todos quedará el impacto emocional.
El dolor que produce el hecho trágico va acompañado por la indignación, pues se trata de seis muertes evitables. Lo anterior, no porque las prácticas de campo no sean pertinentes y necesarias en la preparación de los alumnos o porque se tratara de un viaje improvisado; al contrario, el maestro programó oportunamente el viaje, recibió el respaldo institucional de su Facultad, se dispuso de un transporte en condiciones óptimas, se tramitaron los seguros para todos los participantes en la práctica. No, las muertes eran evitables porque así lo son todas las que ocurren en accidentes viales que son producto de distintos tipos de irresponsabilidad humana que se traduce en mala conducción vehicular, infraestructura o equipo en mal estado, deficiente regulación y supervisión.
El caso de los universitarios fallecidos no es una tragedia aislada. México es uno de los países con mayor número de muertes por accidentes de tráfico en la OCDE. La tasa de fallecimientos en accidentes de tránsito en la OCDE es de 8.2 por cada 100 mil habitantes (3.7 en mujeres y 12.9 en hombres), pero en México alcanza más del doble: 17 por cada 100 mil (7 para mujeres y 27.8 para hombres). Tan sólo en 2009 se registraron en nuestro país 17 mil muertes por esa causa. De estos datos puede inferirse que la inseguridad vehicular tiene una letalidad mayor que el crimen organizado.
Las cifras de la OCDE (Health at a Glance 2011) también señalan que México encabeza la lista de países con muertes prematuras. El indicador que cuantifica los años perdidos por cada persona que fallece antes de los 70 años (PYLL, por las siglas en inglés), revela que mientras en el promedio de la OCDE se pierden 4 mil 689 años potenciales de vida en el caso de los varones y 2 mil 419 años en mujeres por cada 100 mil habitantes, en México las cifras respectivas son de 4 mil 946 años en mujeres y 8 mil 874 en hombres.
La contundencia de los datos, sin embargo, no ha dado lugar a una política sostenida desde el Estado para incrementar la seguridad de peatones, pasajeros y conductores. Mientras que entre 1995 y 2009 la tasa de mortalidad por accidentes de tráfico en la OCDE se redujo en 41.6%, la disminución en México es apenas de 9.1%.
Un ejemplo de la abdicación del Estado en su tarea de garantizar la seguridad de la población en una actividad tan cotidiana y fundamental como transportarse, es la emisión de licencias de conducir en el DF. La autoridad otorga dicho documento a cambio de un pago y de una responsiva del particular, pero no se realiza un mínimo examen teórico, práctico o médico. Se busca obtener recursos, no brindar seguridad a la población.
Si ello ocurre en la capital del país con los conductores de vehículos particulares, qué decir del panorama imperante en el resto del territorio, con la certificación de los conductores que se dedican al transporte de mercancías, con la verificación y control del estado de las unidades con que operan, con la vigilancia del cumplimiento de normas de velocidad o de volumen y peso de las mercancías transportadas, por no hablar del estado de la infraestructura de comunicaciones y transportes.
Nuestras calles y carreteras son zonas de alto riesgo, paisajes poblados de cruces y flores marchitas que dan cuenta de las miles de muertes evitables y absurdas que son parte de la normalidad mexicana. Éste es un asunto de seguridad pública, que exige una política de Estado, cuyo abandono no tiene excusa ni disculpa.

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